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En el puesto de control de la planta baja, entregué el resguardo para recuperar mi móvil. Esperaba que White saliera de uno de los ascensores en cualquier momento, llamándome a gritos; no me sentí a salvo hasta que abandoné el edificio federal.

El gobierno había invertido dos años y millones de dólares en preparar el caso. Jim Gardner lo había eviscerado en menos de diez minutos. No eran ni las tres y cuarto. Me alejé deprisa de la entrada. Vi varios SUV de Seguridad Nacional aparcados a la izquierda, así que me fui para la derecha. Alguien iba a pagar por lo que acababa de ocurrir. Iban a cubrir de mierda a DeCanza, pero aún quedaría para otros. Para alguien como yo, por ejemplo.

Crucé Larkin y entré en el Harry Harrington’s Pub. Una vez dentro, me detuve un momento a explorar el local. Veinte personas, incluidos los dos bármanes. Los clientes eran mitad borrachos, probablemente parroquianos habituales, mitad empleados del gobierno que, siendo viernes, habían salido del trabajo un par de horas antes. Sus siete televisores emitían béisbol y críquet. Me senté al fondo de la barra, lo más lejos posible de la puerta. En cuanto pude, pedí un Wild Turkey, solo.

No pensé en nada hasta que pedí el segundo. Para mi estancia en el Westchester, había procurado estar a la altura del papel: no me afeitaba, apenas me duchaba y no lavaba mi ropa. En un mes, había llevado dos sudaderas y unos únicos vaqueros. Al terminar el trabajo, mi abrigo de mercadillo parecía robado de una tumba.

Le di un trago al bourbon. Con el vaso en la mano, me pasé los nudillos por la mejilla. Aún la tenía suave del afeitado de esa mañana. Me vi en el espejo de detrás de la barra. Con la camisa planchada y el traje recién salido de la tintorería, parecía un abogado. De los de verdad, de los que podían acudir a un tribunal y representar a un cliente sin que lo detuvieran. Jim no debía haberme invitado a la vista oral.

Quizás eran solo paranoias mías. Había sido cauto en el Westchester y había tomado precauciones más allá de mi apariencia. El agente White se había girado y me había mirado fijamente, pero podía ser por cualquier cosa. No tenía por qué relacionarme con la caída de DeCanza.

Cuando el barman pasó por delante, le pedí otro Wild Turkey. Me lo sirvió, pero primero me dio un vaso de agua con hielo, como insinuando que iba siendo hora de que frenara o me largara. Me bebí ambas cosas y me fui.

Crucé Van Ness, entré en una librería y encontré un ejemplar del Chronicle abandonado en una mesa de la cafetería. No había nada acerca de la rubia que había fotografiado, aunque no me sorprendía. Seguramente había caído sobre el Wraith más o menos a la misma hora que el periódico salía de rotativas. Se incluía un pequeño artículo sobre el juicio de Lorca, pero no lo leí. Ningún periodista podía haber previsto el giro que acababa de dar la vista.

Salí de la librería y seguí caminando hacia el oeste. No había hecho ejercicio de verdad desde mediados de mayo. No me importó que lloviera. Cuando Jim me pagara la última factura, podría volver a llevar el traje a la tintorería. Hasta podía tirarlo a la basura y comprarme todos los trajes nuevos que quisiera. Daba igual. Seguí caminando, buscando espacios verdes. Crucé Alamo Square y luego continué por los senderos paralelos a Panhandle y entré en el Golden Gate Park. Estábamos en junio y seguiría habiendo luz hasta las ocho y media. Pero era una luz grisácea, neblinosa.

Dudaba que DeCanza fuera a pasar la noche en el Westchester. Si a Nammar y a White les importaba el caso o sus carreras, lo atarían a una silla en un cuarto de hormigón y se turnarían para sacudirlo con un bate de béisbol. «¿Qué coño ha pasado, Al? ¿Qué tiene Gardner contra ti?». Pero Nammar no funcionaba así. Yo solo conocía a una persona que hacía las cosas de ese modo y era el tipo gracias al cual yo podía pagar mis facturas.

El suave repiqueteo de la lluvia en los eucaliptos resultaba relajante. Decidí ir andando hasta Ocean Beach y luego coger un taxi a casa. Después de eso, no estaba seguro. Quizá La Paz otra vez, o incluso más lejos. Tailandia o Vietnam. Pero cuando llegué a la playa y me senté, me vibró el móvil. Lo saqué y vi el mensaje de Jim que acababa de entrarme.

Nos vemos en tu despacho. Ya.

—Has tardado una eternidad, Lee —me dijo Jim.

Había subido los escalones que conducían a la puerta cerrada de mi oficina y me esperaba entre las sombras.

Mientras fue mi jefe, yo lo llamaba señor Garland y él a mí señor Crowe. No estaba acostumbrado a que me tuteara, aunque ya hiciera seis años que no me tenía en nómina. Al volver de La Paz, me había pasado dos meses en casa, cruzado de brazos, hasta que había decidido buscarme una ocupación. Entre mi antiguo empleo y los veranos que había trabajado como pasante de un abogado defensor, podía reunir suficientes horas de investigación para que me concedieran una licencia de investigador privado. Así que hice el examen y aprobé. Me dieron un carné y acto seguido fui a buscar a Jim. Él había sido mi principal fuente de ingresos los dos primeros años, pero con el tiempo había encontrado otras alternativas. Ahora las cosas me iban lo bastante bien como para necesitar un despacho propio.

—¿Así vienes a trabajar? —me preguntó, estudiando mi traje empapado.

—Solo cuando me espera un cliente.

Me quité la chaqueta y, retorciéndola, escurrí el agua en el suelo. Nos dimos la mano y él reculó de pronto.

—Hueles a bourbon, Lee.

—Este es mi despacho —repuse—. Mi tiempo.

Me saqué el llavero del bolsillo y abrí la puerta. Jim entró y yo lo seguí. Se sentó en una de las sillas que había frente a mi escritorio y sacó un pañuelo del bolsillo de la pechera de su traje de lana para secarse la lluvia de la cara.

—Bonito despacho —afirmó.

Dudaba que lo dijera en serio. Él tenía una oficina esquinera en una planta alta de One Market Street, con vistas al Ferry Building y a la bahía. Se sentaba a su mesa cuando aún era de noche y veía salir el sol por encima de las colinas de Oakland. Un equipo de doscientos abogados trabajaba para él en un edificio con suelos de mármol. Entraba dinero en la caja las veinticuatro horas del día. Siempre había tenido claro por qué me había permitido cruzar el umbral de su puerta: había llevado a cabo sus pesquisas y así me lo había comunicado. Yo era un don nadie entre muchísimos otros; no era mi renombre ni mi magnetismo lo que buscaba. Quería que el padre de Juliette fuera cliente suyo. La estrategia funcionó hasta que mi divorcio y mi inhabilitación me convirtieron en un paria y, por guardar las apariencias, Jim me desterró de forma muy pública. Ya me lo esperaba. Pero nuestra relación siguió adelante, y evolucionando, y eso sí que me sorprendió.

—Tendría que haberme pasado por aquí cuando firmaste el contrato de arrendamiento —dijo—. ¿Cuándo fue eso, el mes pasado?

—No celebré ninguna fiesta de inauguración. ¿Cómo ha terminado lo de DeCanza? Me he marchado pronto.

No quería contarle lo del agente White sin tener la certeza de que había un problema.

—¿Has llegado a verlo derrumbarse? —preguntó Jim. Asentí con la cabeza y él continuó—: Después de eso, lo he llevado por donde he querido. Todo lo que había declarado antes era mentira. Lorca es él. Controlaba todo el cotarro, de arriba abajo.

—¿Has acabado con él?

—Sí, pero Nammar no lo sabe. Mañana es mi testigo. Lo acribillaré a preguntas para asegurarme de que no ha cambiado de opinión de golpe y porrazo, y después se lo pasaré al fiscal.

—¿Lo harán cambiar de opinión?

Jim echó un vistazo al despacho, probablemente preguntándose si habría escuchas. Debió de decidir que no.

—¿Lo harías tú si fuera tu mujer la del barril?

Negué con la cabeza. Independientemente de por qué lo dijera, la respuesta era no. No cambiaría de opinión por una hipotética futura esposa, ni por Juliette. No le tenía especial cariño, pero nadie merecía terminar en uno de los barriles de Lorca.

—¿Dejarán que lo condenen? —pregunté.

—Es Lorca. El mandamás. No se van a arriesgar a una sentencia exculpatoria. Alguien por encima de Nammar lo llamará esta noche. Procurarán declarar nulo el juicio. Si no funciona, buscarán el modo de negociar la sentencia, ¿y por qué no? Ya lo tienen por fraude fiscal, con lo que irá a la cárcel de todas formas.

—Pero tú ganas —puntualicé yo.

—Yo gano.

Abrí el cajón de mi escritorio y saqué una botella.

—La tenía reservada.

—Pues sigue reservándotela, Lee. —Estaba a punto de descorcharla, pero al oírlo me detuve. Me apoyé la botella en la rodilla y lo miré—. No he venido aquí a hablar del juicio —añadió—. Tengo otro trabajo para ti: una clienta que necesita un detective. Es una buena clienta, desde hace mucho, y preferiría presentarle a un hombre sobrio. Y seco, si tienes ropa para cambiarte aquí.

—¿De qué va esto?

—Claire Gravesend.

Esperó mi reacción, pero el nombre no me decía nada.

—¿Debería conocerla?

—Esta mañana le has vendido una foto suya a un periodicucho. Está todo en internet.

Tardé un segundo en comprender a qué se refería. Aún estaba nervioso con lo de Lorca y el agente White. Entonces recordé mi paseo matinal. Mi nombre saldría junto a la foto. Para bien o para mal, el mundo entero iba a saber que la había hecho yo.

—¿La suicida...? ¿Qué tiene que ver ella?

—Mi clienta es Olivia Gravesend, su madre.

—¿Te refieres a esa Olivia Gravesend?

—Sí.

—La chica que he visto esta mañana... ¿es hija suya?

—Te lo acabo de decir.

—¿Y para qué quiere contratarme tu clienta?

—Su hija ha muerto. Quiere saber cómo y por qué.

—¿Y eso no se lo dirá la policía?

Jim se sacudió de la solapa la ceniza del puro.

—No se fía de nadie. Han identificado a la chica por las huellas dactilares y han mandado a un hombre con fotos a su casa para que realizara la identificación oficial. Estando en su casa, el policía le ha dicho que parecía un suicidio.

—Le preocupa que saquen conclusiones precipitadas.

Jim asintió con la cabeza.

—Van muy rápido —dijo—. Si empiezan así, llevarán una venda en los ojos.

—¿La ha visto saltar alguien? —pregunté—. Si hay algún testigo, si alguien se ha acercado a...

Jim me interrumpió con un manotazo al aire.

—No sé si hay testigos o no. Además, aunque encuentren a alguien dispuesto a testificar, ¿tú te fiarías? Ya sabes cómo va esto. Se puede comprar a un concejal por diez mil dólares. ¿Cuánto crees que cuesta un testigo de Turk Street?

Pensé en mis últimas semanas y en lo que había visto esa mañana. Un testigo era tan maleable como cualquier otro individuo. Además, no solo se podía dar forma a un testimonio con dinero. La coacción funcionaba igual de bien y era más barata.

—Has dicho que me la vas a presentar esta noche, ¿va a venir aquí? —quise saber.

—He quedado con ella en su casa, si tienes tiempo.

—Pensaba irme unos días fuera —respondí.

—¿Por lo de hoy?

—Sobre todo.

—Mira, Lee... Lo estaban amenazando para conseguir que declarara lo que querían. Al presionar nosotros también, ha cambiado su versión de los hechos. Como no teníamos las mismas ventajas que ellos, nos hemos servido de otras. Habría seguido mintiendo hasta que lo enderezáramos.

—¿Lo crees en serio o es lo que me quieres vender? —pregunté—. DeCanza se ha hecho caquita cuando has mencionado Eagle Pass, así que los dos sabemos que es verdad. Lo aterraba tu cliente y eso lo dice todo.

El silencio de Jim fue lo más parecido a darme la razón. Como no iba a conseguir más de él, dejé que se prolongara. Jim encontró un clip en el borde de mi mesa, lo cogió, lo estiró y se lo enroscó en la yema del dedo.

—¿Puedes ayudar a la señora Gravesend? —preguntó—. ¿O me busco a otro?

Sabía cómo camelarme. Me fastidiaba perder la oportunidad de trabajar para alguien como Olivia Gravesend, pero soportaba aún menos la idea de que le ofreciera el trabajo a otro. Además, igual tampoco era tan buena idea que me marchara de la ciudad. Al gobierno no le hacía falta que anduviera por allí para acusarme de algo. Si Nammar conseguía una acusación formal del gran jurado, alguien me estaría esperando en el aeropuerto cuando regresara, así que más me valía quedarme allí y estar pendiente.

—¿Cuándo nos vamos? —le pregunté a Jim.

—Ahora mismo —me contestó—. Lávate la cara. Procura parecer el chaval al que yo conocía. Voy a llamar a Titus para que pase a recogernos.

Íbamos sentados en la parte de atrás del Range Rover. Jim subió la pantalla negra que nos aislaba de su chófer y se inclinó sobre el humidificador instalado en la consola del centro. Eligió un Cohiba enorme. Empezó a rodar el puro entre los dedos, pero no hizo ademán de encenderlo.

—¿Qué sabes de Olivia Gravesend? —me preguntó.

—Lo que sabe todo el mundo. Lo que sale en la prensa. Me despediste antes de que pudiera trabajar para ella.

Jim lo dejó correr. Con un cortapuros de doble hoja, cortó el extremo del habano, luego se pasó la punta varias veces por debajo de la nariz.

—No es como otros de su posición —dijo—. Heredó la fortuna familiar, sí, y podría haber conseguido más por su matrimonio, pero, aunque hubiera nacido en una choza y se hubiera casado con un mindundi, seguiría estando donde está.

—Insinúas que es lista.

—Lista es poco. Tú eres listo. Yo soy listo. Olivia Gravesend es despiadada.

—Pero tú te fías de ella.

—Hace treinta años que es clienta mía. ¿Sabes cuál es la norma primordial para tratar con clientes como ella?

—No.

—Cubrirse las espaldas —contestó—. Cuando Olivia quiere algo, lo consigue por su cuenta. Si pide ayuda, es porque quiere cargarle el muerto a algún pringado. Así que piensa primero en ti y luego le das lo suyo. Pero sobre todo no te fíes de ella.

Recorrimos en silencio Market Street. Antes del giro hacia Embarcadero, el chófer paró junto a la acera y Jim abrió su puerta.

—¿Es aquí? —pregunté—. ¿Vive en tu edificio?

—Aquí es donde me bajo yo —respondió—. Tengo un juicio por la mañana. No me da tiempo de ir hasta Carmel y volver.

Así que al final salí de la ciudad esa noche, en el asiento trasero del Range Rover de Jim Gardner, con el cristal separador aún levantado y el chófer invisible mientras íbamos hacia el sur a toda velocidad circulando por la 101. San Mateo, Palo Alto. San José, solo luces y rótulos de autopista y luego zonas más oscuras. Apoyé la cabeza en la ventanilla y vi pasar el asfalto. Al detectar el olor a ajo, supe que cruzábamos los campos de Gilroy. Después debí de quedarme dormido casi una hora.

Cuando abrí los ojos, ya estábamos en la autopista 1. Las curvas nos restaban velocidad, pero no mucha. A la derecha, vislumbré entre los árboles pedacitos del Pacífico. El mar estaba tranquilo y se veía de un negro platino a la luz de la luna. Quince kilómetros de costa y luego la carretera se adentró un poco en el interior y el chófer aminoró la marcha. Giró hacia un camino sin señales y descendió a unos acantilados. Llegamos a una verja de hierro y se detuvo. La verja empezó a abrirse y enfilamos el resto del trayecto hasta la residencia de Olivia Gravesend.

Bajé del vehículo y contemplé la mansión de piedra labrada, su tejado de múltiples niveles cubierto de tejas españolas. Conté seis chimeneas. El aire olía a lavanda, a eucalipto y a brisa marina. La casa se había construido directamente sobre el acantilado y las olas rompían apenas treinta metros más abajo. Olivia Gravesend habría podido salir a pescar desde su ventana si hubiera querido.

Titus, el chófer de Jim, se quedó en el coche, pero apagó el motor. Como no sabía qué hacer, me acerqué a la puerta y llamé con los nudillos. Me recibió un mayordomo. Pelo blanco y camisa blanca bajo chaqueta negra. Iba despeinado y tanto a la camisa como a la chaqueta les habría venido bien un planchado. Dudaba que ese fuera su aspecto habitual.

—Lo está esperando en la sala de armas, señor.

—De acuerdo.

No tenía forma de saber si siempre recibía a sus visitas en la sala de armas. A lo mejor la reservaba para ocasiones especiales en las que tenía la violencia en mente. Las paredes eran de nogal inglés, forradas de escopetas francesas hechas a medida. En una mesa, junto a la chimenea, había un estuche de madera abierto con dos pistolas de duelo sobre terciopelo verde. Olivia Gravesend estaba sentada al lado de la chimenea apagada, tan erguida que la silla de respaldo recto podía haber envidiado su postura. Llevaba un vestido negro hasta los tobillos. La única joya que lucía era una medallita de oro. De algún santo al que yo no conocía. Me lanzó una mirada tan fría como el metal de la artillería que la rodeaba.

—¿Lee Crowe? Jim me ha hablado de usted.

El mayordomo interpretó aquello como una señal para hacer mutis. En cuanto cerró la puerta, oí alejarse sus pasos.

—Sí, doña Olivia —contesté—. Me puede llamar Lee.

—A mí no me llame doña Olivia, Crowe; es una vulgaridad.

—De acuerdo.

—Ha fotografiado a mi hija esta mañana. ¿Por qué?

—La he visto y he hecho unas fotos de la escena. Me ha parecido que podría vendérselas al periódico.

—¿Qué hacía usted allí?

—Ha sido suerte —dije, y lamenté la palabra—. Pasaba por allí, camino de mi despacho.

Me miró en silencio. Su nariz era fina y afilada, como el pico de un halcón. Llevaba el pelo oscuro recogido en un moño y sujeto con pinzas de madera, igual que su hija. Salvo por eso, no se parecían en nada.

—¿Vive usted en ese barrio? ¿En el Tenderloin?

—No —contesté—, estaba haciendo un trabajo para Jim. De otro caso.

—Así que hoy ha tenido suerte, Crowe —dijo—. Ha conseguido la foto y la ha vendido. Ahora lo voy a contratar yo.

—De acuerdo.

—No se preocupe por sus honorarios —precisó—. Mándeme las facturas.

—Muy bien.

—¿Le ha dicho Jim lo que quiero?

—No se fía de la investigación policial. Quiere saber qué ha pasado de verdad.

—Jim se considera un hombre honrado —me dijo—. ¿Le sorprende?

—En absoluto —respondí.

—Cuando se mira al espejo, ¿qué cree que ve? Un pilar de la comunidad. Un as de la abogacía. Le digo que me gustaría saltarme las normas y me busca al hombre perfecto para el trabajo, pero se queda en casa. Con la conciencia tranquila. No queremos preocuparlo, ¿verdad?

—No quiere que le cuente nada de lo que hablemos.

—Correcto, Crowe —contestó. Señaló otra silla de respaldo recto en el lado opuesto de la chimenea. Me senté y me estiré las perneras del pantalón—. Me ha dicho que es usted rápido. Y que hará lo que haga falta.

—Por eso se me conoce.

—Pero solo si es necesario. Y me mantendrá al margen de lo que haga, sea lo que sea.

—Hábleme de su hija.

—Era una buena chica. Independientemente de cómo se criara... era buena.

—¿Cuántos años tenía?

—Veinte.

—¿Salía con alguien?

—No lo sé.

—¿A qué se dedicaba? ¿Estudiaba en la universidad?

—Lo había dejado. No sé en qué ocupaba su tiempo.

—¿Cuándo hablaron por última vez?

—En diciembre, después de Navidad. Por su cumpleaños.

—¿Discutieron?

—En absoluto. Tomamos una copa de brandi. Yo estaba en esta silla y ella en la de usted. Hacía frío; la chimenea estaba encendida. Hablamos del siguiente trimestre. Estaba emocionada con una clase, con una profesora a la que admiraba. Se marchó esa misma noche.

Miré por la ventana. Llovía a cántaros, a través del viejo cristal, aunque había trozos de cielo despejados entre los que podía intuirse la luna sobre el mar.

—¿En qué universidad?

—Harvard.

—¿Volvió a Boston en avión?

—Claro.

—¿En el suyo o en un vuelo comercial?

—En ninguno de los dos. El mío estaba en Vancouver; le estaban cambiando el motor. Contraté un chárter.

—¿Sabe con certeza que llegó a su destino?

—Sí —respondió Olivia—. Hablé con el chófer después, el hombre que la llevó del aeropuerto a nuestra casa.

—¿A su casa?

—Mi bisabuelo creía en muchas cosas, pero sobre todo en la utilidad de las segundas viviendas. Encontrará una residencia Gravesend en cualquier lugar de importancia.

Intenté imaginar con qué criterio determinaban eso los Gravesend. Si no estaba mal informado, su bisabuelo había hecho con el cobre y el oro lo que Andrew Carnegie con el acero, solo que Gravesend no había dilapidado su fortuna en bibliotecas para la gente corriente. Esas residencias podían ser multitud.

—¿Y después de que su hija llegara a casa?

—Asistió a una clase. Y luego desapareció.

—¿Cómo sabe que fue a clase?

—Hablé con la profesora, esa con la que estaba tan entusiasmada. Era una clase de periodismo.

—¿Fue usted a Boston?

—Dos veces. Y nadie ha estado en la casa desde enero, excepto yo.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cuenta con algún sistema de seguridad que monitorice desde aquí?

—No lo sé —reconoció—. Doy por sentado que no ha estado allí nadie más que yo.

—¿Tienen servicio de limpieza?

—Ella no quiso tenerlo.

—¿Porque prefería encargarse personalmente o porque era celosa de su intimidad?

—No lo sé.

—¿Se llevó usted algo de la casa?

—Nada, y tampoco la registré. En ambas ocasiones, entré, vi que no estaba allí y me marché.

—¿Denunció su desaparición?

—No. —Noté que quería que le preguntara por qué, pero esperé a que hablara. Debía acostumbrarse a contarme las cosas sin que la instara a hacerlo. Tenía la espalda aún más tiesa que hacía dos minutos—. Me escribió —dijo por fin—. Hacía dos semanas que no sabía nada de ella y ya había empezado a hacer llamadas cuando recibí una carta suya.

—¿De dónde era el matasellos?

—De San Rafael. Había regresado a California.

—¿Qué decía la carta?

—Que no me preocupara. Que debía hacer una cosa y luego todo volvería a la normalidad.

—¿Había hecho algo parecido antes?

—Jamás.

—¿La carta estaba escrita a mano e iba firmada?

—De lo contrario, le aseguro que habría hecho algo más. Se las entregaré antes de que se vaya. Hay seis. La última llegó hace una semana.

—¿De San Rafael?

Negó con la cabeza.

—Todas de sitios distintos, pero a poco más de trescientos kilómetros de San Francisco. La última era de Mendocino.

—¿Estaban muy unidas?

—Quiero pensar que sí.

—Pero no sabe si salía con alguien. ¿Era reservada, o estaba usted demasiado ocupada para averiguarlo? —Me miró con los ojos entornados, con la afilada nariz de ave rapaz apuntando al suelo—. Es más fácil que andarse con rodeos —añadí—. Y no me ha parecido que fuera usted de las que se ofenden.

Me dedicó una sonrisa de amarga aquiescencia.

—¿Me ha llamado Jim «la zorra de hierro»? Sé que ese mote le gusta. Conozco por lo menos a tres personas a las que se lo ha dicho.

—Yo no soy la cuarta.

—Lo despediría, pero ha visto demasiado —manifestó. Si esperaba que yo la respaldara en eso, disimuló muy bien—. En cuanto a su pregunta, Claire era comedida. Sé que yo tengo mi reputación, se lo habrá comentado Jim, y puede que tenga razón, al menos en algunos aspectos de mi vida. En los negocios. En determinados círculos personales. Pero con Claire, era su madre. Por encima de todo.

—No...

—Amor desmedido, Crowe. Eso es lo que significa y es lo que sentía por ella. Lo que aún siento.

—De acuerdo —afirmé.

—Mientras vivía bajo este techo, era muy comedida. Todo empezó cuando cumplió los dieciocho. Cuando se fue a Boston.

—¿Le ocultaba cosas?

—Creo que sí —contestó Olivia—. No tengo más hijos, ni sobrinas. Mis amigos son pocos, y menos aún con hijos. Así que mi única referencia es mi propia juventud. Y yo creo que su actitud no era solo cosa de la edad. No era la típica chica que cumple los dieciocho, se va a la universidad y decide dar la espalda a su madre. Había algo más. Fue empeorando con los años y terminó estallando.

La joven que yo había visto esa mañana se había precipitado por una ventana, desde una altura considerable, sobre el techo de un automóvil, pero cuando yo la había encontrado, me había parecido que iba a incorporarse en cualquier momento, sacudirse la sangre del tobillo y volver andando a la fiesta. No podía más que imaginar el aspecto que debía de tener antes de lanzarse al vacío. O lo que es lo mismo, no tenía pinta de llevar huyendo de su madre desde Navidades.

—¿Disponía de dinero propio? —pregunté—. ¿Algún fondo del que pudiera tirar, algo con lo que costearse los últimos seis meses?

—Tenía dinero propio. Al cumplir la mayoría de edad, pasó a percibir su primer diez por ciento.

—¿Puede usted saber en qué se lo gastó?

—Era suyo, así que... no.

—Pero tendrá los datos de la cuenta.

—Los tenía. Los de cuando se la pasé. Pero no sé qué haría después con ella.

—¿De cuánto estamos hablando?

—Lo suficiente como para que tuviera solvencia, pero no tanto como para lamentarse si cometía un gran error.

Yo estaba allí porque le había hecho una foto a la hija muerta de Olivia Gravesend y luego la había vendido por mil dólares. Ese era un dinero que iba a usar, a pesar de los inesperados beneficios que obtendría de Jim. Nunca había tenido dinero de verdad. Estando casado con Juliette, había vivido lo bastante cerca de él para saber que nunca llegaría a entender situaciones de este tipo. Aquella sala, por ejemplo, con sus filas de escopetas sobre paredes revestidas de madera. Cada arma costaba como poco un año de alquiler de mi despacho.

—Señora Gravesend —dije—, perdóneme pero no sé qué significa eso. A mí me dolería perder el dinero que llevo ahora mismo en la cartera: quince dólares. Sé que lo suyo está a otro nivel. ¿Estamos hablando de cien mil, doscientos cincuenta mil...?

Me escudriñó, de los pies al cuello de la camisa, seguramente poniendo precio a todo lo que llevaba encima, que sería menos de lo que ella había pagado por su esmalte de uñas. Menos mal que guardaba ropa seca en el despacho.

—De veinte millones —contestó, levantando la mirada hacia las vigas de roble del techo mientras hacía el cálculo mental—. Redondeando por lo bajo.

—¿Eso era una décima parte de lo que le correspondía?

—Sí.

—¿Y el resto para cuándo?

—Para su trigésimo cumpleaños. Y eso era solo el comienzo. Cuando yo falleciera, heredaría todo mi patrimonio.

—¿Eso era irrevocable o lo podía enmendar usted?

—Yo podía hacer lo que quisiera. Y ella lo sabía.

—Por lo que a ella le interesaba no perderla de vista, estar a buenas con usted.

—Sin duda —dijo Olivia. Juntó los hombros y se abrazó—. Si es que eso era lo que quería...

Volví a mirar a mi alrededor. Decir que aquella casa estaba impecable era quedarse corto. El aire se filtraba y se limpiaba, y desprendía un olor antiséptico a eucalipto. Aparte de eso, aquella mansión era como un museo. Un pasillo largo albergaba los retratos de los apáticos antepasados de Olivia Gravesend, cada lienzo enmarcado en oro e iluminado desde abajo con un solo foco. En las placas de bronce figuraban las fechas de nacimiento y de defunción. A la entrada me había recibido un mayordomo. Iba algo desaliñado pero uniformado. Me había llevado por hectáreas y hectáreas de la vivienda hasta llegar a la sala de armas. Jamás se me habría ocurrido que allí pudiera vivir una sola persona, menos aún dos. Había objetos expuestos, como las pistolas de duelo, pero nada personal.

—¿Está usted casada, señora Gravesend?

—Lo he estado en alguna ocasión.

—¿Ahora?

—No —contestó—. Ni en los últimos cinco años.

—Entonces, podría decirse que Claire no tenía problemas con un padrastro...

—Podría decirse, sí.

—¿Y con su propio padre?

—No llegó a conocerlo y tampoco me preguntó nunca por él.

—¿Estuvo usted casada con él?

—No. Pero ¿eso qué tiene que ver?

—No sabe si su hija salía con alguien —respondí—. Por eso le pregunto por el resto de los hombres de su entorno.

Olivia contempló la chimenea con los ojos entornados.

—Porque para saber quién mató a una mujer —añadió ella—, se empieza por los hombres de su vida. Los más cercanos, que son los más sospechosos.

Asentí y se hizo un minuto de silencio, el menos incómodo de los que se habían producido hasta entonces, pero lo rompí con otra pregunta:

—Jim me ha dicho que han venido a verla hoy de la oficina del forense. ¿Alguien más?

—Nadie.

—¿Sabe la policía de San Francisco que su hija llevaba más de seis meses desaparecida?

—Ni se lo imaginan —contestó—. Salvo que ella llevara un diario en el bolso. —Había visto el bolso, claro. Salía en mi fotografía—. Pero eso lo puede averiguar usted, lo que saben realmente —continuó.

—Esa información no se divulga.

—Pero podría colarse en comisaría y robar el expediente. O sobornar a alguien. O encontrar a alguien de dentro con un punto débil y presionarlo hasta que se desmorone.

Entonces fui yo el que se preguntó qué le habría contado Jim de mí. Cuando trabajaba en su bufete, no era muy distinto del otro centenar de abogados de mi planta. Llevábamos trajes idénticos y los mismos zapatos de vestir impolutos. Cualquiera de nosotros podía recitar de memoria el Código de Conducta Profesional del estado de California. Nuestro único delito eran nuestras tarifas. Yo aún no me había comprado mi Smith and Wesson, ni sabía propinar un puñetazo en la cara a un hombre sin romperme todos los dedos con sus dientes. Hasta que mi mundo se desmoronó, Jim no comprendió mi verdadera utilidad. Yo no estaba tan limpio como mis zapatos. Lucir un traje no iba conmigo. Me despidió, pero me acompañó él mismo a la calle. Que estaba sucio, dijo, a voz en grito. Que era una vergüenza para el bufete. Que no estaba hecho para un despacho de esa categoría. Que, de hecho, no era mejor que mi padre, que como todo el mundo sabía, se había podrido en la cárcel por intentar colar un cheque sin fondos.

Pero cuando íbamos solos en el ascensor, me dijo que, si quería trabajar en las calles y en la sombra, aceptar mi verdadera naturaleza y ser un mero instrumento, podía llamarlo cuando quisiera. No sé lo que sentí, pero desde luego no fue gratitud. Para entonces lo había perdido todo salvo el concepto que tenía de mí mismo, e incluso eso empezaba a desintegrarse. Me creía un luchador, de esos que nunca salen corriendo, pero Jim me acompañaba a la salida y, cuando llegáramos allí, pensaba largarme.

Olivia Gravesend me observaba, esperando mi respuesta.

—Igual podría conseguir los archivos —dije. En realidad, era lógico pensar que me haría con ellos. Seguramente sería lo más sencillo del caso—. Eso subirá mis honorarios, por supuesto. Un poco o mucho, según lo que tenga que hacer.

—Pagaré lo que sea.

—¿Qué le hace pensar que le ocultan algo?

—¿Qué le hace pensar que no? Usted sabe cómo funcionan —dijo, e hizo una pausa lo bastante larga para que me diera tiempo a asentir—. La mayoría no trabaja para el ciudadano, se deja sobornar. Pero esperaba que cooperaran y trabajaran para mí. Me han mandado un becario con las fotos de mi hija. Un universitario. He llamado...

—¿A quién ha llamado?

—Al comisario. Al alcalde.

—¿Han hablado con usted?

Su carcajada sonó como una tos amarga.

—Me han estado dando largas. Me han tenido dejando recados a secretarias, hablando con recepcionistas. Están comunicándose más con la prensa que conmigo. Hace una hora ha sonado el teléfono y era una periodista. Llamaba para saber mi opinión, lo que pensaba acerca de que mi hija se hubiera suicidado.

—¿Qué cree que está pasando?

—No lo sé, Crowe. Pero tiene que ser algo de muy arriba. Si así es como me tratan, a Olivia Gravesend, «la zorra de hierro», que tiene comprados a la mitad de los cargos electos de este estado, el lío en el que se metió Claire, fuera lo que fuese, debió de ser gordo.

De entre los muertos

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