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Pasé otros diez minutos hablando con la señora Gravesend en la sala de armas, luego ella tocó un timbre y el mayordomo vino a por mí. Me llevó por un pasillo de mármol y subimos una escalera hasta la puerta de la habitación de infancia de Claire. Movió el picaporte para que viera que estaba cerrada con llave.

—La limpiamos una vez después de que Claire se marchara en diciembre —dijo el anciano. Antes de atender al timbre debía de haber estado haciendo algo fuera, porque iba con abrigo y lo llevaba salpicado de lluvia—. Después de que llegara la primera carta, la señora Gravesend la cerró.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Pensó que Claire no iba a volver?

—No dijo eso.

Pero debió de considerar la posibilidad. Quizá tuviera otros motivos, pero había tomado medidas para preservar las pruebas. Aunque no era indicio de culpa, sí era raro. Debió de haber algo en las cartas de Claire que la inquietara más allá de lo que sus palabras pudiesen denotar.

—¿Conocía usted a Claire?

—Desde pequeña.

—¿Le ha sorprendido lo ocurrido?

—Por supuesto, señor.

—¿Por qué?

—A la gente como los Gravesend no deberían pasarles esas cosas, ¿no cree?

—¿A quiénes deberían pasarles?

—A nadie, señor. Pero es extraño que sucedan aquí.

—Lo es.

Sacó un llavero y, extendiendo todas las llaves en la palma de su mano, buscó la correcta y abrió la puerta. La empujó, pero no entró.

—¿Qué piensa usted? —pregunté—. ¿Cree que Claire se metió en algún lío?

—No me lo pareció en diciembre —contestó—, pero sabiendo lo que sé ahora, que huyó, que se tiró de una azotea, supongo que sí, que se metió en algún lío.

—Pero no tiene ni idea de en qué...

—No, señor.

—¿Ha leído las cartas?

—No, señor.

Entré en el dormitorio y encendí la luz. El mayordomo cerró la puerta.

Me planté delante del armario de casi tres metros y medio de alto, giré la llavecita de latón que habían dejado puesta en la cerradura y lo abrí. Estaba prácticamente vacío: Claire debía de haberse llevado a Boston su ropa favorita. Probablemente se llevó todo lo que le importaba: diarios y cartas; regalos de personas a las que quería y a las que no deseaba olvidar... Exploré de nuevo la estancia. Encima de la cama había colgado un Klimt firmado y con un marco vistoso. Dudaba que fuese una reproducción. En la estantería que había sobre su escritorio, tenía novelas que quizás hubiera leído para una clase de literatura del instituto: Tolstói, Austen, García Márquez... También había una colección considerable de libros de cubierta brumosa y letras de pan de oro. Aquel era el dormitorio de una adolescente. Pero en el tiempo transcurrido desde que se había marchado de casa, Claire se había convertido en una jovencita. En una persona distinta, quizá. Boston sería el lugar más interesante donde buscar.

Aun así, me volví hacia el armario vacío. Había unos cuantos uniformes escolares: blusas blancas, faldas tableadas y blazers azul marino. Hurgué en la ropa doblada de los cajones inferiores, pero no encontré nada. Calcetines de deporte emparejados y enrollados en una bola, braguitas de algodón, camisetas...

En el tocador a juego encontré media docena de lápices de labios cuyos colores abarcaban un rango limitado entre el rosa coral y el rojo sangre. Había un frasco casi vacío de Dead Sexy, con una calavera y unos huesos cruzados estampados en el frontal. En dos de los cajoncitos había una colección de delineadores de cejas y diversos útiles de acicalamiento chapados en oro: cortaúñas, pinzas y tijeras. Encontré un cepillo de pelo y, al sostenerlo hacia la luz, vi un pelo rubio atrapado entre sus cerdas. Se lo había arrancado de raíz. Podría resultarme útil. Saqué de la cartera un tique de compra y envolví el pelo rubio con él, luego lo metí detrás de una tarjeta de crédito cuyo límite ya había superado. Lo guardaría ahí por si lo necesitaba.

Del resto de la habitación no saqué nada y cuanto menos hallaba, más buscaba. Levanté el colchón y miré debajo del somier; saqué todos los cajones por completo y los examiné por debajo. Descorrí las cortinas y me asomé a la ventana, pero no había escapatoria por allí, solo una buena caída al mar.

Si Claire hubiera querido suicidarse tirándose por una ventana, no le habría hecho falta irse a los apartamentos Refugio, en pleno Tenderloin. Le habría bastado con volver a casa.

—¿Señor...? —Me aparté de la ventana y vi al mayordomo en el umbral de la puerta, mirando fijamente el colchón volcado y los cajones apilados en el suelo—. Si ha terminado aquí, el chófer del señor Gardner lo llevará de vuelta a la ciudad.

Me había olvidado del chófer. Miré la hora y comprobé que ya era casi medianoche.

—La señora Gravesend me ha dicho que iba a darme unas cartas de Claire.

—Ya están en el vehículo del señor Gardner.

—¿Son copias u originales?

—Originales, señor.

—¿Cuándo podré ver la casa de Boston?

—Tendrá que preguntárselo a la señora Gravesend, señor.

—Eso voy a hacer —dije. Enfilé el pasillo pasando por delante de él—. ¿Sigue en la sala de armas?

—No, señor —contestó el mayordomo—. Me temo que ha salido.

—¿Por los preparativos del funeral?

El mayordomo contestó mirándose los zapatos.

—Creo que ha ido a la misión del Carmelo.

—Entiendo —manifesté, dirigiéndome a las escaleras. Al ver que el hombre me seguía, añadí con un manotazo al aire—: No se moleste... Sé por dónde ir.

—No me cabe duda —replicó, pero fue pisándome los talones hasta la puerta.

De vuelta en el Range Rover, encendí la luz del techo y abrí el paquete que Olivia me había dejado dentro. Encontré un sobre con las llaves de la casa de Boston. La dirección de Beacon Street estaba escrita en la solapa del reverso. Entendí que podía ir cuando quisiera. Luego, vi las seis cartas breves de Claire. Las había escrito en un papel blanco ordinario y siempre con el mismo bolígrafo, me pareció, probablemente todas de una sentada para ir enviándolas después a lo largo de los seis meses. Olivia podía confirmar si era su letra, pero eso no significaba que su hija hubiera escrito las cartas voluntariamente. Podía haberlo hecho al dictado, con una pistola clavada entre los omóplatos.

En cualquier caso, la primera carta era exactamente como la había descrito Olivia Gravesend.

Madre:

Voy a dejar los estudios un tiempo. Siempre puedo volver después. Lo que tengo que hacer ahora no puede esperar. No te preocupes por mí. No llames a la policía. Sé cuidarme sola; tú me has enseñado a hacerlo.

Claire

Las cinco siguientes eran variantes de la primera. «No te preocupes, madre, lo tengo todo bajo control. Debo hacer esto y luego seguiré por donde lo había dejado». Y en la última, la de hacía una semana, insinuaba que ya casi había terminado, que casi había logrado lo que anduviera buscando. «Dos días —escribió—. Quizá tres».

Las misivas eran anodinas. No había miedo en ellas. Apenas contenían información. De haberlas escrito en los años cincuenta, yo habría llegado a la conclusión de que estaba embarazada, se había refugiado en un hogar para madres solteras y volvería en nueve o diez meses. Seguía siendo una posibilidad. Claire estaba sometida a presiones en las que la mayoría de las jóvenes de su tiempo no tenían que pensar. Su madre podía privarla de ciento ochenta millones de dólares por cualquier motivo.

Pero yo había visto a Claire. A lo mejor no fui la última persona que la vio con vida, pero sí el último que la tocó cuando aún estaba caliente. No estaba embarazada de seis meses, con lo que no habría tenido sentido que faltara un semestre entero a clase para abortar.

El asunto del que había estado ocupándose no debía de ser un embarazo imprevisto. Pero podía ser algo de ese tipo. Un novio problemático. Una boda rápida con su luna de miel disparatada. Aunque me costaba imaginar que cualquiera de esos escenarios pudiera culminar con un salto al vacío desde la azotea de un edificio del Tenderloin. Lo único que encajaba en el estilo de vida de Claire era el Rolls y por lo visto no era más que una insólita coincidencia.

Me quedé dormido en algún lugar al norte de Salinas y no me desperté hasta que el chófer se detuvo despacio y tocó el claxon. Miré por la ventanilla y distinguí los escalones que conducían a mi despacho. Pensé en golpear con los nudillos el cristal de seguridad y pedirle que me llevara a mi apartamento de Chinatown, pero al pobre ya se le había alargado bastante la noche. Tendría que madrugar para llevar a Jim al juicio. Así que bajé y pasé por encima de un vagabundo dormido en el primer escalón. Llevaba tiras de esparadrapo blanco en los dos antebrazos, como si lo único que le quedara por vender fuese su propia sangre. Al verlo, pensé de nuevo en Claire y en lo profundo que había caído. Al menos el tipo de mis escalones aún estaba por encima del suelo.

De entre los muertos

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