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Voy a tomarme la licencia de retrotraerme un poco para explicar algunas cosas.

Esa primavera me había alojado cinco semanas en el Westchester, un hotelucho en el núcleo podrido del Tenderloin. Aunque no me sobra el dinero, tampoco suelo moverme por barrios marginales. Fui allí por trabajo. Tenía un encargo y pasé todo el mes de mayo viviendo entre una prostituta medio jubilada y un yonqui impenitente. Compartíamos el baño del pasillo. Las paredes del edificio eran delgadas, con lo que también compartíamos todo sonido posible. A simple vista, teníamos cosas en común: los tres evitábamos la recepción por diversos motivos, no gastábamos en lavandería... El empleado de noche de la tienda de bebidas alcohólicas más próxima podría habernos señalado en una rueda de reconocimiento. Pero a diferencia de mí, seguramente mis vecinos no habían levantado las tablillas del suelo para instalar micros y cámaras espía en el techo de los inquilinos del piso inferior. No pasaban las noches escuchando conversaciones susurradas, anotando nombres en clave en un cuaderno. Mis vecinos eran más honrados que todo eso.

El ascensor del Westchester no funcionaba y el hueco estaba repleto de basura: jeringuillas y botellas de alcohol, pañales de adulto y envases de comida a domicilio de Meals on Wheels para impedidos. Las escaleras eran oscuras, pero funcionaban. Conducían a una reja de hierro forjado a pie de calle que se abría a Turk Street. Por las mañanas, antes del amanecer, solía bajar las escaleras, cruzar la verja y deambular por unas cuantas manzanas para asegurarme de que no me seguían. Cuando tenía la certeza de estar completamente solo (y uno puede llegar a sentirse muy solo en el Tenderloin antes del alba), me dirigía al Civic Center, donde tengo un despacho con dos habitaciones, cerca de los juzgados. Los juzgados atraen a la clase de personas que necesitan lo que yo vendo.

Pero en cinco semanas solo tuve un cliente. Madrugaba todo lo posible. Llegaba al despacho temprano y revisaba el correo. Ojeaba mis mensajes y pagaba los recibos pendientes. Debía seguir con mi vida. Llamaba al destinatario de mis facturas y firmaba mis cheques. Después volvía corriendo a mi puesto de escucha en el Westchester antes de que se hiciera de día.

Eso iba a hacer el primer martes de junio cuando salí por la verja y eché un vistazo a los vehículos aparcados en Turk. Me preocupaban más las furgonetas sin ventanillas. Son las más fáciles de localizar: FONTANERÍA JOE estarcido en las puertas, y media docena de agentes del FBI y de la DEA escondidos dentro, agazapados alrededor de monitores de vídeo y hablando por radio. Pero si estaban ahí, yo no los divisé. Di una vuelta a la manzana y, cuando me pareció que todo estaba despejado, giré al oeste, hacia Van Ness y mi despacho.

A medio camino distinguí el coche, aparcado enfrente, delante de los apartamentos Refugio. No era un vehículo cualquiera: un Rolls Royce Wraith, objeto de una súbita metamorfosis, de recién estrenado a destrozado. Supuse que había sido un accidente y crucé para verlo mejor. Curiosidad profesional. Lo mío no era exactamente la caza de ambulancias para buscar nuevos clientes, pero al acercarme comprobé el desacierto de mi primera impresión. El Rolls no había recibido un impacto frontal, ni lateral.

La parrilla cromada y el capó gris ahumado estaban intactos. El techo, en cambio, se había hundido hasta las manetas chapadas en oro. En la abolladura yacía una rubia perfecta, con un vestido de cóctel negro que transparentaba y brillaba a la luz de las farolas. No observé sangre alguna, salvo en el pie izquierdo, donde le había corrido por el gemelo hasta el talón. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados y el pelo esparcido en abanico por el Wraith. Llevaba un pequeño bolso de noche enroscado en la muñeca derecha y le faltaba un zapato, que habría perdido en la caída; y las uñas del pie pintadas de blanco, nacarado, como el interior de una concha.

Eché un vistazo a mi alrededor. Al otro lado de la calle, tendido en un lecho de cajas aplastadas, había un hombre. Vestía un mono de esquí negro y estaba dormido o inconsciente. Cinco semanas en Turk Street y, con el viento a favor, ya podía oler al del mono de esquí a dos manzanas de distancia. Si el estruendo de una mujer estampándose en un coche había logrado despertarlo, no lo había perturbado lo suficiente para mantenerlo despierto. Y él y yo éramos los únicos que estábamos por allí, al menos en la calle; no había forma de saber si alguien observaba desde una ventana oscura, así que ni lo intenté.

Me acerqué un poco más. La mujer no respiraba. Le puse con cuidado los dedos bajo la barbilla y le presioné la garganta en busca de la carótida. Aunque aún estaba caliente, no tenía pulso. Volví a mirar a un lado y a otro de la calle, luego al Refugio.

Catorce plantas. Un edificio de ladrillo centenario, con soportales en los dos pisos inferiores. No había ventanas abiertas por encima del vehículo aplastado, pero sí cornisas. Podía haber salido a una de ellas y cerrar la ventana después. O haberse tirado de la azotea. Pero nada de eso explicaba su bolsito de charol, ni su vestido vaporoso, ni el coche carísimo en el que había aterrizado. Nada de eso tenía sentido en Turk Street, delante del Refugio. Catorce plantas de chinches y falsas alarmas de incendios. Coches patrulla acercándose con sigilo en plena noche para interrumpir disputas domésticas o entregar órdenes de registro sin previo aviso. Era mejor que el Westchester, pero tampoco mucho más.

Me aparté y me acuclillé en la acera. Crujieron bajo mis pies los cristales rotos del parabrisas y decidí no arrodillarme. Deposité en el suelo mi mochila y la abrí. Cuando abandonaba el Westchester, no me gustaba dejar nada a la vista. Las cámaras espía y los micros estaban ocultos, y parte del equipo de grabación cabía bajo las tablillas del suelo, pero nunca salía de allí sin el portátil y la cámara. Saqué la Nikon y la configuré para retrato nocturno, sin flash.

Oí una sirena, pero en el Tenderloin eso podía significar cualquier cosa.

Me puse en pie e hice cinco fotos de la rubia suicida en su lujoso lecho de muerte, después retrocedí diez pasos para sacarla con los apartamentos de fondo y que se viera también la calle. Podría decirse que mi trabajo consiste en hacer fotografías. La mayoría de las veces nadie lo ve, salvo mis clientes, pero si se presenta la ocasión, no tengo reparos en vender una imagen al Chronicle o a cualquier otra entidad dispuesta a pagar. Tras el divorcio, y sobre todo desde que volví aquí, he estado viviendo como un forajido. Me conformo con lo que pueda conseguir. Y en lo relativo a fotografías, consigo un montón, porque a menudo estoy en el sitio perfecto.

Vi al hombre al bajar la cámara. Venía por la acera, empujando un carrito negro repleto de cajas plateadas, pero se había detenido en seco y miraba espantado el coche. No supe si veía a la chica o no. Tardó un momento en reparar en mi presencia y luego observó la situación, escudriñando primero mi cámara y después el Rolls aplastado.

—¿Quién demonios es usted?

—Nadie —contesté—. Un tipo que estaba dando un paseo. ¿Y usted?

No respondió, pero se acercó. El cristal crujió bajo sus deportivas. Vestía pantalones de lona y camisa de franela, y un chaleco encima con muchos bolsillos. Llevaba una gorra de béisbol con el logo de una productora que yo no conocía. Por un instante pensé que me había topado con algún rodaje, pero no había luces, ni camiones blancos, ni vallas que impidieran aparcar en la calle. Además, la muerta no era de atrezo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando recobró el aliento.

—Ya estaba así cuando llegué —dije—. ¿El coche es suyo?

Negó con la cabeza.

—Estoy jodido. Jodidísimo.

Sacó el móvil y deslizó el dedo por la pantalla, como tratando de decidir a quién llamar primero.

—¿Estaban juntos, usted y ella? —pregunté.

—¿Ella?

Señalé el coche con la cabeza y el hombre se acercó despacio. La vio y se apartó enseguida.

—¡Madre mía!

—¿No la conoce?

—No la he visto en mi vida.

Me hice a un lado para encuadrar la imagen y, cuando tuve al de la productora junto a la chica con el coche de fondo, levanté la cámara e hice una foto.

—¡Oiga! —exclamó, volviéndose hacia mí—. ¿Qué demonios...?

—Para la prensa.

Enfilé por Turk. No me llamó, ni tampoco vino a por mí. Al final de la siguiente manzana, vi aparcada una camioneta con el logo de la productora en un lateral. En la zona de carga había un chico que, con la ayuda de una linterna, organizaba el material de vídeo. Si solo eran ellos dos y el Wraith era de alquiler, la empresa no debía de ser gran cosa. Bajé el bordillo y apoyé la mano en la parte posterior de la camioneta.

—Buenos días —dije, y el chico levantó la cabeza—. ¿Para qué es el coche?

—Para una sesión de fotos —contestó—. Para un anuncio en una revista.

Continuó organizando el material. Había apartado seis parasoles blancos y seguramente andaba buscando trípodes y flashes con mando a distancia. Y andaba a lo suyo como si no hubiera nada intrínsecamente raro en vender un coche de medio millón de dólares con el telón de fondo de un edificio de viviendas de protección oficial. Igual hasta convencían al del mono de esquí para que completara el decorado.

—Creo que deberías cerrar esto con llave e ir a echar un ojo a tu jefe —dije—. Tiene un problema.

—¿Que tiene qué?

—Y llévate el móvil para poder llamar a Emergencias.

Al oír eso, volvió a levantar la vista. Le hice una foto, con flash esta vez, para que se le viera la cara dentro de la camioneta oscura. Luego, por si acaso, tomé una de la matrícula antes de reanudar la marcha.

La puerta de mi oficina estaba a continuación de un tramo de escaleras, entre la de un veterinario y la de un prestamista. Yo había colgado un pequeño rótulo en el soportal.

AGENCIA LELAND CROWE

INVESTIGACIONES PRIVADAS

Subí los escalones y abrí con la llave, apartando de un puntapié el correo del día anterior. Crucé la recepción (vacía, porque no tenía recepcionista) y entré en mi despacho. Metí la tarjeta de memoria de la cámara en la ranura de mi ordenador de sobremesa y pasé diez minutos organizando y editando las fotos. Mi cliente podía esperar un poco.

La rubia suicida era bonita, y las fotos también.

El techo del coche la había frenado y se había combado a su alrededor, sujetándole los brazos y las piernas. Como no estaba desparramada en el asfalto, no parecía un cadáver. Se la veía muy serena. Una mujer dormida en una cama de acero. Yo había capturado la imagen desde distintos ángulos y con diversas exposiciones: planos en los que se veía la sangre del pie, los cristales rotos y las curvas de debajo del vestido, y que podrían dar mucho juego en la prensa amarilla si resultaba ser famosa; y otros en los que se apreciaba la escena pero la sangre estaba borrosa, para la prensa familiar.

Agarré el teléfono y empecé a llamar a editores fotográficos con los que había trabajado. No necesitaba el dinero con desesperación. Con mi encargo estival del Westchester, estaba más forrado que nunca. Pero un solo invierno de vacas flacas e inanición me había hecho desarrollar ciertos hábitos de por vida. No hay que dejar pasar las oportunidades; no se deja comida en la mesa.

Así que llamé a esos editores, empezando por los que tenían más pasta, y negocié.

De entre los muertos

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