Читать книгу De entre los muertos - Jonathan Moore - Страница 8
3
ОглавлениеUna hora más tarde, ya había firmado, escaneado y enviado por correo electrónico un contrato estándar. Mi fotografía estaría en internet antes de las nueve y en los expositores de las tiendas de comestibles dentro de tres días. La revista Just Now! me pagaría mil dólares, con un plus del doscientos por cien si la mujer resultaba ser una «persona de relevancia», concepto escrupulosamente definido en la página tres del contrato, que probablemente habría redactado algún abogado de Wilshire Boulevard al que la tarea le sorprendía tan poco como el que se vendiera un Rolls Royce aparcándolo en un barrio marginal. Y yo, por mucho desdén que quisiera fingir, terminaría cobrando el cheque cuando llegara.
Hecho eso, volví a coger el teléfono y llamé a Jim Gardner, el abogado que había comprado todo mi tiempo ese verano. Contestó al primer tono, sentado ya a su mesa a las seis y media de la mañana. Pues claro. Acababa de empezar un juicio y el testigo estrella de la acusación estaba a punto de subir al estrado.
—Buenos días —dije, apresurándome a interrumpir su saludo rutinario—. Justo a tiempo. Tengo algo.
Se hizo un breve silencio. Estaría pensando cómo quería sonar en caso de que el FBI le hubiera pinchado la línea, algo no del todo imposible, y menos aún si el gobierno tenía idea del trabajo por el que Jim me estaba pagando.
—¿Está de servicio, señor Crowe?
Cuando Jim Gardner estaba en modo juicio, hasta la más mundana de sus preguntas sonaba crucial y trascendente. Había presentado el caso el día anterior, con lo que estaba ya muy metido en su papel. Y sabía que podía estar actuando para un público mayor.
—Sí, letrado —contesté—. Esta llamada es privada y confidencial.
—No me basta con eso. ¿Ha tomado café?
Había un tipo en la tercera planta del Westchester que vendía crack desde su habitación. Lo embolsaba en condones que gorroneaba del API Wellness, el centro médico municipal de Polk Street. Eso era lo más parecido al café que había en mi hotel.
—El conserje me ha recomendado que esta mañana busque en otro lado.
Colgué. No me hizo falta preguntar dónde íbamos a vernos. El sitio ya estaba acordado de antemano.
—Anoche tuvimos una reunión a puerta cerrada —estaba diciendo Jim—. No fue como esperaba.
Estábamos sentados a ambos lados de la mesa del gerente de un taller mecánico abandonado. A través de la cristalera cubierta de telarañas se veía el suelo de hormigón manchado de grasa. La única luz provenía de una claraboya por la que se paseaba sin parar una paloma. Toc, toc, toc, toc, toc, toc.
Jim tenía una llave de aquel sitio porque alguien de su bufete se había encargado de ejecutar la hipoteca. Nos reuníamos allí con la frecuencia suficiente como para que yo también tuviera una.
—Nammar va a llamar a DeCanza a primera hora de esta mañana —continuó Jim—. Como es un buen fiscal, pensé que pasaría con él todo el día, pero terminará a las tres.
—¿Harás un descanso después?
Jim se pasó la mano por el pelo, gris y rizado en las puntas. Con su fuerte hablar arrastrado, sus espaldas anchas y su grueso anillo universitario, debían de tomarlo a menudo por entrenador de fútbol.
—La jueza quiere ceñirse a su agenda. O que lo haga yo. Aún no la conozco lo suficiente para saberlo. En cualquier caso, tras el testigo de Nammar, debo tomarle declaración yo. Sin descansos. Así que espero que tengas algo.
Al empezar a las tres, Nammar estaba obligando a Jim a dividir sus preguntas en dos días. Los miembros del jurado lo oirían dos horas al final de la vista, se irían a casa y se olvidarían, y Jim pasaría la noche en vela preguntándose si tendría que volver a exponer sus argumentos del día anterior o darlos por perdidos y pasar a lo siguiente. Yo tenía una solución.
—Nammar estuvo de visita anoche —dije—, acompañado del agente White. Pasaron tres horas y media con DeCanza, instruyéndolo. Amenazándolo. Tengo audio y vídeo.
—No puedo usarlo. No lo quiero. Bórralo.
—Vale.
—Pero cuéntamelo todo, por favor.
—DeCanza va a enterrar a Lorca.
—¿Quién es Lorca? —preguntó—. No conozco a nadie que se llame así.
—Si tú lo dices...
No servía de nada discutir con él. Jim había elegido aquella oficina abandonada porque no estaba pinchada y los federales no la conocían, pero había líneas que no estaba dispuesto a cruzar. Su cliente tenía una versión de los hechos y a Jim le correspondía venderla. Donde fuera.
—Háblame de DeCanza —dijo.
—Era un pez gordo. El segundo al mando, básicamente. Lorca, tu hombre, no era solo una voz al teléfono, ni un rumor, sino un rostro visible. Trabajaban codo con codo. Así que está al tanto de los hechos. Algo que tú ya sabías.
Repasé con Jim los puntos principales. DeCanza había empezado como todos: haciendo de mula y llevando paquetes al norte, al otro lado de la frontera. A los tres viajes sin que lo pillaran, decidieron confiarle el transporte de dinero en efectivo. Pero era un tío listo y avispado: cuando la DEA empezó a utilizar puestos de escucha y radares de detección subterránea para localizar los túneles de la frontera, DeCanza contrató a una cuadrilla de los astilleros de Baja California y se montó el chiringuito en el desierto mexicano. Su primer submarino tenía catorce metros de eslora y se hundió en el mar de Cortés; el segundo tenía veintiocho e hizo tres viajes antes de que la tripulación lo hundiera al divisar a los guardacostas. Pero para entonces DeCanza y Lorca habían sobornado a tantos agentes de aduanas que ya no necesitaban submarinos: podían cargar sus productos en aviones comerciales y enviarlos directamente a Nueva York. Habían reemplazado el efectivo por criptomoneda, que podía moverse sin ser detectada.
De haber formado parte de una empresa estadounidense en vez de un cártel internacional, DeCanza habría ocupado un cargo relevante: director financiero, vicepresidente o algo así. Pero al cártel le daban igual los cargos. Excepto el que tenía ahora, uno que nadie quería: el de rata.
Sin DeCanza, las acusaciones del gobierno eran completamente circunstanciales. Todo se podía explicar. El cliente de Jim era un empresario de San Francisco. El nombre de Lorca no constaba en su carné de conducir californiano. No constaba en ninguna parte. Con lo que, si DeCanza se evaporaba, también lo haría la posibilidad del gobierno de condenarlo. Los que contrariaban a Lorca solían desaparecer. Ese verano, yo me la había estado jugando. Le había seguido la pista a una rata chaquetera y había puesto ojos y oídos en su habitación. Si Lorca hubiera sabido lo del Westchester, la acusación habría perdido ya un testigo estrella. No era mi intención convertirme en cómplice de asesinato, por eso, para protegerme y proteger a Jim, solo le había contado lo que podía permitirse saber.
—Es una buena hoja de ruta —dijo Jim—, pero no me estás animando nada. ¿Qué tienes de verdad?
Lo había conseguido hacía una semana. Me lo había reservado, pero mi intención siempre había sido contárselo cuando llegara el momento.
—No habrías querido saberlo demasiado pronto —le dije—, así que me lo he guardado y te he ahorrado un dilema moral.
—Eso ya lo puedo hacer yo solito.
—Pero mi implicación no depende de ti —repuse—. Lo que significa que, si quieres que te lo cuente, debes aceptar las condiciones de uso.
—¿A qué te refieres?
—O lo usas hoy o te olvidas. Si no es hoy, no lo vas a utilizar. Empleándolo ahora mismo, sin previo aviso, sin comentarlo con tu cliente, tendrás una oportunidad. Si él no se entera hasta que lo sepa el gobierno, mañana no tendrás más sangre en las manos que ahora mismo.
—Acepto.
Como esperaba, accedió, aun sin saber de lo que le hablaba. Necesitaba esa información, y probablemente entendía que le estaba ofreciendo una ventaja. No hacía falta ser un genio para deducir qué forma adoptaría. Había una moneda que se cotizaba mejor que cualquier otra en el mercado de las ventajas: la vida de un inocente. Las mujeres eran oro y los niños, diamantes.
—Tienen prisionero a DeCanza —dije—. Es su testigo, pero eso no significa que les caiga bien.
—Tampoco me sorprende.
—No ha visto la luz del sol desde mediados de mayo. Está encerrado en un cuchitril del Tenderloin. Llamarlo piso franco sería exagerar. Le llevan la comida dos veces al día. Pasan a verlo cada dos horas y, además, le han puesto un localizador en el tobillo, que le quitarán cuando vaya al juicio hoy y, si preguntas por ello, negará su existencia. Le concederán inmunidad, pero supeditada a una condena. Lo que significa que lo tienen cogido por las pelotas: si declara lo que ellos quieren, pero tu cliente se va de rositas, no hay trato.
Jim tamborileaba con los dedos en el escritorio destrozado.
—Puedo entrar en eso —dijo—. Aunque lo niegue y asegure que lo tienen en el Holiday Inn, mermará su credibilidad. Pero tienes algo más.
Pues claro que tenía más. Me daría vergüenza mandarle mis facturas si no tuviera más que eso.
—Ha estado suplicando un teléfono —contesté—. Lleva un mes haciéndolo, lo pide todos los días.
—¿Y para qué lo quiere?
—A ellos no se lo ha dicho, pero a mí sí, porque piensa en voz alta. Quiere hablar con su mujer.
—Se supone que está muerta.
Lo hice esperar un poco. Soplé el café y di un sorbo. Miré el móvil.
—Supongo que te refieres a lo de México D. F. —dije—. Al edificio de apartamentos que saltó por los aires.
—Dos soplones la vieron en el balcón.
—Estaba en la séptima planta y ellos a dos manzanas de distancia. ¿Sabes lo de las pruebas de ADN?
Jim se me quedó mirando, procesando la información.
—¿Tiene noticia de ello Nammar? —preguntó al fin.
—No tiene ni idea.
Dejó de tamborilear.
—Y tú ¿cómo has averiguado todo esto?
—Le he dado a DeCanza lo que quería —respondí—: un teléfono.
Había sido una operación relativamente sencilla. Fácil, aunque lo más sucio que había hecho en mi vida.
DeCanza recibía visitas periódicas de media docena de agentes del FBI y de tres ayudantes de la abogacía del Estado, Nammar entre estos. A todos les había pedido un teléfono y se lo habían negado. Aunque uno de ellos podría haber roto filas y habérselo dado en secreto, ya que de allí entraba y salía gente de sobra como para facilitarle el anonimato y la negación. Así que esperé a que fuese al baño, bajé las escaleras, abrí la cerradura de su cuarto con una llave maestra y un destornillador y le dejé un móvil en la cama.
De nuevo arriba, me quité los guantes de látex y lo observé por la cámara oculta en el techo. Su alojamiento era tan minúsculo como el mío y, cuando volvió del baño, tardó tres segundos en ver el móvil. Miró por la habitación y se acercó a la ventana. Se quedó quieto un minuto, con la cabeza gacha. Luego, metió el teléfono debajo del colchón.
Tres días después aún no lo había usado, así que esperé a que fuera a ducharse, me colé de nuevo en su cuarto y le dejé una botella de whisky, de esas de tipo petaca. De vuelta arriba, en un nítido blanco y negro, lo vi encontrar la botella e inspeccionar el precinto. No la vació en el retrete, ni se paseó consternado por la habitación. La abrió, la olisqueó una vez y empezó a beber.
Dos horas más tarde, levantó el colchón y sacó el móvil. Lo examinó un rato. Lo encendió. Y luego, de memoria, marcó un número.
Era una trampa, claro.
El móvil era la mitad de un par que yo había comprado en Chinatown. Había pagado a un hacker independiente para que los sincronizara, con una copa delante, sentados en un cubículo del San Lung Lounge. Tardó menos en hacerlo que en beberse el mai tai. Yo le di un sobre con billetes de veinte dólares y listo.
De modo que, cuando DeCanza llamó a su mujer, lo vi y lo oí en tiempo real.
Fue poco cauto. Ningún veterano del programa de protección de testigos debería tocar jamás un teléfono inteligente. Aquel tipo no tenía lo que había que tener. Yo le estaba ahorrando tiempo y sufrimiento.
—Busqué el número e hice algunas averiguaciones —le dije a Jim—. Llamó a un fijo de las afueras de Eagle Pass, Texas. Un rancho de unas dos mil hectáreas, escriturado a nombre de una firma con sede en las Islas Caimán. Los socios son todo sociedades limitadas extranjeras con nombres absurdos y apartados de correos. Te puedes imaginar quién es el propietario. El título de propiedad está limpio, con lo que la venta se hizo al contado. Hace cinco años, cuando a DeCanza le iba de lujo.
Le pasé por la mesa una copia de la escritura.
—¿Y la mujer que cogió el teléfono? —preguntó Jim.
—Maria Lucinda DeCanza —dije yo—. Vive allí con el hijo de diecinueve meses de ambos.
—¿También el niño está vivo?
—Se le oía de fondo.
Jim Gardner miró la escritura. La cogió de la mesa, le echó un vistazo y se la guardó en el maletín. No era un buen hombre, porque de serlo no habría hecho lo que estaba haciendo. Y tampoco yo era un angelito, porque de serlo no habría confiado en que hiciera lo correcto con la información que acababa de proporcionarle.
—Pásate si quieres por la vista —dijo Jim.
Agarró el maletín y salió de aquel taller en ruinas. A los cinco minutos, hice lo mismo.
Volví al Westchester. Mi trabajo allí había concluido y, si la vista oral no llegaba a buen puerto, puede que Nammar y el FBI se preguntaran quién había estado vigilando a DeCanza y cómo. Me convenía desalojar mi habitación, retirar el equipo de vigilancia, limpiar de huellas las superficies y dejarlo todo como debería haber estado: con botellas de bebidas alcohólicas vacías, latas de cerveza aplastadas y envoltorios de comida para llevar amontonados como ventisqueros en los rincones y debajo de la cama. Tenía una mochila llena de basura, lista para esparcir.
De camino, pasé por los apartamentos Refugio. Conté diez coches patrulla, dos Ford de incógnito que seguramente eran de inspectores de homicidios y una ambulancia en espera. Una furgoneta del depósito de cadáveres se ponía en marcha. La rubia suicida estaba embolsada y etiquetada, pero el Wraith seguía en la acera. Alguien lo había rodeado de conos de tráfico y había tendido un precinto policial amarillo de un cono a otro. Levanté la cámara y observé a través del objetivo mientras el obturador hacia clic. Del portal salió un hombre, de constitución delgada, pelo oscuro y con un traje tan desgastado que brillaba. Un inspector de homicidios. Se abrió paso entre los agentes y vi que me miraba. Bajé la cámara y seguí andando.