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ОглавлениеA las diez de la mañana, me fui a casa por primera vez en cinco semanas. Anduve desde el Tenderloin hasta Union Square, cambiando pensiones de mala muerte y tiendas de bebidas alcohólicas por artículos de lujo y vinotecas, y luego enfilé Grant Avenue hacia Chinatown. Mi hogar era un piso de un dormitorio en la tercera planta de un edificio sin ascensor situado sobre una marisquería. Desconecté la alarma con el mando del llavero y entré. Incluso aquel hogar, mi nuevo comienzo, estaba contaminado por el pasado. Formaba todo parte de un continuo, sin límites claros.
Hacía seis años, cuando mi matrimonio había fracasado, me habían puesto en la calle sin otra cosa que mi ropa, tres dedos rotos y una carta del Colegio de Abogados de California que confirmaba mi inhabilitación. Podría haber sido mucho peor. Me había acercado a un juez suplente del Tribunal Supremo y le había arrancado casi todos los dientes. Sentado en el asiento trasero del coche patrulla, una hora después, la prisión y la multa me parecieron inevitables. Pero tanto el padre de Juliette como su futuro marido creyeron oportuno tenerme callado. Así que en vez de ir a la cárcel y arruinarme, salí ganando. Cincuenta de los grandes por cada diente. El mismo día en que la jueza hacía pública la sentencia de divorcio en el registro electrónico del tribunal, me llegó un cheque de mi exsuegro. El chófer de toda la vida de Juliette me lo trajo al vestíbulo del Oakland Marriott y me ofreció su espalda, erguido y enjuto, para que firmara el recibí. Puede que en el Marriott nadie se diera cuenta, pero los huéspedes del Westchester enseguida habrían sabido lo que era aquel talón: un soborno.
Fue un trato fácil. El nuevo marido de Juliette necesitaba mantener su credibilidad ante los votantes de California; seguramente su exmujer había salido aún mejor parada que yo. En mi caso, prefería el dinero al derecho de poder hablar de mi ex. Ni siquiera quería pensar en ella. La pasta me vino muy bien. Pasé los dos primeros meses abriéndome cuentas en los bares de La Paz, México. Me recuerdo tumbado boca arriba, contemplando las sombras de un ventilador de madera en el techo de mi habitación. Bebí mezcal hasta perder el sentido, hasta que, por fin, empecé a encontrarme bien. Me recuperé en un motel del desierto y emprendí el regreso al norte.
Aún me quedaba mucho dinero. Como estaba en paro, no podía pedir una hipoteca, pero sí comprar una casa al contado. Con cinco ventanas a Grant. Me tapaba un poco las vistas el rótulo de neón que anunciaba el restaurante South Seas Golden King Seafood. Parpadeaba toda la noche, con sus tubos dorados y rojos.
Oía el zumbido de aquellos caracteres chinos incluso en sueños. Cuando cerraba los ojos en cualquier otro sitio, el silencio me hacía despertar sobresaltado.
Como no tenía otra cosa que hacer, me preparé un baño. Para poder poner el tapón de goma en la bañera, tuve que dejar correr por las tuberías cinco semanas de agua turbia. En la nevera no había nada, solo condimentos y una solitaria cerveza Tsingtao. La abrí y me metí en la bañera. En el Westchester, no había querido reconocer que tenía miedo, pero ya en casa lo admití. Había violado la ley antes, normalmente para Jim Gardner, pero nunca me había pasado tanto de la raya. Jamás había hecho nada que enfureciera al FBI o a un fiscal federal, ni había camelado a un testigo del gobierno para que desvelara el escondite de su esposa. Podría haberme callado esa última parte, para proteger a una mujer cuyo único error, que yo supiera, había sido casarse con el hombre equivocado. Eso habría sido lo correcto, y Jim me habría pagado mis honorarios cuando correspondiera. Pero se lo había dicho. Ni siquiera lo había dudado.
Hasta entonces nunca había pensado que uno pudiera ser a un tiempo honrado e inmoral, pero ya no tenía tan claro que esos atributos se excluyeran mutuamente. Y tampoco sabía ya de qué lado se inclinaría la balanza si ponía en ella mi carácter.
Cuando se enfrió el agua, me sequé con la toalla, encendí la luz y me afeité en el lavabo. Volvía a parecer yo, pero me sentía igual que cuando había despertado aquella mañana para darme el último paseo de madrugada desde el Westchester. Eso me recordó a la rubia suicida, al agua de lluvia que le encharcaba los ojos y le perlaba la melena.
Estuve pensando en ella intermitentemente hasta las tres y cuarto, momento en que fui a ver cómo Jim Gardner empezaba a tomar declaración a su testigo. Entonces me asaltaron otras preocupaciones más inmediatas, problemas propios.
Llegué allí demasiado pronto.
La sala número cinco de la planta diecisiete del edificio Phillip Burton estaba en silencio cuando entré. Como esperaba, todos los asientos ya se encontraban ocupados. Era un juicio mediático. Había de por medio casi tantos muertos como dinero y los únicos políticos que no hacían acusaciones eran los que se habían ido misteriosamente de la ciudad. Entre la multitud, reconocí a un reportero de la KTVU y al redactor de sucesos del Chronicle, habituales de los juzgados. Estudiantes de derecho, jubilados sin nada mejor que hacer. Abogados mal pagados en busca de algo que rascar. Había también seis hombres sentados uno al lado del otro en la primera fila, detrás de la mesa de Nammar. No les veía la cara, pero llevaba toda la primavera mirándoles el cogote. Eran los escoltas que el FBI había asignado a DeCanza.
Uno de ellos, el agente White, se volvió. Yo no había hecho ruido al entrar, pero puede que notara la corriente. Me miró a los ojos. A su espalda, detrás de la barandilla, permanecía Nammar, plantado ante el atril instalado entre ambas mesas. DeCanza se hallaba en el estrado de la derecha de la jueza. Jim estaba a la izquierda de su cliente, con la barbilla apoyada en la mano.
—¿Y el hombre al que usted conocía como Lorca, del que llevamos hablando todo el día, se encuentra en esta sala? —preguntó Nammar.
—Sí, señor.
—¿Podría señalárselo al jurado, por favor?
El agente White dejó de mirarme por fin. No quería perderse aquella parte. Habían pasado la primavera preparando a su testigo para ese momento.
—Está allí. —Lo señaló DeCanza—. El del traje negro. Ese es Lorca.
—¿Está usted seguro?
—Del todo. Lo he estado viendo a diario durante quince años. Fue a mi boda. Lo acompañé el día en que murió su hijo.
—¿Le resulta fácil identificarlo?
—¿Quiere decir que si me agrada hacerlo?
—¿Le agrada?
—Me siento como una rata.
—¿Le tiene miedo?
Pensé que Jim protestaría, pero ni siquiera levantó la vista.
—No es un hombre simpático, si se refiere a eso. No lleva bien los contratiempos.
—Entonces, está siendo usted valiente sentándose aquí a declarar.
—O igual me quiero morir. Sé lo que hace ese hombre.
—¿A los tipos como usted que dicen la verdad?
—A los tipos como yo, sí.
Nammar había estado mirando al jurado mientras planteaba sus preguntas, pero de pronto se dirigió a la jueza.
—Nada más, señoría —dijo—. No hay más preguntas.
La jueza Linda Kim se volvió hacia Jim y lo miró por encima de sus gafas de pasta negra.
—¿Letrado?
—Gracias, señoría —dijo él.
Se levantó y, cogiéndose las manos a la espalda, enderezó los brazos para estirar los hombros. Con Jim todo eran señales para el jurado. Supuse lo que aquello debía de significar: que se había aburrido, ahí sentado cinco horas, escuchando las mentiras de DeCanza. Mentiras que sería tan fácil aplastar como a una mosca desorientada. No le preocupaba nada, salvo que aquello retrasara su cena.
Se acercó al atril. No llevaba ningún papel.
—Buenas tardes, señor.
Jim Gardner se había mudado a San Francisco al terminar la carrera de derecho. Hasta entonces, había vivido en algún pueblo perdido de Misisipi. A los dieciséis años, su voz grave y cadenciosa le había proporcionado un empleo grabando anuncios radiofónicos para empresas de toda la región. Concesionarios de coches y boleras de Tupelo, un club de estriptis de Slidell... Fue su voz la que lo sacó de Misisipi. Nada más empezar a tomar declaración al testigo ya tenía al jurado pendiente de sus preguntas.
—¿Sabe usted quién soy?
—El abogado de Lorca.
—Represento al señor Alba —repuso Jim, señalando a su cliente—, pero él no conoce a ningún Lorca.
—¡Protesto! —intervino Nammar—. Si quiere demostrar eso, que suba a Lorca al estrado.
—Señor Gardner —instó la jueza a Jim—, formule su primera pregunta, por favor.
—Gracias, señoría. Y si se me permite responder al señor Nammar, ya tengo a Lorca en el estrado. En este preciso instante.
—¡Protesto! —exclamó Nammar, levantándose de un brinco.
—Tiene usted lo que estaba buscando —espetó la jueza Kim. Luego, se volvió hacia Jim—. Haga la pregunta.
Jim asintió con la cabeza. Se dirigió al jurado.
—Se llama Albert DeCanza, ¿sí o no?
—Sí.
—¿Ha tenido alguna vez un alias?
—Mis amigos me llaman Al.
Jim se rio a la vez que el jurado. Entonces rodeó el atril y se situó delante. No se permitía en los tribunales federales, pero la jueza no se lo impidió y Nammar tampoco protestó.
—¿No es cierto que usted es el usufructuario de todas las acciones de Aguila Holding Corporation?
A DeCanza le duró el gesto frívolo otro segundo, dos, quizás. Había oído la pregunta, pero le estaba costando procesarla. Cuando lo hizo, se quedó como desinflado. Pasaron diez segundos más, una eternidad en un tribunal. Siguió sin contestar.
—¿Le repito la pregunta? —dijo Jim.
—En mi vida he oído hablar de ese holding.
—A ver si lo he entendido bien —terció Jim—: ¿en su vida ha oído hablar de Aguila Holding Corporation? Se trata de una empresa con sede en las Bahamas que se registró como sociedad extranjera en Texas hace cinco años, tres meses y dos días. ¿No ha oído hablar de ella en su vida? —DeCanza se limitaba a negar con la cabeza—. Debe contestar de viva voz. A la taquígrafa, esa encantadora señora que tiene enfrente, le dan ardores si no.
—No he oído hablar de ella en mi vida —contestó DeCanza, mirando el vaso de agua que tenía delante. Luego, retiró las manos del estrado y se las cogió por debajo.
—¿Dónde estaba usted el 23 de marzo de 2014?
—No sé.
—Curioso. Su memoria ha sido excelente durante las últimas cinco horas —comentó Jim—. Permítame que le pregunte algo: ¿cuál es el aeropuerto más próximo a Eagle Pass, Texas?
—No sé —repitió DeCanza. Miró a Nammar, pero este se había vuelto de lado y susurraba por encima de la barandilla a dos de los agentes del FBI de la primera fila.
—No sabe —dijo Jim—. Vale, probemos con esto: ¿quiénes son los directivos de Ranch Four Corporation? Por si le refresca la memoria, se constituyó en las Islas Caimán y está registrada como sociedad extranjera en Texas, el 23 de marzo de 2014.
Nammar se puso en pie.
—Señoría —dijo—, ¿podemos acercarnos al estrado?
—Le he hecho una pregunta al testigo —insistió Jim—. Y me gustaría que contestara.
La jueza miró a Jim y a Nammar, luego a DeCanza, al que de pronto le brillaba la frente, cubierta por una fina capa de sudor.
—Responda la pregunta.
DeCanza la miró. Negó con la cabeza, con los ojos vidriosos, muy abiertos.
—¿Cómo era...? ¿Me la podría repetir? —preguntó, mirando a la taquígrafa.
Sin esperar a que la jueza diera su consentimiento, la taquígrafa leyó la última pregunta de Jim, recostado en la parte delantera del atril. Nammar había vuelto a sentarse y conversaba en susurros con los federales.
El testigo seguía negando con la cabeza.
—No sé —dijo una vez más—. En mi vida he oído hablar de esa empresa, así que no conozco a los directivos.
—Entonces, permítame que le pregunte...
Nammar se levantó e interrumpió a Jim:
—Señoría, ¿podemos acercarnos ahora?
—De acuerdo.
La jueza alargó la mano más allá del mazo y pulsó un interruptor. Se oyó un ruido blanco por los altavoces del techo, situados sobre el jurado y el público. Cuando Jim y Nammar se aproximaron a hablar con ella, fue imposible escuchar lo que decían. Pero sí imaginarlo. Nammar pretendía saber: «¿Adónde demonios quiere llegar con esto?» y Jim le decía: «No hace falta que le haga un croquis. Es su puñetero testigo. Si no sabe adónde quiero llegar, es culpa suya». El intercambio duró un minuto. DeCanza, solo y olvidado en el estrado, parecía a punto de salir corriendo hacia la ventana más próxima para tirarse por ella. Aunque estuviéramos en la decimoséptima planta.
Cuando la jueza detuvo el ruido blanco y los abogados volvieron a su sitio, no fui capaz de deducir qué había resuelto. Los dos letrados se mostraban impasibles. Jim ocupó su puesto delante del atril. Nammar se sentó y se giró hacia el más joven de los ayudantes del fiscal, sentado a su izquierda.
—Señor DeCanza —continuó Jim—, ¿su rancho de las afueras de Eagle Pass dispone de aeródromo?
Nammar se levantó de inmediato.
—¡Protesto! —Luego, en voz más baja, añadió—: Carece de fundamento. Además, el letrado ha dicho que le iba a preguntar por unas empresas extranjeras.
—Y los holdings a los que pertenecen —contestó Jim—. Estoy seguro de haber mencionado los holdings.
—Que el testigo responda la pregunta.
—¿Aeródromo? Ni siquiera sé de qué rancho me habla.
—¿No tiene un rancho en Eagle Pass?
—No.
Jim regresó a su mesa y cogió una carpeta fina. Se la llevó al atril y la abrió. Con parsimonia. Debía dejar que el jurado se preguntara qué tipo de documentos estaba a punto de revelar. Y lo que era aún más importante, inquietar a DeCanza.
—¿Insinúa que no sabe nada de un rancho de diez mil doscientas veinte hectáreas a las afueras de Eagle Pass, Texas? —En ese instante, Jim volvió la vista a la carpeta e inspeccionó la primera página con la yema del dedo—. ¿Tres edificios habitables, un aeródromo y un hangar que cambiaron de manos el 23 de marzo de 2014?
DeCanza llevaba un rato mirando a Nammar, pero este o hablaba con el letrado que lo acompañaba o susurraba a los federales que tenía a su espalda. No estaba viendo que su testigo se quedaba sin argumentos. De modo que se volvió hacia su otro único salvavidas posible: el cliente de Jim. Desde atrás, no pude ver si el hombre reaccionaba. Puede que asintiera discretamente con la cabeza. Tal vez fueran solo imaginaciones mías.
—Yo no... Es que...
Jim dio tres pasos hacia delante.
—Recapitulemos —dijo—. Hace un par de minutos, cuando hemos empezado, le he preguntado por sus alias. ¿Ha tenido alguna vez un alias, señor?
El testigo se miró las muñecas. Las tenía pálidas: había pasado demasiado tiempo encerrado últimamente. E iba a pasar mucho más.
—Sí.
—¿Ha tenido un alias?
—Sí.
Jim avanzó un paso más.
—¿Qué alias, señor?
DeCanza volvió a mirar hacia la mesa de la defensa y luego fijó la vista en su vaso de agua. Si su primer testimonio se hubiera parecido en algo a las declaraciones que había hecho en el Westchester, habría pasado buena parte de la mañana contándole al jurado cómo lidiaba Lorca con sus enemigos. Sus medios de comunicación eran barrocos. Empezaba con herramientas eléctricas y cinta americana, y después venían las bolsas de escorpiones y un arcón de tamaño considerable. Pero todos sus mensajes terminaban igual: con un cadáver desmembrado quemándose en un barril de aceite mientras algún esbirro avivaba las llamas y añadía combustible hasta que no quedaba nada. DeCanza lo sabía, porque se había visto implicado en todas las fases del proceso.
Entonces lo vi pensar, en tiempo real. Nammar no sabía que su mujer y su hijo seguían con vida. Nadie los protegía. Podía ceñirse a su versión de los hechos y luego todo quedaría en una carrera hasta Eagle Pass. Los hombres de Lorca contra los federales. Jim, con sus cordiales ademanes sureños, le estaba facilitando la decisión: que se arrodillara, sacrificara su cabeza, en ese instante, y salvara la vida a su mujer y a su hijo, o que defendiera la verdad y se atuviera a las consecuencias.
Su vida a cambio de la de ellos.
—¿Qué alias usaba, señor? —insistió Jim.
—Lorca.
—¿Podría repetirlo? Lo ha pronunciado tan bajo que no sé si nuestra encantadora taquígrafa lo habrá oído.
DeCanza no se atrevía a levantar la vista. No quería ver a Nammar y tampoco quería que nadie lo viera mirar hacia la mesa de la defensa.
—Lorca —dijo, un poco más alto esa vez.
Escuché la última respuesta de DeCanza cuando ya me iba. A mi espalda, Jim volvía a hablar. Abrí la puerta de la sala. Entró un chorro de aire frío del pasillo.
—¿Por qué no rebobinamos? —estaba diciendo Jim—. Retrocedamos a hace unos minutos, cuando ha señalado a mi cliente...
Según salía, miré atrás. El agente White se había girado de nuevo. Pelo blanco rapado, nariz rubicunda, ojos negros de mirada penetrante. Me siguió observando hasta que cerré de nuevo la puerta.