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ОглавлениеDesperté cuando sobrevolábamos algún lugar del Medio Oeste. El avión sorteaba una tormenta, había turbulencias y yo estaba pensando en el agente White. No me había dejado nada olvidado en el Westchester, de eso estaba seguro, pero cabía la posibilidad de que White me viera por el barrio. Quizás encontrara a algún huésped del hotel dispuesto a identificarme como el hombre que había pasado cinco semanas en la sexta planta. Si se le ocurría registrar la habitación que había ocupado, no encontraría nada. Si conseguía una orden de registro de mi apartamento o de mi despacho, tampoco encontraría nada. Había tirado todo el material de vigilancia y todas las tarjetas de memoria a un contenedor del Tenderloin.
A esas alturas, probablemente ya le habrían apretado las tuercas a DeCanza. Quizá se habían enterado de lo del móvil y el whisky. El teléfono era de segunda mano, pagado en efectivo. Como comprar un arma en la calle. No iban a rastrear el número de serie para localizar la tienda y luego pillar mi jeta en una cámara de seguridad. Por otro lado, White no parecía de los que se rinden. No vas tras un tipo como Lorca si eres de los que se dejan vencer por las dificultades.
Había subido al avión con la esperanza de dormir un poco y al aterrizar apenas había pegado ojo.
Ya era media tarde cuando cogí un taxi. No había reservado habitación en ningún hotel, ni tenía vuelo de vuelta, ni planes de ninguna clase. Lo más cerca que había estado de Boston había sido en un viaje a Washington D. C. que habíamos hecho con el colegio.
Cuando compraba el billete la noche anterior, había echado un vistazo a un mapa de la ciudad para orientarme un poco. Me situé enseguida. Entramos por un túnel, salimos a un laberinto de callejuelas y, a los quince minutos, el taxista giró hacia Beacon. A la izquierda, teníamos el parque Common y, a la derecha, una fila de adosados de ladrillo y piedra roja, algunos con jardineras bajo las ventanas y unos cuantos con la Betsy Ross, una de las primeras versiones de la bandera nacional, en mástiles que la hacían sobresalir hacia la acera. Habría apostado a que todas aquellas casas costaban diez veces más de lo que yo ganaría el resto de mi vida.
Vi River Street al fondo. Estábamos a un centenar de metros de la casa de Claire.
—Aquí mismo está bien —dije.
El taxista se acercó a la acera y detuvo el vehículo. En cuanto le pagué, bajé y crucé al lado del parque. Caminé la última manzana y media hasta la residencia de los Gravesend en Boston y me quedé a la sombra de un arce para echar un vistazo a la finca. Casi todas las casas de aquella zona de Beacon eran de ladrillo rojo, pero la de los Gravesend estaba hecha de suave piedra gris y la fachada principal se curvaba suavemente como la caja de un violín. La puerta de entrada estaba por encima del nivel de la acera y se llegaba a ella mediante unos escalones. La vivienda tenía cinco plantas y un tejado de pizarra. Podría haber sido el consulado de algún pequeño principado europeo. Un país con dinero para malgastar: Mónaco, San Marino...
Las ventanas no estaban tapadas: no había persianas ni cortinas. Tampoco había luces encendidas en el interior, pero sí unos farolillos de latón bruñido a ambos lados de la puerta, en cada uno de los cuales titilaba suavemente una llama de gas. Volví al cruce y pasé a Beacon. En vez de subir los escalones que conducían a la puerta de Claire, me dirigí a la de sus vecinos de al lado. Toqué el timbre y esperé. No tenía otra cosa que hacer. A los dos minutos, volví a llamar. La segunda vez se abrió la puerta y apareció una joven. Llevaba en brazos a un bebé desnudo, envuelto en una toalla. El pelo pegado de la criatura chorreaba agua.
—Perdone —dijo—, no podía abrir.
—No pretendía molestarla —contesté yo—. Me llamo Lee Crowe y necesito hacerle unas preguntas.
Le enseñé mi carné de investigador privado, que no era otra cosa que una tarjetita verde claro con mi nombre y mi número de registro que el sello del estado de California hacía parecer oficial. La había plastificado en una copistería y la llevaba en una funda de piel con una foto a la izquierda que le daba aún mejor aspecto.
—Mire —dijo la mujer mientras el bebé se retorcía contra su pecho, escondiendo la cara en su cuello—, esta no es mi casa. Solo trabajo aquí, así que...
—No tiene nada que ver con usted, ni con él —manifesté—. Trabajo para la dueña de la casa de al lado —añadí, señalando la vivienda contigua—. La señora Gravesend.
—¿Se refiere a Claire?
—¿La ha visto por aquí recientemente?
—Ayer —contestó.
«Ayer». Claire había muerto, en la otra punta del país. Disimulé mi sorpresa.
—No lo entiendo —dije.
—Yo estaba allí arriba. —Como sostenía al niño con los dos brazos, no podía señalar. Alzó la vista. Seguí sus ojos hasta un mirador con tres ventanas en la tercera planta de la vivienda de su empleadora—. Sentada junto a la ventana. Y Claire subió los escalones y llamó con los nudillos a su propia puerta. Y luego la aporreó, dándole palmadas fuertes con ambas manos. Esperó cinco minutos y después cruzó la calle.
Seguí sus ojos por segunda vez. Miraba el arce bajo el que yo me había cobijado antes.
—¿Y entonces...?
—Yo no estaba muy atenta, la verdad. Estaba meciendo al niño. La vi ahí un rato y de pronto se había esfumado. Pensé que igual se había dejado las llaves dentro.
—¿A qué hora fue eso? —pregunté.
—No sé. Ayer por la tarde. Antes de las seis, porque yo aún estaba aquí. A las seis hago un descanso para cenar —dijo. Se quedó pensativa, con el rostro tenso—. ¿Le ha pasado algo? ¿Por qué me pregunta por ella?
—¿Seguro que era Claire?
—A ver... sí.
—¿La conoce bien? —pregunté.
—No mucho —respondió. Se pasó al niño a la cadera y empezó a botarlo—. Pero hablábamos de vez en cuando. Y ayer, cuando llamaba a su puerta, llevaba el pelo recogido, como en un moño, así que le vi las cicatrices de la nuca.
—¿Unas cicatrices redondas?
—Sí.
—¿Alguna vez le dijo Claire de qué eran?
—¿No ha comentado antes que trabajaba para ella...?
—Trabajo para su madre —contesté—. ¿Le contó alguna vez de qué eran las cicatrices?
—No la conocía mucho —respondió, retirándose hacia el interior de la casa—. No soy quién para meterme en sus asuntos. No debería haberle contado nada.
Agarró la puerta y, al verme alargar la mano, la cerró de golpe enseguida. La oí echar los cerrojos.
—Gracias por su tiempo —le dije a la puerta—. Se lo agradezco.
Fui a una tienda a comprar un cargador y una caja de guantes de látex, luego di un paseo por Beacon Hill. La canguro no tardaría en salir a cenar. Teniendo en cuenta cómo había terminado nuestra conversación, no quería que, apostada junto al mirador, me viera entrar en casa de Claire. Si nuestra charla la había hecho sospechar lo bastante como para buscar a Claire en Google, a saber qué sería capaz de hacer después.
Yo no sabía por dónde tirar, ni cómo interpretar lo que me había contado. No me había parecido que mintiera y prefería pensar que la confundía con otra persona. Pero cuando había mencionado las cicatrices de la nuca... Quizá se equivocaba de día. Lo que había visto podía haber ocurrido hacía dos días, en cuyo caso a Claire le habría dado tiempo a coger el último vuelo a San Francisco. Habría llegado poco después de las diez de la noche y habría dispuesto de seis horas para merodear por el Tenderloin hasta encontrar el Refugio. Al menos eso era factible. La única alternativa era del todo improbable: que horas después de que muriera Claire alguien anduviera por Boston haciéndose pasar por ella.
Deambulé por un callejón estrecho de casas más pequeñas. Cocheras, quizás, o dependencias del servicio. Traté de imaginar cómo habría sido la vida de Claire en aquella ciudad. Había llegado con solo dieciocho años y, de pronto, se había convertido en la señora de una mansión de cinco plantas en Beacon Street. Veinte millones de dólares en el banco y nadie a quien dar cuentas. Era un milagro que hubiera aguantado tanto. Yo, con la misma edad y en esas circunstancias, a las dos semanas ya habría estado sin blanca, muerto o en la cárcel.
A las seis y media, volví a Beacon Street, me dirigí a la casa de Claire con la llave ya en la mano enguantada, abrí la inmensa puerta maciza de roble y entré. En cuanto cerré, desapareció el ruido de la calle. La luz de la claraboya iluminaba una pared de ladrillo de seis metros de alto que tenía delante. Un retrato del coronel Gravesend me miraba desde arriba. Tenía el pelo oscuro de Olivia y unas facciones finas y afiladas. Alargué el brazo para echar los cerrojos y luego bajé la vista. Habían encerado el suelo de madera, pero la superficie pulida estaba cubierta de una fina capa de polvo. Me arrodillé para quitarme los zapatos y quedarme en calcetines, y percibí en el aire un resto de perfume.
Empecé por abajo y fui subiendo. La casa entera se había remodelado por completo desde que el coronel la comprara o la mandara construir. El sótano era un salón-bar. Alfombra blanca, muebles tallados en arce claro. Unas puertas de cristal retráctiles conducían a un patio hundido, con una chimenea cubierta de enredadera y una mesa con bancos. Todo el exterior estaba construido con piedra natural, y unas losas gruesas como traviesas. Volví al interior, detrás de la barra. Los estantes del bar acogían bebidas alcohólicas de todo tipo. También estaba bien surtida la bodega, que encontré al levantar una trampilla que había detrás del minibar y bajar una escalera de roble hasta una gruta abovedada de ladrillo apenas iluminada. Todas las botellas estaban cubiertas de polvo. Saqué una al azar y dirigí la etiqueta hacia la luz del techo. Era un oporto de Vale do Douro, de 1922. La dejé en su sitio con cuidado. Habría un millar en aquella bodega y ni un solo hueco vacío en los botelleros. Claire debía de haber invertido su tiempo libre en desarrollar otras aficiones.
Hasta la cuarta planta, no hallé prueba alguna de que Claire hubiera vivido realmente en aquella casa. Las inferiores eran un museo, muy del estilo de la mansión de su madre en Carmel: cocina de catálogo, comedor formal, biblioteca con sala de billar, chimenea en todos los cuartos de invitados con leños de abedul apilados de forma artística en el hogar impoluto... Las camas estaban hechas, pero olían a moho.
En la cuarta planta, encontré el dormitorio de Claire. Su ropa estaba colgada en el armario y sus útiles de aseo se hallaban esparcidos por el baño. Lápices de labios de suave color carne, un desodorante transparente en barra, un frasquito de pastillas sin etiqueta con tres anfetaminas, único indicio, de momento, de que una verdadera estudiante universitaria hubiera habitado aquel lugar. Vi un frasco de perfume y lo cogí para oler el vaporizador. Era el mismo que había percibido al entrar en la casa.
Unas escaleras más estrechas y empinadas llevaban de la cuarta a la quinta planta, que sin duda había sido un desván antes de que lo transformaran en un loft iluminado por un tragaluz. Claire lo había convertido en su estudio. Había un escritorio en el centro, donde llegaba más luz solar. Las cuatro paredes estaban forradas de librerías que no vi repletas de volúmenes encuadernados en piel, impresos y adquiridos para su exposición, como los de la biblioteca de la segunda planta. Aquellos eran para leerlos y, a juzgar por sus lomos, los habían leído.
Según Olivia, Claire se estaba especializando en inglés, pero por lo visto, eso no era lo único que le interesaba. Recorrí la habitación, con la cabeza ladeada para poder visualizar los títulos: The Making of the Atomic Bomb; Darwin, A Life; The Feynman Lectures on Physics; The Second Creation... La colección revelaba una clara tendencia. En su vida privada, Claire se estaba especializando en física y genética.
Cogí un volumen de la estantería: A Crack in Creation. El autor era un profesor de Berkeley, pero nunca me había cruzado con él. Pertenecía al departamento de biología molecular y celular, y yo solo había pasado por allí gracias a una beca de boxeo. Lo hojeé rápidamente por si Claire había dejado alguna nota o había subrayado algún pasaje, pero si el texto le había suscitado algún comentario, lo había guardado para sí misma.
Devolví el libro a su sitio y me senté al escritorio, que tenía un cajón para lápices en el centro, con el típico surtido de bolígrafos, notas adhesivas y clips en una bandeja de plástico. Levanté la bandeja y encontré un sobre pegado al fondo. Lo despegué, lo saqué y lo abrí sobre el vade de piel. Salieron de él otra llave de latón de la casa y una más pequeña. En el sobre no ponía nada. Volví a meterlo debajo de la bandeja y me guardé las llaves en el bolsillo.
Abrí el cajón más grande y encontré un montón de cuadernos de rayas. Los saqué, los puse encima del vade y los conté. Treinta y cinco, de cien hojas cada uno, todas ellas llenas de esa delicada caligrafía que ya conocía de las cartas que Olivia me había entregado. Al parecer, en la era de las tabletas y los portátiles, la heredera tomaba sus apuntes a mano.
Miré la hora en mi reloj y luego eché un vistazo al tragaluz que tenía encima. Las nueve y por fin era de noche. Bajé cuatro tramos de escaleras. Había visto un paquete de café en la cocina y seguro que había un molinillo y una cafetera de émbolo en alguno de los armarios. Podía lavarlo todo, tirar los posos al triturador del fregadero y no quedaría ni rastro. Era importante porque en algún momento registrarían aquella casa. Cuando el inspector Chang supiera de su existencia, querría ir personalmente. Salvo que hubiera algún problema de presupuesto, la policía de San Francisco lo mandaría allí en un par de días.
Debía darme prisa en hacer lo mío.
Me desperté poco después de las tres de la mañana. Al principio, no sabía qué me había sacado de mi atontamiento, pero entonces mi móvil volvió a emitir su gorjeo. Me había quedado traspuesto en la silla de Claire y allí seguía. Incorporándome, aparté los cuadernos abiertos y agarré el teléfono. El gorjeo era un mensaje de texto, enviado por el sistema de alarma de mi casa.
Alerta de movimiento a las 12:21.
Tardé un instante en caer en la cuenta de que el sistema me avisaba con la hora de California, es decir, que me alertaba de algo que estaba sucediendo en ese preciso instante. Llegó un segundo mensaje: una fotografía, de la cámara de la cocina, que parecía una alarma de incendios, pero no lo era. Abrí la foto y vi a un hombre en el salón, junto a la puerta de mi dormitorio. No se le distinguía la cara. O la foto estaba borrosa o él llevaba una media en la cabeza. Sostenía un taladro inalámbrico y había dejado una bolsa negra al borde de mi sofá.
El agente White. Hijoputa.
No me cupo la menor duda de que estaba siendo testigo de un «trabajito de bolsa negra», al estilo federal. Si llevaba una media en la cabeza, White no tenía orden de registro, pero eso no le impedía ponerme escuchas en las paredes de mi apartamento. Estaba pensando en llamar a la policía de San Francisco para denunciar el allanamiento cuando oí un ruido abajo: la puerta de la calle que se abría y se volvía a cerrar. Fue rápido y silencioso, un clic y después otro. No lo habría escuchado si hubiera estado dormido.
Me acordé de los zapatos, que me había dejado en el recibidor, a medio metro de la puerta. La casa olía a café porque me había hecho tres cafeteras. Quienquiera que hubiese entrado o ya sabía que yo estaba dentro o era imbécil. Exploré la estancia en busca de un arma. Claire no tenía más que libros allí arriba. En el escritorio había bolígrafos, un par de adoquines que ella había reutilizado como sujetalibros, pero abajo, en su dormitorio de la cuarta planta, había algo mucho mejor. Me levanté y me moví con todo el sigilo del que fui capaz, bajando las escaleras de dos en dos con la esperanza de que no crujieran.
Entré en el cuarto de Claire, lo crucé hasta la chimenea y agarré el atizador. Entraba luz suficiente de la calle para ver el reloj. Habían pasado veinte segundos. Volví a la puerta, me pegué a la pared y agucé el oído.
Lo oí subir las escaleras: aunque sus pasos eran suaves, no se había quitado los zapatos. Llegó al descansillo de la cuarta planta y se detuvo. Si había estado vigilando desde la acera de enfrente, habría visto el resplandor de la lámpara de lectura por el tragaluz y, ya al pie de las escaleras que conducían a la quinta planta, la luz que venía de arriba. Si él subía, yo podría bajar sin que me viera.
Contuve la respiración hasta que lo escuché dirigirse al desván. Entonces salí con cuidado del dormitorio y esperé junto a las escaleras, con el atizador en la mano derecha. Vi una sombra, pero no al hombre. Me relajé. Lo tenía acorralado en el desván, con la casa entera, y la salida, a mi espalda. Además, yo tenía todo el derecho del mundo a estar allí. Mi clienta era la propietaria de la casa y me había proporcionado las llaves. Él, fuera quien fuese, no podía decir lo mismo.
Mientras dudaba de si darle una voz o no, a cuatro mil trescientos kilómetros de distancia, en San Francisco, el agente White decidió por mí. Debía de haber entrado en mi dormitorio en ese instante, a colocarme un segundo micrófono. Tenía otra cámara en forma de alarma de incendios sobre el armario, configurada para que me avisara si detectaba movimiento.
Me sonó el móvil en el bolsillo.