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Si alguna vez uno contrata a un investigador privado, antes de quejarse de sus honorarios debe pensar que la mayor parte de su dinero lo invierte en un techo que lo cobije. Además, las fuentes solo aceptan dinero contante y un investigador, al menos uno bueno, tiene ojos en todas partes. En cuanto uno se descuida se ha gastado un dineral y los sobornos no son precisamente deducibles.

Uno de mis primeros descubrimientos en materia de control de gastos fue el turno de noche. Los trabajadores nocturnos o perciben menos riesgo o tienen menos que perder. En todo caso, sus nóminas no son equiparables a las de sus homólogos diurnos y suele entusiasmarlos más un trabajillo extra o un plus económico. Lo que quiero decir es que tenía el palacio de Justicia de Bryant Street bien cubierto después del anochecer.

Mi acceso secreto a la unidad de homicidios era un empleado de la limpieza que solía deambular por la sexta planta en torno a las tres de la madrugada. Elijah iba de despacho en despacho, empujando un cubo de basura con ruedas y una mopa por el laberinto de cubículos. Cuando nadie lo veía, era asombrosamente rápido con la cámara del móvil. En la oficina del forense tenía a Cynthia Green. Como encargada de custodiar los registros, disponía de espacio propio y de acceso al escáner.

Aún estaba en la azotea del Refugio cuando saqué el móvil y empecé a mandar mensajes. Le pedí a Cynthia todo lo que hubiera de Claire Gravesend y a Elijah lo que encontrara de la joven que se había tirado de los apartamentos Refugio y había aterrizado en un Rolls Royce Wraith la madrugada anterior. Los dos me contestaron antes de que llegara a la planta baja que me conseguirían lo que pudieran.

Fui a Union Square, donde podía encontrarse algo de comer a cualquier hora. Me senté a la barra del Pinecrest Diner y me tomé tranquilamente cuatro cafés y una tortilla Denver. El tipo sentado a mi lado se marchó enseguida y dejó allí el periódico. Lo agarré, pero lo solté en cuanto comprobé que era antiguo. Lo podía mirar en el móvil.

En la página web del Chronicle no había nada sobre Lorca, y a mí me parecía genial. Si aquel suceso moría en un rincón, yo mandaría flores. En cambio, sí había un artículo sobre Claire Gravesend, con una foto que no había hecho yo: dos agentes de policía flanqueando a un inspector de paisano, los tres saliendo del Refugio. Llevaban guantes de látex y unas mascarillas que ya se habían apartado de la cara. En el pie de foto se identificaba al inspector como Frank Chang. El artículo no contaba nada que yo no supiera ya: que una joven heredera posiblemente se había suicidado tirándose de la azotea de un edificio de viviendas y se había estampado contra un coche de lujo aparcado en la acera. La policía no había dado declaraciones y en el momento de redactar la noticia el informe forense aún no se había hecho público.

Le mandé un mensaje a Elijah, que seguramente estaba a punto de terminar su ronda por Homicidios: «Mira en la mesa de Frank Chang, que es quien lleva el caso».

Comparado con Elijah, Cynthia Green lo tenía fácil en el despacho de la forense: desde la tranquilidad de su propio puesto de trabajo, trataba de localizar un archivo alfabetizado en un sistema que gestionaba ella misma. Elijah buscaba notas tomadas por múltiples agentes en una investigación en curso. Hurgaba en las bandejas de documentos y en los escritorios de los inspectores. Lo que necesitaba no iba a estar en un solo sitio porque la investigación acababa de empezar. En las primeras veinticuatro horas, los documentos y las notas se encontraban esparcidos por todo el departamento. Estaban en las libretas de los agentes, en el salpicadero de un coche patrulla o en la cabeza de algún poli que aún no había tenido tiempo de anotarlo. Crucé los dedos para que algo se hubiera filtrado ya al inspector Chang y Elijah lo encontrara.

Guardé el teléfono y pagué la cuenta.

Busqué un taxi y me dirigí al aeropuerto. A medio camino, empezó a llegarme un correo electrónico detrás de otro. Elijah y Cynthia tenían resultados.

Junto a la puerta de embarque, empecé a tomarme el quinto café mientras repasaba por segunda vez las imágenes de Elijah. Había hecho fotos de todos los documentos de la bandeja del inspector y estaba claro que Chang era un hombre ocupado: un informe de balística de un tiroteo sin resolver en Valencia, la declaración de un testigo del mismo tiroteo, una citación para declarar en lo que parecía un caso de derechos civiles contra uno de los agentes de Chang, una carta manuscrita de un preso de Folsom que aseguraba conocer al asesino de un golpe cometido en North Beach en el año 1977 y, enterradas en todo aquello, dos páginas de anotaciones manuscritas del sargento Luke Gifford sobre los resultados de una expedición puerta por puerta en el Refugio.

Como yo, la policía se había centrado en las viviendas esquineras del lado derecho del edificio. A diferencia de mí, el sargento Gifford había entrado en todas ellas, de la 201 a la 1401. Iba acompañado del conserje del edificio, que le había franqueado todas las puertas que no habían abierto sus inquilinos. El registro de Gifford no se ajustaba a la Cuarta Enmienda, pero eso daba un poco igual. No había encontrado nada, con lo que no había pruebas que invalidar.

Sus anotaciones me abrían las puertas que me había encontrado cerradas esa mañana.

El 201: Estelle Ramírez. Testigo. Me enseña el carné de identidad y me invita a pasar. Le pide al conserje que se quede fuera. Camas improvisadas en el suelo. Seis niños en un dormitorio. Todos oyeron el estrépito, pero ninguno se asomó. Supusieron que habían chocado dos coches. No sabe la hora exacta; no tienen relojes. Nunca habían visto a la víctima en el edificio. La testigo accede al registro, nada de interés.

El 301: vacío desde abril. El conserje abre la puerta. El anterior inquilino se dejó dentro la basura. Nido de ratas debajo del fregadero. Ningún artículo de la víctima.

El 401: abre la puerta Simone Anderson. El conserje dice que la testigo es la inquilina y que tiene diecinueve años. Moratones en el cuello, en la cara... No son recientes. El conserje le dice que hay que registrar su apartamento. Nos deja pasar. Un colchón en el dormitorio. Ventana tapada con cartones. La testigo dice que trabaja por las noches y tiene que evitar la luz. Nunca ha visto a la víctima ni en el edificio ni por el barrio. Estuvo fuera hasta las ocho de la mañana. No vive nadie más en ese apartamento ni lo usa otra persona. El conserje lo confirma. La testigo accede al registro: nada.

Las anotaciones de Gifford seguían, diez plantas y diez apartamentos más. La anciana de la silla de ruedas del 1201 se llamaba Leola Cummings. Si el sargento reparó en que era una prisionera forzosa, no lo anotó. Pero tampoco se lo reprochaba. Antes de llegar a Leola, había pasado por otros once apartamentos igual de malos. Gifford también había inspeccionado la azotea y había observado que la puerta no estaba cerrada. Los de la Científica habían buscado huellas por todo el edificio.

En la azotea, junto a la balaustrada a la que Claire se habría subido para tirarse, Gifford había encontrado una botella de Seagram’s 7, que había metido en una bolsa para mandarla al laboratorio. Si en la botella había huellas o ADN de la víctima, tendrían una primera línea de investigación. No serviría para demostrar ni descartar nada, pero sería un comienzo.

Aparte de la botella, Gifford no había recogido ninguna otra prueba del Refugio. Y salvo por la botella no había encontrado nada, ni en ningún apartamento ni en la azotea, que pudiera relacionarse con Claire. Aún no había llegado a una conclusión al respecto cuando me topé con el informe preliminar de la autopsia. Las diez primeras páginas eran fotografías. Al llegar a la segunda, ya me había olvidado por completo del sargento Gifford y de su registro.

Durante cinco minutos, me limité a mirar las fotos. Cuando los miembros de la compañía aérea anunciaron por megafonía el embarque prioritario, me aparté de la cola de pasajeros y me fui al fondo de la sala. No me apetecía que mis compañeros de vuelo oyeran aquella conversación.

—¿La he despertado? —pregunté cuando contestó.

—¿Es Crowe?

—Sí.

—Tiene novedades.

—El inspector a cargo de la investigación es un tipo llamado Frank Chang...

—Eso ya lo he visto en el periódico.

—Y tengo las anotaciones de su agente durante el registro puerta por puerta del Refugio, además de toda la documentación que había en la bandeja de su escritorio —añadí—. Hago algo más que leer la prensa. Y se lo digo por una cosa: seguramente irá a verla hoy. Está en un callejón sin salida. Su próximo paso más lógico es visitar a alguien que conociera a la víctima.

—Entiendo.

—¿Le va a hablar de las cartas de Claire?

—Por supuesto que no.

—Son la mejor pista del caso.

—Y por eso se las he dado a usted, Crowe.

—Él cuenta con recursos que yo no tengo —dije—. Laboratorios forenses, bases de datos de ADN y huellas, expertos en documentación...

—Lo que él tenga usted lo puede comprar.

El otro cliente de Jim, el ciudadano respetable conocido en otros ámbitos como Lorca, también me había dado carta blanca en mis actividades investigadoras. La estancia en el Westchester no me había salido tan cara, pero había encontrado otras formas de inflar la factura. Cuando todo acabara, iba a tener que acostumbrarme otra vez a la gente normal.

—De acuerdo —precisé.

—¿Algo más?

—Sí, dispongo de una copia del informe preliminar de la autopsia.

—Mándemela.

Si lo que había sido capaz de conseguir en menos de cinco horas la había impresionado, lo disimuló bien.

—Contiene fotografías, muy fuertes... —la advertí—, incluida una de la espalda.

—Desnuda, deduzco.

—¿De qué son esas cicatrices, señora Gravesend? Las fotos son muy claras.

Se hizo un largo silencio. Por megafonía, la azafata anunció el embarque del resto de los pasajeros para Boston.

—No son asunto suyo —me contestó—. Las tuvo siempre. Y a ella no le preocupaban. Ni le dolían. Ni la avergonzaban. Era una joven hermosa con muchas razones para vivir. Y estoy convencida, de corazón, de que lo sabía.

—No puedo hacer mi trabajo si no es sincera conmigo.

—Claire no se tiró de ese edificio —soltó Olivia—. No siga esa línea de investigación, ni por un segundo. Así que, salvo que crea que alguien la empujó por la ventana porque no le gustaba su espalda, esas cicatrices carecen de importancia.

—¿De qué eran? ¿De alguna intervención quirúrgica?

—No son de su incumbencia, Crowe —respondió, deteniéndose en cada palabra para darle más énfasis.

—¿Estaba enferma?

—Estaba tan sana como se la veía en su condenada fotografía. Y enhorabuena: la revista a la que se la vendió la ha cedido a todas las webs de noticias de internet habidas y por haber. Espero que saque tajada.

Esa posibilidad se contemplaba en una cláusula de cesión de la página tres, pero por una vez, el dinero no era lo que más me importaba.

—Si hay antecedentes de abusos, necesito saberlo ahora.

—Bajo mi techo, jamás.

—Dejó la universidad y desapareció seis meses. ¿Qué buscaba?

—Ya se lo he dicho —replicó—: no lo sé.

—Cuando vaya a verla el inspector Chang, le preguntará por las cicatrices y no va a poder quedarse sentada en su sala de armas fingiendo no haberlo oído. Necesitará una respuesta mejor.

—Lo tendré en cuenta —puntualizó—. ¿Algo más?

—No.

Hubo otro aviso por megafonía: la última llamada para mi vuelo. Crucé la sala ya desierta y le entregué mi tarjeta de embarque a la azafata.

—Deduzco que está en el aeropuerto —manifestó Olivia.

—Volveré a llamarla desde Boston.

—Por favor —dijo—. Y mándeme los documentos.

Colgó.

Enfilé la pasarela que conducía al avión y busqué mi asiento en primera. Llevaba todo el día usando el móvil y me estaba quedando sin batería. Restaba lo justo para enviarle a Olivia los informes por correo electrónico, luego se fundió. Me daba igual. Podía comprar un cargador en Boston y durante el vuelo solo necesitaba pensar. Y dormir.

Acepté el zumo de naranja que me ofrecía la azafata y me estiré en el asiento. Retiraron la pasarela de embarque. Cerré los ojos y vi a Claire Gravesend sobre el coche aplastado, con la lluvia encharcándose a su alrededor. En la mesa de autopsias, de acero inoxidable, despojada de su vestido, de sus joyas y de la dignidad que había logrado conservar hasta entonces. En la primera de las fotografías de la forense, estaba boca arriba. En la segunda, le habían dado la vuelta. Tenía una herida roja y profunda en la cabeza y otra aún mayor en las nalgas, que debían de haber golpeado el automóvil primero. Esas eran las únicas lesiones recientes y ninguna de ellas me sorprendió.

Lo que no me esperaba eran las cicatrices. Nunca había visto nada parecido.

A ambos lados de la columna, desde la base del cuello hasta la zona lumbar, donde la goma de las braguitas casi las habría ocultado, había conjuntos idénticos de antiguas heridas. Un par por cada vértebra. Las cicatrices eran círculos casi perfectos. Unas del tamaño de un dólar de plata y otras no mayores que un centavo. En la cresta de cada una de las caderas, había círculos menores, y un despliegue de puntitos más pequeños se esparcía como alas extendidas por ambos omóplatos.

Todas las heridas estaban perfectamente situadas y realzaban la simetría bilateral de su cuerpo. Podía haber sido una especie de obra de arte corporal, una escarificación en vez de un tatuaje, pero las cicatrices no eran precisamente hermosas, sino abultamientos feos, arrugados y sonrosados. Costaba imaginar que una marca así procediera de una sola herida. Alguien debía de haberle hecho esos cortes uno detrás de otro.

Y según Olivia Gravesend, Claire los había llevado toda la vida.

De entre los muertos

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