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Ciudad del Cabo, inicio del verano de 1831

El hombre no cabía en sí de gozo. Era la obra de su vida. Se tomó su tiempo, se ajustó los quevedos que usaba para observar de cerca a pesar de su juventud, y empezó a releer la carta que él mismo había escrito, la que consideraba que le catapultaría a los altares del conocimiento.

Mi muy admirado, querido y, si me permite la licencia y familiaridad, venerado Maestro Cuvier:

Espero goce de plena salud a la recepción de la presente misiva y que así sea por largos y venturosos años.

El motivo de la misma es indicarle por adelantado que en escasas semanas tendré casi al completo el lote del que en un día ya lejano le hablé. Es epístola que curso para aprovechar la ocasión de la llegada a esta costa salvaje dejada de la mano de Dios, aunque fértil para la ciencia, de una rápida corbeta de la Compañía de las Indias Orientales que recalará en Rotterdam, y que nuestro corresponsal en ese puerto, desde hace más de una década puerto amigo, le hará llegar pronto junto al manifiesto que con la misma adjunto.

Son cerca de quince mil especímenes recopilados, entre ellos casi mil insectos que deseo sean novedosos, con destino al emporio de Taxidermia e Historia Natural que mi señor padre tiene y mantiene abierto en París y que, le ruego encarecidamente en nombre de la Maison Verreaux a la que con orgullo represento, tenga a bien examinarlos con suma atención. Estoy convencido, y créame Maestro Cuvier que no peco de petulante en tal aserto, que suscitarán vivo interés en círculos académicos, y que a la postre, tras la ingente labor por este alumno suyo acometida, seguida y culminada siempre teniéndole como fiel y horizonte, se me otorgará el puesto y reconocimiento científico que con toda humildad creo por mérito propio haberme merecido.

La mercancía estará lista para su embarque a bordo del Deméter, un sólido y ágil bergantín dotado para su protección con doce piezas de artillería ligera en cubierta, del que se espera su llegada a este puerto del África austral en unos días, con un cargamento de indonesios para las explotaciones agrícolas de las granjas al norte del río Fish, y que tras descargar braceros, limpiar bodegas, avituallarse y hacer aguada, embarcará mi preciado tesoro con destino a El Havre.

Sin embargo, ahora hago una pausa, un punto aparte, para advertirle de la relevancia de cierto asunto:

Monsieur, hay un objeto que no señalaré en el conocimiento de embarque que en días próximos entregaré al capitán de la nave y le avanzo. Que a su vez y en su día alojé en mis almacenes fresco y recién recolectado. Algo que recibí y disequé preso y poseso de verdadero frenesí y que espero estibar en el más oscuro y oculto rincón de la bodega del buque que ha de llegar y partir, con mis esperanzas de que el laurel de la erudición ciña mis sienes en días venideros. Es una caja de madera de metro y medio por cincuenta, con palmo y poco de anchura cuyo contenido no describo por temor a la vileza de esta tierra, donde no se comprende que el amor a la ciencia debe superar prejuicios pese a quien pese. Conseguido con peligro para mi vida que asumí y asumo. Es algo especial y que espero y deseo de nuevo valore como piedra angular del pequeño pedestal al que con humildad aspiro a subir.

No le digo más, Maestro. Juzgue y admire, por ese orden. Seguro.

Créame suyo, con admiración, con mis bendiciones y suplicando su amparo, este discípulo atento que lo es,

JULES VERREAUX

Una vez conforme con lo escrito y leído, más que satisfecho, añadió:

P.D. Adjunto al principal de mi carta registro pormenorizado de todas y cada una de las especies que remito a la metrópoli a mayor gloria de la Ciencia, con deliberada omisión, como ya digo, por cuestión de necesaria prudencia, del contenido de la caja oblonga a la que me he referido con emoción mal contenida con anterioridad.

De nuevo a sus pies.

Con brioso rasgueo de pluma, fechó y firmó la carta.

Rubricado el pliego, la introdujo en un sobre y lo cerró para unirlo al grueso archivo de especies en un mismo paquete, atado con un recio cordel de cáñamo. Valiéndose de una bujía, empezó a calentar sobre la llama una barra de lacre hasta que densas gotas rojas cubrieron el nudo. Cogió un sello de bronce con sus iniciales para aplastarlo contra la pasta aún caliente.

—Esto me elevará al Olimpo de la Ciencia: seré inmortal —dijo mientras aferraba el paquete.

No sabía qué razón tenía sin aún saberlo.

En ese mismo instante, André de Maist caminaba entre olas de arena y nubes de calor por el desierto del Kalahari. Lo hacía aparentemente solo y despreocupado. Llevaba la escopeta cargada pero terciada a la espalda. Eran territorios que siempre entrañaban un riesgo. Pero, en su caso, dicho riesgo era asumido y controlado. Asumido, porque llevaba ya más de quince años cazando animales y esclavizando a seres humanos en ese rincón perdido del mundo. Controlado, porque a un centenar de metros por delante y abiertos en abanico, avanzaban una docena de batidores bushmen que le debían avisar de cualquier eventual peligro.

—Casi las doce —murmuró para sí De Maist y alzó la vista mientras hacía pantalla con la mano para observar la posición del sol y calibrar la hora.

Con más de cincuenta años cumplidos, jadeaba ostensiblemente por las altas temperaturas y la caminata a través de una tierra tan inhóspita y agresiva como la que pisaba. A pesar de su óptima forma física, ya no era el joven y cruel oficial de coraceros que había acompañado al emperador cuando asolaron media Europa. Las heridas sufridas en las múltiples campañas en las que había intervenido y el ineludible castigo de los años se hacían presentes, y más para trabajos tan duros y despiadados como los que le permitían subsistir con cierta holgura.

—Puerco desierto —masculló y bebió luego un trago de agua de la cantimplora.

Jugueteaba con una bolsita de cuero que llevaba en la mano, entre los dedos índice y pulgar. Al manosear las pequeñas gibas que se marcaban a través de la piel, notaba dos pequeñas esferas, duras y resecas. Eran los ojos del chamán que mató y luego vendió a los taxidermistas. Siguió hablando solo, una costumbre adquirida con los años:

—Debí haberle cortado una mano y no solo quedarme con los ojos —y recordó el trofeo que había arrancado a un bravo e implacable guerrillero español al que había torturado primero y colgado después en la serranía de Ronda, y que aún conservaba con aspecto de zarpa negruzca en su granja del Transvaal—. Pero, claro, eso no podía ser. Los Verreaux querían la pieza entera, sin mutilar. Por eso me pagaron un buen dinero por el negro muerto —rio.

En parte por la edad y en parte por los excesos, había perdido el placer por el sexo del que disponía en esas latitudes. Un follar mercenario para aplacar el deseo, pero sin apego alguno, con nativas o con ocasionales prostitutas mestizas, e incluso con una dama blanca, agostada y aburrida, con la que se acostaba en Ciudad del Cabo a despecho de su marido, un acaudalado y obeso tratante de esclavos inglés al que suministraba material humano y que hacía la vista gorda a los devaneos de su consorte.

Lo que sí le continuaba gustando con delirio al francés era cazar. Pero no la persecución, la asechanza, el enfrentamiento en ocasiones con grandes felinos, con búfalos de letales cuernos o con poderosos paquidermos de formidables colmillos; lo que él divinizaba, tanto en la caza como en la guerra, era el instante del disparo, cuando el ser vivo, hombre o animal, caía desplomado, inmóvil para siempre. Le gustaba matar, arrancar la vida, y de cada muerte memorable —y la del chamán lo fue—, quedarse con una parte del cadáver que le permitiera recrearse en el recuerdo del disparo, del sablazo, del filo al cortar carne viva y doliente. Así lo había hecho en los campos de batalla, y ahora persistía en ello en su forzado destierro en el continente africano.

De repente, cayó en cuenta de que habían dejado atrás las dunas de arena rojiza cubiertas de matas ralas y que se internaban paulatinamente en una zona de hierba alta.

—¡Makengo! —levantó la voz en un susurro ronco para llamar al jefe de ojeadores.

De inmediato, la vegetación que tenía al frente y que le llegaba casi al pecho dejó de agitarse.

—Makengo, maldito negro, ven aquí —volvió a llamar en sordina.

De la espesura, apareció un hombre de baja estatura, vestido con un taparrabos de cuero y armado con una lanza. Su piel oscura brillaba bajo el inclemente sol.

—¿Dónde me has metido, jodido kafir?

—Es la tierra del león, bwana. Tú querías cazarlo, y en su lugar mataste a un hombre que no reposa como debería en la tierra de los bosques de sus antepasados —contestó el indígena en una mezcla de palabras francesas, bantúes y los chasquidos característicos de su lengua bosquimana—. Ahora su alma clama venganza.

—Pero ¿qué coño dices? —preguntó colérico el blanco ante la insolente respuesta del indígena.

—Tú vendiste su cuerpo y su espíritu no encuentra reposo —contestó con un inusual desplante hacia su empleador—. Hallará un alma gemela y la utilizará como instrumento para resurgir de las tinieblas.

Un reguero de sudor frío corrió por el espinazo del occidental. No era ningún cobarde, al contrario, lo había demostrado a lo largo de toda su vida, pero una extraña inquietud se apoderó de él al recordar la imagen del chamán.

—Se acabó —ordenó el cazador con un casi imperceptible titubeo en la voz—. Volvemos al campamento —dijo al descolgar la escopeta del hombro y empuñarla con cautela.

—No bwana, no puede ser —contestó el guerrero con insólito aplomo.

—¿Cómo que no puede ser, hijo de perra negro? —preguntó atónito De Maist.

—Tú querías ver al león y él te quiere ver a ti. Tú espera —fue la respuesta del bosquimano.

Como por hechizo, el enjuto hombrecillo sin esperar contestación, se volvió para internarse en la espesura. Cesaron de repente el griterío de los batidores y el sonido que producían al golpear la vegetación con el extremo de largas varas. Solo se escuchaba el arrullo moroso del viento sobre los altos tallos de hierba.

—¡Makengo! —gritó ahora el francés, con una mezcla de ira y miedo. Se rompió la calma que reinaba.

La vegetación zureó nerviosa.

—¿Makengo? —repitió el blanco, ahora con desazón.

De nuevo el canto del viento al acariciar los tallos.

—¿Eres tú? —El tono del altanero excoronel imperial ahora era casi de súplica.

Con un rugido estentóreo, doscientos cincuenta kilos de músculo, dientes y garras, coronados por una enmarañada melena negra, cayeron sobre el hombre. El primer zarpazo le arrancó el brazo derecho, el que sostenía aún con inútil resolución el cuello de la culata del arma.

El enorme león, contra su instinto heredado de siglos, empezó a devorar el miembro arrancado sin acabar con la vida del cazador, como si supiera que la presa, con tal mutilación, no suponía peligro alguno en ese estado y privado de la escopeta.

Con un bramido de dolor, el hombre, caído de espaldas, trataba de alejarse del formidable felino arrastrándose con su único codo y los talones de las botas sobre la tierra encharcada con su propia sangre. Indiferente al vano intento de huida, el león mordisqueaba el brazo con desgana.

—¡Makengooooo! —aulló de dolor el hombre a la espera de un socorro que jamás acudiría.

El depredador se levantó con pereza. Apartó con la pata la roída extremidad que aún agitaba los dedos con espasmódicos movimientos y se acercó al cazador que pugnaba por escapar. Con un preciso y nuevo zarpazo desgarró el paquete abdominal del hombre. Sus intestinos se esparcieron con sonido húmedo sobre la tierra roja y caliente.

—Makengo... hijo de puta —musitó, y fue perdiendo la consciencia entre violentos accesos de dolor.

Antes de sumirse en la piadosa oscuridad que precede a la muerte violenta, las doradas pupilas del depredador se le antojaron pozos oscuros e iracundos, como los del chamán al que arrancó la vida y luego los ojos.

Desde las tinieblas

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