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Barcelona, amanecer del viernes 18 de marzo de 2011

En el exterior del meublé persistía la lluvia. Cintas blancas acotaban la zona para impedir el paso. Dos mujeres entraron teñidas intermitentemente por los destellos azules de los coches con logotipos que cerraban la calle y sacudieron las gotas que perlaban sus impermeables de dotación.

—¡Hombre, Esbértoli! —saludó una de las agentes que acababa de entrar, con cara de asombro pero sin sorprenderse en realidad al reconocer al encargado del meublé.

El hombre, derrumbado en un sofá de la recepción y rodeado de dos parejas de policías uniformados, dejó de retorcerse las manos sudorosas, elevó la vista al oír su nombre y dijo:

—No he tenido nada que ver con esto, lo juro —contestó a la policía mientras hacía amago de levantarse, lo que le impidió con suavidad, pero con firmeza a la vez, uno de los agentes que le puso la palma de la mano sobre su hombro—. Después de todo, he sido yo quien os ha llamado —protestó con un hilo de voz y volvió a sentarse.

—Pero, bueno, relájate. Estás entre amigos —rio la mujer sarcástica mientras señalaba con el mentón a los policías, que de inmediato se llevaron la mano a la visera de sus gorras para saludarla.

Sonia Páramos, sargento de la Policía Autónoma destinada en la Unidad de Delitos contra la Vida.

—El camarero lo sabe —prosiguió Esbértoli mientras indicaba el rincón donde se encontraba el otro hombre, encogido como un pajarito en un taburete.

—¿Román Sangriá? —preguntó divertida la policía al ver al palanganero que trató de encogerse aún más bajo la mirada de la agente—. Menudo aval me presentas, Esbértoli, lo que se va a reír el juez cuando os vea a los dos.

—Hemos asegurado la escena del crimen —le comunicó un miembro de la patrulla de uniformados—. Nadie ha tocado nada, salvo los de la Científica, claro, que ya están arriba con su trabajo.

—Muchas gracias, compañeros —contestó ella sin apenas detenerse y comenzó a subir lentamente escaleras que conducían al piso donde se había perpetrado el crimen.

Su colega de Homicidios le preguntó:

—¿Crees que alguno de esos dos cretinos ha tenido que ver algo con un hecho semejante?

—Mira —contestó ella en el descansillo—, por lo que han comunicado desde la sala a la unidad, no es un asesinato común, si es que alguno lo es. No quiero descartar a priori ningún posible sospechoso. Sangriá es un pringado, cierto, pero Esbértoli es de los que por dinero vendería a su padre para traficar con sus órganos.

Ascendieron paso a paso, como habían avanzado en la recepción y en el exterior, donde la lluvia intensa había borrado posibles huellas. Examinaban con sumo cuidado los testigos métricos situados en determinados puntos por los miembros de la policía científica, pequeñas regletas de cartón con divisiones milimétricas que señalaban, en este caso, tamaño y dirección de las gotas de sangre que jalonaban el camino hasta el lugar donde les habían informado que se hallaba el cuerpo. Sabían que sus compañeros habían llegado los primeros y peinado la zona para ellos. Aun así, procuraban no contaminar la escena del crimen.

Llegaron a la habitación.

—¿Qué tal, Jaime? —saludó a un funcionario que salía en ese momento.

—Hola, Sonia y compañía —contestó el agente abatido mientras apoyaba la espalda contra la pared—. Hemos fotografiado el entorno, detectado huellas dactilares y restos biológicos, pero os esperábamos para empezar a trabajar en el cuerpo, o lo que queda de él...

—Tranquilo, llevo años en esto y estoy curada de espantos —dijo la agente al detectar la desazón del hombre.

—Hay cosas a las que uno no puede ni debe acostumbrarse. Lo que hay ahí dentro es la obra de un animal —señaló hacia la puerta.

Entraron los tres.

El olor a sangre y excrementos les inundó los pulmones. Otro policía de la Científica fotografiaba el cuerpo bajo la luz lechosa de cada uno de los flashes de la cámara. Las mujeres palidecieron. La compañera de Páramos, a la vista de la brutalidad de las lesiones que presentaba el cadáver, no pudo reprimir el acceso de vómito y salió al pasillo de manera precipitada.

—¡Haz lo que tengas que hacer! ¡Pero al otro lado de las escaleras joder! —le gritó la sargento sin miramientos—. No quiero que contamine la escena con el cortado y el cruasán que se ha tomado justo antes de recibir la llamada.

Tras un breve lapso, la policía volvió a entrar mientras se secaba la boca con el dorso de la mano.

—¿Mejor? —se interesó Jaime.

La mujer asintió.

—Pues vamos allá —dijo el hombre con una sonrisa.

—¿Sabemos de quién se trata? —preguntó la sargento.

—El encargado dice que se trata de un tal Portu. El apodo no es muy original, porque es de origen portugués. Un chapero habitual del local que traía aquí a su clientela. Esbértoli afirma no tener más datos —informó el policía mientras inspeccionaba el lavabo y recogía cabellos con unas pinzas.

—En este caso lo trataremos como un NN —decidió la sargento.

—¿Un qué? —preguntó la compañera de Páramos, que era novata en sus actuales funciones en delitos contra la vida.

Nomen nescio —aclaró Páramos, que ya había empezado a examinar a la víctima—. Es latín, literalmente significa «desconozco el nombre». Es un protocolo que aplicamos a personas desconocidas y que emplearemos para este cadáver. Por eso, en cuanto los de la científica busquen restos biológicos bajo las uñas, le tomas las huellas dactilares y, si por lo que sea, tienes dificultades con las crestas papilares, secciona la primera falange del índice y envías todo con urgencia al gabinete de identificación lofoscópica —ordenó—. Quiero saberlo todo sobre él: quién era, dónde vivía, con quién se relacionaba, si tenía amigos o enemigos —dijo al señalar lo que hacía escasas horas había sido un ser humano—. Ese es el camino para conocer el posible móvil del asesino.

—Lo que digas, Sonia —contestó ya repuesta la agente mientras se colocaba unos guantes de látex.

—¿Qué sabemos de la hora de la muerte? —preguntó la sargento sin dirigirse a nadie en concreto.

—De acuerdo con las declaraciones coincidentes de encargado y camarero, llegaron pasada la media noche en un taxi y una hora después hacían un pedido desde la habitación, el cava que está ahí fuera y que ni llegaron a tocar, aunque el camarero le ha dado un tiento largo —contestó el policía de la Científica que había interrogado inicialmente a los testigos junto a los uniformados—. Como a pesar de las repetidas llamadas a la puerta no abrían, entraron con una llave maestra y descubrieron la carnicería —acabó de explicar mientras salía del servicio con varias bolsitas de plástico que contenían pelo recolectado.

—Muy bien, prestad todos atención un segundo —ordenó la sargento con una palmada. El resto de los policías dejó sus respectivas tareas para escucharla—. Primero, sacad los termómetros de inmediato y corroborad las declaraciones testificales con la temperatura rectal del muerto— mandó a los de la Científica asumiendo la jefatura de investigación mientras hacía un gesto gráfico en relación con el lugar de la medición—. Segundo, no olvidéis fotografiarlo todo, en particular los nudos y cordajes desde todos los ángulos posibles y luego cortadlos sin deshacerlos; los quiero enteros. Tercero, tú, cuando acabes con las huellas, llama a la unidad y que traten de localizar al taxista que los trajo, a ver si averiguamos el aspecto físico del asesino y dónde, cuándo y cómo los recogió —dijo esta vez para dirigirse a su compañera de Homicidios—. Luego baja a recepción y les metes los dedos en la boca a Esbértoli y Sangriá para que vomiten la identidad del conductor del taxi. Es posible que lo conozcan por servicios anteriores y se lo hayan callado.

Una joven alta y guapa, envuelta en un elegante abrigo negro hasta las rodillas, se materializó en el quicio de la puerta. Con un gesto seco sacudió algunas gotas de lluvia de su melena azabache. Golpeó delicadamente la jamba de la puerta con los nudillos para hacer notar su presencia.

—¿Quién es usted y quién le ha permitido pasar? —preguntó la sargento furiosa a la desconocida.

—Ana Sil. Fiscal —aclaró mientras exhibía un carnet provisto de fotografía que la acreditaba como representante del Ministerio Público.

—Señora fiscal —contestó una vez comprobados los datos de identificación—, soy la sargento Sonia Páramos, a cargo de los preliminares del asesinato. A sus órdenes.

—Bastará con Ana y háblame de tú, por favor —dijo mientras tendía la mano a la policía—. Soy del equipo de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia, dedicado en exclusiva a la acusación en procedimientos de Tribunal de Jurado.

—¿Has venido con el juez de guardia para el levantamiento del cadáver? —preguntó demostrando que aceptaba el tuteo.

—No —contestó la fiscal—. Como sabes, ya que es mandato legal, cuando detengáis al autor, este será juzgado por un jurado popular. Yo seré la representante del Ministerio Público que sostenga la acusación.

—Sí, sé que lo hacéis en destacamentos de la Fiscalía en otras audiencias provinciales y con buenos resultados.

—Por ese motivo, deseo conocer la investigación desde el principio y personalmente. Queremos implantarlo en la de Barcelona.

—En cualquier caso, a tu disposición.

—Al contrario —contestó Ana—. Yo a la vuestra. Quiero cooperar en la investigación desde el principio y siempre sin entorpecer vuestra labor.

La fiscal dirigió la vista al cuerpo.

Con un gesto contradictorio, la mujer contrajo los labios iracunda por el asesino y sus ojos se humedecieron de piedad por la víctima.

—Sonia, hay que detenerlo como sea —dijo la fiscal a la agente—. Te doy mi palabra de que yo haré todo lo que esté en mi mano para que se pudra en la cárcel.

Desde las tinieblas

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