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Comisaría de Les Corts, lunes, 21 de marzo de 2011

Con gesto nervioso, el hombre hacía tamborilear sus dedos sobre la mesa, a la vez que con la mano libre se sacaba las gafas y las soltaba desairado encima del escritorio.

Cansado, se frotó los párpados.

—¿Por dónde comenzar...? —susurró.

Damián Castro, comisario de los Mossos d’Esquadra, el primero de los rangos de la escala superior de la policía autónoma catalana.

Llevaba horas repasando los pocos datos con los que contaba. Una y otra vez, buscaba razones y motivos que pudieran llevar a alguien a cometer algo tan brutal. Ninguna conclusión.

Tomó de nuevo las gafas que habían quedado entre las espantosas imágenes de la víctima y un primer informe sobre la inspección ocular realizada por la policía en el mismo lugar de los hechos. Obligado por la presbicia, se las puso y se enfrascó en la lectura del levantamiento judicial del cadáver.

«El cadáver aparece falto de vida y en decúbito supino», leyó mientras se mesaba los cabellos.

—¡¿Cómo que cadáver y falto de vida?! —berreó mientras entraban en el despacho dos de sus subordinados.

—Sentaos —les invitó—. ¿Qué tenemos?

—Todavía muy poco, jefe —dijo uno de ellos, con rango de cabo y de nombre Pere Brugal. Abrió un portafolio que llevaba bajo el brazo. Extrajo unas hojas y se las tendió—. Aquí tiene las identidades de los clientes que se hallaban en el interior del hotel en el momento del asesinato. Estamos recopilando datos sobre cada uno de ellos, sus trabajos, sus familias, así como posibles antecedentes penales. También tenemos transcritas las primeras declaraciones que tomamos al encargado y al camarero. —Esbozó un guiño cómplice—. Un conocido de la casa con su secuaz —continuó mientras le alargaba unas hojas—. El informe es de la sargento Páramos. Ordenó, entre otras cosas, localizar al taxista que llevó a la pareja al meublé.

Circunspecto, el comisario leyó por encima la documentación durante unos segundos en los que imperó un tenso compás de espera.

—¿Cuándo tomasteis estas declaraciones? —preguntó sin levantar los ojos de los papeles mientras subrayaba una frase con su estilográfica.

—La misma madrugada del sábado, tras hallarse el cadáver... —Pere, sonriente, añadió—, ese que estaba sin vida.

Castro, sin mover la cabeza, levantó los ojos por encima de las gafas y lo atravesó con la mirada. Lo señaló con la pluma y pronunció molesto:

—No me jodas, que no estoy para bromitas.

Obviando la advertencia, el cabo se apresuró a avanzarle:

—Nos hemos citado con ellos para tomar nuevas declaraciones.

—Otra vez, ¿por qué?

—Veo que aún no se ha leído ese punto. El encargado había sido de los nuestros. Se trata de Esbértoli, ¿se acuerda?

—¿Cómo? ¿Pedro Esbértoli?

—El mismo: el que fue imputado por el caso de la corrupción policial en los burdeles. Nunca ha sido trigo limpio.

—No solo imputado. Recuerdo que la sentencia lo fulminó. En su época dorada, aparte de lucir nuestro mismo uniforme, recibía comisiones por la extorsión a mujeres que se prostituían a cambio de permisos de residencia.

—Sí —aportó Brugal—, y cuando lo descubrieron pringó a un montón de compañeros inocentes para más o menos salvar el culo. Los haremos declarar otra vez en el mismo lugar de los hechos. Además, queremos recrear la manera en que presumimos que huyó el asesino sin que ellos se enteraran de nada.

El comisario negó con la cabeza.

—No, Esbértoli será lo que sea pero no lo veo capaz de esto. —Intercambió una ojeada con su subordinado— ¿Sospechas de él?

Pere extrajo una libreta mientras respondía:

—No sé, pero como mínimo junto con el camarero son los dos únicos testigos que pueden ayudar a esclarecer el caso. —Repasó las anotaciones—. El resto ya lo conocemos: un cadáver maniatado y mutilado, aparecido en un meublé de considerable concurrencia. Pronto se le practicará la autopsia.

—¿Para cuándo está previsto tener los resultados?

—Está fijada para pasado mañana, miércoles por la mañana. La realizará el doctor Falcó en el Hospital Clínic, donde se encuentran ahora mismo los restos. De allí lo llevarán al Institut de Medicina Legal para ser analizado en mayor profundidad. Me lo ha avanzado Abadía.

—¿Abadía? —inquirió Castro.

—Sí, Jordi Abadía, el biotecnólogo del laboratorio.

El comisario asintió mientras el otro añadía:

—Ha iniciado un análisis del ADN de diversos restos hallados. Dará prioridad al asunto, pero desde el Instituto todavía no se comprometen a dar fechas; todo es muy reciente.

—Llamad al doctor Clavé, a ver si puede presionar para agilizar los pasos. —Calló unos segundos—. ¿Huellas? ¿Qué hay de las huellas?

—Tenemos muchas. Los de la Científica lo rastrearon todo y hallaron un montón, pero ninguna significativa. Por allí pasa media Barcelona —y le dispensó una mirada inquisitiva a sabiendas de que su superior era proclive a ese tipo de hoteles—. Si quiere, jefe, las analizamos todas —y le dedicó a su compañero un guiño cómplice.

El comisario se aclaró la voz.

—No exageremos. Solo las que resulten concluyentes. No perdamos el tiempo en tonterías.

Castro se puso en pie y caminó cabizbajo por el despacho. Transcurrieron unos segundos bajo un silencio embarazoso, hasta que preguntó:

—¿Habéis hablado con la propiedad del local?

—Solo por teléfono. Se trata de una sociedad inversora que es mera titular del edificio: Bambú, S. L. Su administrador... —Pere consultó de nuevo el bloc de notas—, de nombre Miguel Molina, nos explicó que no intervienen en absoluto en la explotación del negocio, que se halla cedida por contrato a otra entidad, Green&Red, cuyo único socio es el encargado del meublé, Pedro Esbértoli.

—Quiero ver ese contrato —ordenó—. La víctima, ¿qué sabemos de la víctima?

—También lo teníamos fichado.

—¿Cómo? —Sorpresa en el rostro.

—Aparte de putear por los bares de la zona como chapero de poca monta, había cumplido un par de condenas por delitos contra la salud pública, trapicheo de drogas, pero nada serio, menudeo —informó mientras el otro agente añadía:

—No creemos que el crimen guarde ninguna relación con el narcotráfico. Esto no es un ajuste de cuentas.

—Era un habitual de la prostitución —informó el cabo—. Su anuncio aparece en el espacio de contactos de los periódicos. Captaba a sus clientes en un local cercano llamado El Demonia. Solía citarlos allí, según nos informó el portero del local, otro viejo conocido habitual de nuestras celdas... —Miró de soslayo al cabo—. Un tal Paco López, apodado El Boxeador.

El agente terció:

—El camarero del meublé, Román Sangriá, reconoció al portugués sin lugar a dudas.

—¿Cómo que portugués? En la prensa he leído que era brasileño —dijo el comisario.

—No, lo llamaban Portu por su nacionalidad —leyó de su agenda—: João Magalhães Souza. Nacido en Oporto el 25 de abril de 1985. —Levantó la mirada y encontró la de su superior—. Esta mañana hablaremos con el consulado portugués para que nos den más información, luego empezaremos la investigación por El Demonia y...

—Rastread las cámaras de la zona comprendida entre el club y el meublé —ordenó Castro—. Tal vez podamos contar con alguna imagen interesante. —Hizo una mueca incomprensible para los otros dos.

Pere garrapateó unas líneas para tomar nota de las indicaciones recibidas, mientras el otro agente afirmaba:

—También estamos a la espera de un informe de la Guardia Urbana que nos indique si el local está al día de licencias, permisos, tasas... Y en especial, si había precedentes de denuncias por parte de vecinos sobre altercados que nos pudieran aportar algo.

Castro se detuvo de súbito y observó con fijeza una de las escabrosas fotografías.

—Atado de pies y manos —recordó, acompañando su frase con un suspiro.

—Sí, todo indica que quien lo hizo debe tener una complexión física fuerte.

—Debemos dar pronto con él. La prensa ya me atosiga. Que se tratara de un homosexual le da un morbo especial que atrae a los medios sensacionalistas —se quejó el comisario.

—Efectivamente, es sabido que el Portu se dedicaba al puterío masculino. El Demonia es un bar de ambiente.

El comisario se dejó caer en el sillón.

—¿Quién podría hacer algo así? —exclamó examinando otra vez una de la terribles imágenes.

—Creemos que ese pobre desgraciado estaba consciente en todo momento. Murió desangrado —explicó el cabo—. Cuando lo hallaron no llevaba más de una hora muerto. Es posible que para entonces quien cometió el acto ya estuviera lejos del lugar.

—¿Tenemos alguna descripción del sospechoso?

El cabo dirigió su mirada al agente, que intervino:

—Estatura normal, metro setenta, más o menos. Barba espesa y cabello con media melena. Solo lo vio Sangriá. Esbértoli se hallaba en su despacho y no pudo ver nada. Vestía un abrigo grueso con las solapas levantadas y un sombrero. No le sorprendió. A menudo los clientes no quieren mostrarse abiertamente. No resulta raro que luzcan indumentarias chocantes para impedir que alguien les reconozca.

—La pareja —añadió ahora el cabo— entró en el meublé poco después de la media noche, según consta en el registro de entradas y cobros. No se les vio salir del meublé, ni al sospechoso, ni por su puesto al Portu.

El sarcasmo mereció la mirada reprobatoria de su superior, que se acodó en la mesa y entrecruzó los dedos.

—Habladme de El Demonia —les dijo con la boca por encima de las manos.

—Es una discoteca gay. Nunca hemos tenido que intervenir. Expediente intachable, a excepción de un hosco portero del que sí tenemos referencias. Les haremos una visita para interrogar a los responsables, amigos, conocidos, posibles testigos que los vieran... En fin, lo habitual.

—Quiero saberlo todo sobre los propietarios, empleados y clientes tanto del club como del meublé. Vecinos, comercios cercanos, ¡todo! Vamos a dar con ese loco —se prometió Castro.

—No creo que sea ningún loco, jefe. O, al menos, no actuaba alocadamente. Quien realizó la atrocidad sabía lo que llevaba entre manos —dijo de nuevo el policía que apenas había intervenido—. Lo tenía bien estudiado. Es posible que atara a la víctima dentro de un juego sexual. Luego, lo mutiló. Según me explicó Orós, el médico forense de guardia, no se trata de desgarros —apuntó con el dedo la fotografía que aún sostenía su superior—. Los cortes e incisiones que le infligieron a la víctima, sin ser demasiado técnicos, seguían un trazo lógico y bien definido para el objetivo con que se practicaron.

—¡El objetivo! —Castro no pudo evitar levantarse de nuevo—. Esa es la clave: hallad el motivo que llevó al autor a una amputación tan atroz. —Clavó los ojos en el agente.

Este, hierático, respondió con voz monocorde:

—Más allá del dolor, el motivo fue llevarse los genitales. ¿Para qué? Quién sabe.

Castro se aproximó a la ventana y rotó la varilla que desplegaba las lamas de las cortinas. Franjas horizontales de luz solar brillaron sobre su estampa y se dibujaron en las paredes y el suelo de la estancia.

Contempló el exterior mientras pensaba en los insondables vericuetos de la mente humana.

La lluvia había remitido y ahora el día lucía nítido. Se oía el griterío lejano de los escolares de un colegio colindante a la comisaría que ahora estaban en el recreo.

Buscó las palabras justas.

—Estáis haciendo un buen trabajo —dijo complacido—. Seguid así, no escatiméis en presupuesto. Estas primeras horas pueden ser determinantes y necesito que esto se resuelva rápido. Hay mucho dolor, brutal y gratuito, y los medios hacen ruido. Ha sido noticia de primera plana durante el fin de semana.

Echó otro vistazo al exterior. Tras un largo mutismo, finalizó:

—Demasiada sangre, excesivos riesgos. Calibro la posibilidad de poner al mando de la investigación a alguien de otra comisaría. Espero que no os importe. Se trata de un sargento. Creo que es el mejor.

Pere sabía a ciencia cierta que el sargento Ramón Palau estaba en los planes del comisario.

Desde las tinieblas

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