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Desierto del Kalahari, Bechuanalandia, primavera de 1831

Nadie podía presagiar el horror que se iba a desencadenar y que campearía por los siglos venideros.

El cazador anduvo junto a los batidores indígenas toda la mañana. Avanzaron por tierras rojizas con achaparrada vegetación. Al llegar a la charca, su punto de destino, se dispersaron para ponerse al resguardo que ofrecían los copudos árboles que crecían en las proximidades del agua.

El hombre esperó hasta bien entrada la tarde al acecho de su presa. El sudor le chorreaba a raudales por la espalda y las axilas, hasta empapar su tosca sahariana. Se cubría con un chapeo de ala ancha que le resguardaba del inclemente sol. No era un día especialmente caluroso, dada la estación del año y la hora, sin embargo, y por alguna razón inexplicable, el aire arenoso de aquella tarde africana se le antojaba más denso y difícil de respirar que de costumbre.

Inmóvil, hacía esfuerzos para no despertar el más mínimo recelo entre la fauna del lugar. Intuía su presencia aún sin verlo: debía de encontrarse cerca. Se hallaba apostado sobre un árbol a una cincuentena de metros de la orilla. Apareció un zorro del Cabo que, ojo avizor, bebía a lametones el agua terrosa de la charca para aplacar la sed acumulada a lo largo de la jornada. La gran sed, ese era el término que había dado nombre a tan inhóspita parte del mundo: el Kalahari.

El europeo, sin poder evitarlo, rebulló inquieto en el puesto. Bostezó aburrido por la inactividad. Tanto calor embotaba sus sentidos hasta provocarle un pesado sopor que le incitaba a dar peligrosas cabezadas. Era el peor lugar para dormirse.

No había matado nada todavía y no por falta de ganas ni de oportunidades. Un rebaño de ñus, una pareja de cebras e incluso ahora una familia de mandriles, se habían acercado al estanque para beber sin que hubiera disparado contra ninguno de ellos. El cazador buscaba otra pieza de mucho mayor empaque y el estruendo de cualquier disparo hubiera alertado al animal que quería abatir. Deseaba cazar un león, uno en concreto del que había oído hablar a los nativos con reverencia, fuerte y poderoso. Un macho enorme del que quería solo su cabeza coronada de hirsuta melena negra.

El hombre era uno de esos occidentales tan absurdamente amantes de la naturaleza que disfrutaban inmovilizándola de un disparo para obtener luego un sangriento trofeo. Le gustaba guardar ese tipo de recuerdos de todas sus presas.

Con un leve cabeceo, el paciente cazador trató de ahuyentar una mosca verde que se posó sobre su mejilla.

Los ojeadores nativos también habían dispuesto apostaderos en la copa de varios árboles cercanos al agua. Con sigilo, uno de ellos descendió para hacerse con una ghaap, un cactus que troceó para beber el jugo que pudo extraer de su interior. Luego divisó algo a lo lejos y empezó a gesticular. El europeo lo comprendió de inmediato y modificó su posición, como hacía cada vez que el aire rolaba, a fin de que los animales que acudían a beber el agua arcillosa no detectaran su temido olor.

Una ráfaga de viento agitó las altas hierbas que bordeaban el estanque natural, una herida líquida en la extensa piel del desierto. El grupo de primates dejó de beber y todos alzaron sus cabezas con mirada de alerta. La brisa, aunque cálida, alivió el bochorno de la tarde.

Volvió la calma, y los simios hicieron valer con chillidos agudos y gestos amenazadores su derecho preferencial al agua escasa. El cazador masculló por lo bajo una maldición, ante el temor de que los aullidos de un irascible macho dominante, con mejillas azuladas y cerdosa barba amarillenta, espantara a los herbívoros que acudían al agua y que eran la presa natural del león.

Levantó la vista al límpido cielo africano. Aún tenía cerca de dos horas de luz antes de la puesta de sol. Ese sería el momento de abandonar la espera, pues con la llegada de la noche podían cambiar las tornas y dejar de ser cazador para convertirse en presa, a pesar del parapeto natural donde se encontraba encaramado.

Bebió un trago de su cantimplora. Agua ligeramente salada, a fin de no deshidratarse ni perder sales minerales por la transpiración. Hacía mucho tiempo que había huido de su Francia natal y ya no era precisamente un novato en esta tierra hostil.

André de Maist, el cazador sobre el árbol.

Hijo de la pequeña nobleza rural del Aude, renunció a su magra hacienda para vivir en el apasionante París prerrevolucionario. Visceral y joven jacobino durante el Terror, oficial subalterno con la patria en armas después, tras el 18 de brumario aunó su destino al del sedicioso general Bonaparte. Ávido de sangre y exento de escrúpulos, ascendió a golpe de sable y audacia hasta el grado de coronel de un regimiento de coraceros imperiales. Siguió al Gran Corso de victoria en victoria hasta la derrota final en Waterloo y, como acérrimo bonapartista que era, acabó en la lista del verdugo redactada por Fouché. Huyó a uña de caballo primero y viento en popa después, y recaló en el África austral para vivir de la caza y de otros menesteres más impíos.

Con gesto profesional, De Maist acarició la bruñida superficie del arma que empuñaba.

—Magnífica, magnífica —musitó para sí con veneración, a la vez que recolocaba contra su hombro la culata de oscuro roble borgoñón.

Hermosa y letal.

Era una escopeta de caza con cañones paralelos de la prestigiosa firma de armeros galos Verney-Carron, con doble gatillo externo. Cargaba cartuchos y, en lugar del obsoleto mecanismo de ignición con pedernal, montaba el innovador sistema de llave de percusión, lo que permitía que el disparo se produjera al mismo tiempo en que se oprimía el disparador.

De repente, la incesante cháchara de los mandriles cesó. Las cebras dejaron de beber. Algo les había alertado. Con los ollares dilatados, venteaban inquietas el aire.

La vegetación que bordeaba el claro se movía.

Entre chapoteos, los animales se retiraron en tropel del marjal, obedeciendo a un atávico instinto natural de protección. Parecían aterrorizados. Todos. Incluso el poderoso mandril macho, que en vano gesto altanero se limitó a enseñar sus afilados colmillos en dirección a la espesura, antes de huir presa del pánico más absoluto.

«No puede ser otro. Es él —pensó con regocijo el cazador—. Nadie, ni vivo ni muerto, desata tal pavor en esta parte del mundo en donde Dios no existe», concluyó blasfemo.

Uno de los vigías le dirigió una mirada y asintió afirmativamente desde lo alto de un árbol. El hombre aferró con firmeza el arma. Con el pulgar y de uno en uno, desplazó suavemente hacia atrás ambos disparadores hasta oír consecutivamente dos imperceptibles chasquidos del bien aceitado mecanismo que se diluyeron entre el ruido de los últimos animales al escabullirse.

La maleza se agitó de nuevo, esta vez con más fuerza. Se acercaba: más cerca, cada vez más cerca.

El europeo apuntó con cuidado mientras trataba de ralentizar el galope de su corazón. Solo podía tratarse del gran felino que anhelaba matar, el único capaz de aterrorizar de esa forma al poderoso babuino. El león del que se explicaban leyendas en los kraals zulús, el depredador por excelencia, a pesar de ser sus hembras las que procuran el sustento a su real consorte.

De nuevo el follaje se sacudió. Con más violencia. Identificó los pasos; no era necesario ver más y la espera podía resultar fatal.

El cazador, desde su privilegiada atalaya, calculó un ángulo de tiro descendente, apuntó hacia un objetivo centrado y por encima del sonido de las pisadas para que golpeara en el pecho al animal, a fin de no estropear su codiciado botín: la cabeza.

Disparó.

La descarga hendió la armonía de la tarde. Centenares de aves alzaron de súbito el vuelo asustadas.

La silueta que se adivinaba entre las hierbas se había desplomado y resbaló lentamente por el suave declive que conducía al borde de la laguna, hasta unos melones silvestres.

Le extrañó el griterío de los nativos que aún permanecían sin abandonar su resguardo. El cazador bajó del árbol, se colocó la escopeta al hombro y se aproximó hacia el animal abatido, mientras los ojeadores, temerosos, se deslizaban por los árboles sin osar acercarse.

De Maist se arrodilló para examinar el cuerpo.

A pesar de la distancia, los nativos, horrorizados, comprobaron que no se trataba de la presa que buscaban, sino de un hombre. Una herida carmesí en el pecho contrastaba con su piel oscura. Yacía con un melón aún sujeto en sus manos crispadas.

Estaba muerto.

El cazador se levantó y escupió con fastidio. Acababa de cometer un error pero él aún no podía conocer el alcance del mismo. Se incorporó y empuñó el rifle de nuevo. Desde luego, no era la pieza que esperaba. Recargó con un nuevo cartucho una de las dos recámaras del arma, la que había utilizado para quitar la vida de una persona. Terció el fusil en bandolera y retó con la mirada a los ojeadores aborígenes que se acercaban dubitativos al cadáver.

«Puede que el negro no estuviera solo», pensó con cautela y contuvo la respiración mientras atisbaba en derredor el silencio de la espesura.

Nada.

Se acercó de nuevo al cuerpo. Lo golpeó con fuerza con la puntera de la bota. Al ver cómo el blanco lo pateaba, los ojeadores retrocedieron con el pavor pintado en el rostro.

—Definitivamente está muerto —se dijo en francés al ver que no se movía.

Era un bushman, como los blancos los llamaban despectivamente. Pero no era un guerrero. Ni lanza, ni escudo. Solo el cuerpo desnudo cubierto de dibujos rituales: esas eran sus armas. Un brujo africano, un hechicero tswana.

—¿Esto es lo que ha provocado ese estallido de pánico entre las bestias?, ¿un negro que no me llega a la polla? —rio abiertamente el hombre blanco mientras que, ya tranquilo, apoyó el arma contra una roca, con cuidado de no arañar el barniz.

Volvió a patearlo, pero esta vez con más violencia. No se movió.

—Muerto, sin duda.

Los indígenas murmuraron y se alejaron unos metros más. Uno de ellos pareció recriminarle algo.

—¿Qué coño te pasa? —le dijo con desdén.

El otro gesticuló despavorido con extraños movimientos y le contestó sobrecogido en setswana, su lengua materna:

Gkawama! Gkawama!

El occidental no comprendió la palabra y se limitó a apuntarle con el arma para inquirirle sin esperar respuesta:

—¿Quieres hacerle compañía?

Ese gesto sí fue entendido a la perfección y un temblor recorrió a los ojeadores que se limitaron a asentir sumisos, a pesar de conocer lo que el hombre blanco no sabía: el espíritu que había albergado ese cuerpo ahora inerte sobreviviría a los tiempos.

El cazador tomó la escopeta, la levantó sobre su cabeza y ordenó:

—¡Vámonos! Pronto oscurecerá y esto se queda aquí para las hienas —dijo señalando el cuerpo y echó a andar.

Pero al poco se frenó y, tras él, su obligado séquito. Se dio la vuelta para observar meditabundo otra vez el cadáver que ya empezaba a estar rodeado de moscas.

—Tal vez no sea mala idea —murmuró por lo bajo—. No soy un caníbal, ni el negro es comestible, pero es muy distinto a otros y podría resultar una aportación interesante. —Sonrió cínico.

Las largas horas sin hablar con nadie, unidas a un orgulloso desprecio por los nativos, hacían que el europeo hablara solo con frecuencia, a sabiendas de que sus batidores indígenas no entendían una sola palabra en su idioma.

—Sí, creo que Jules sabrá valorar también esta pieza.

André se dirigió a los nativos y ordenó en la jerigonza con la que se hacía entender:

—Cargar con él —y señaló hacia el cuerpo.

Los ojeadores se miraron entre ellos y titubearon.

—¡Que lo carguéis! —mandó mientras encañonaba al que hacía de guía de la partida.

Ante la amenaza, los nativos obedecieron. Sabían qué eran capaces de hacer los brillantes tubos paralelos que el hombre portaba entre las manos.

El cazador se detuvo pensativo.

«Lo entregaré en el poblado más cercano. Se encuentra a pocas millas del campamento. Antes le abriré la herida para que crean que ha muerto por el zarpazo de un león. Como hechicero lo enterrarán de inmediato —pensó—. Esa misma noche, cuando en la aldea duerman, ordenaré a los batidores que se hagan con el cadáver y luego sellen el túmulo. Nadie echará de menos el cuerpo».

Sin el más mínimo atisbo de piedad, el cazador inició el camino de vuelta precedido por la comitiva. Le esperaba un apetitoso festín. Había matado una gacela al amanecer del día anterior y su carne, que ya se habría ablandado, serviría para cenar esa noche. Silbaba una tonadilla lugareña, cuya letra no conocía: Ongodia, una vieja canción de amor tribal.

El cielo cobró un misterioso tono carmesí, más intenso de lo habitual. A pesar de no haber nubes de tormenta, resonó un trueno lejano cuyo eco vagó entre las dunas, como resistiéndose a silenciarse.

De Maist no sabía que hay cosas, como el amor o el odio, que viven para siempre, y que, según las supersticiones de aquella tierra, el chamán podía cobrar al hombre que había acabado con su vida una deuda de sangre.

Desde las tinieblas

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