Читать книгу Desde las tinieblas - Jordi Badia - Страница 8

Оглавление

Ciudad del Cabo, postrimerías de la primavera de 1831, medianoche

Los tres hombres caminaban por las callejuelas de tierra apelmazada de Bo kaap, el que era barrio de musulmanes malayos e indonesios traídos por los holandeses como mano de obra esclava a lo largo de los siglos XVII y XVIII, y que una vez liberados, se instalaron paulatinamente en la suave ladera de Signal Hill, una de las alturas que dominaban la ciudad.

Dos de ellos eran descendientes de aquellos esclavos. Cubiertos con turbante, vestidos con un sucinto calzón de algodón, portaban a la cintura sendas dagas Kriss, y cargaban una caja de madera rectangular y pesada. El tercero, el cazador, era un occidental armado con una sofisticada escopeta al hombro, pistola de percusión al cinto y machete en bandolera, que abría la marcha con un farol donde quemaba una mecha impregnada de aceite de ballena.

—Seguidme —ordenó De Maist a la vez que elevaba el candil sobre su cabeza para iluminar la entrada a un callejón sin salida. Al fondo se recortaba en la noche la sombra picuda de un edificio de ciclópeas proporciones en comparación con las demás construcciones.

Entre resoplidos causados por el esfuerzo mientras cargaban el cajón, los dos hombres siguieron al francés por la empinada calle. Ascendían con dificultad por el volumen y el peso de la caja, que la hacían difícil de manejar. Sus músculos se tensaban bajo la piel cobriza cubierta de sudor.

—Rápido, no tenemos toda la noche —les conminó el blanco impaciente mientras lanzaba miradas por encima del hombro.

André de Maist se adelantó unos metros para acercarse a la edificación. Elevó la linterna e iluminó la fachada de un almacén de dos plantas. HERMANOS VERREAUX, COMERCIANTES NATURALISTAS, rezaba un cartel sobre el dintel del portón de entrada. No tenía ventanas en la parte inferior y las que había en el primer piso estaban cegadas con grandes listones de madera oscura claveteados contra la pared.

—Es aquí —dijo al reconocer el lugar mientras subía los dos escalones que le llevaban a la puerta. Una tenue línea de claridad dorada se filtraba bajo la doble hoja de madera.

Los dos malayos dejaron el cajón en el suelo y quedaron a la espera de instrucciones mientras recuperaban el resuello.

—Monsieur Verreaux —llamó De Maist quedamente golpeando la puerta con los nudillos.

La brisa blanda de la bahía unida a la pestilencia de animales en cautividad fue la única respuesta.

—Jules — insistió de nuevo con más fuerza y familiaridad, para usar el pulpejo del puño cerrado.

Se oyeron unas zancadas que se aproximaban con prisa desde el interior del almacén. Con un chirrido de goznes mal engrasados, una de las puertas se abrió hacia el interior. El rostro de un joven con barba recortada con pulcritud apareció en el quicio. Vestía levita negra, camisa blanca con cuello duro almidonado y corbatín negro; todo ello nada apropiado para tal latitud y estación. Se cubría además con un guardapolvo blanco con sospechosas manchas cárdenas: Jules Verreaux, taxidermista y naturalista vocacional.

—Mi querido André —saludó con cordialidad al cazador al reconocerlo. Era la visita que esa noche esperaba con ansia—. Pasa, pasa —le apremió mientras se apartaba del portón para dejar franca la entrada—. Y vosotros meted el cajón, rápido —ordenó al vislumbrar las siluetas de los costaleros y el ostensible cajón que portaban.

El objeto que esperaba.

Los malayos miraron al cazador a la espera de instrucciones. Con un gruñido de aprobación De Maist confirmó con prisas el mandato de Verreaux.

—Nos jugamos la vida, Jules —le dijo una vez a salvo en el interior del almacén—. Tras desenterrarlo, los familiares del difunto supieron de la sustracción del cuerpo. Nos jugamos la vida —repitió—. Y ahora claman venganza a su espíritu —rio.

Sin mediar palabra Jules cerró y trabó el portón de entrada.

El grupo avanzó y cruzó una amplia nave iluminada por la luz macilenta de faroles de latón. El olor era cada vez más insoportable. Dejaban atrás cajones de madera pendientes de embarcar con etiquetas que señalaban su punto de destino: los lejanos muelles brumosos de El Havre, en Francia, el puerto atlántico de Lisboa o el de una floreciente Barcelona mediterránea. Jaulas vacías provistas de gruesos barrotes para animales, con el suelo cubierto de paja y restos de comida y excrementos. En el fondo de otras, más inquietantes, destacaban con brillo acerado racimos de grilletes para tobillos y muñecas.

—Tu anterior entrega ya ha sido embarcada —dijo Verreaux al ver que el cazador lanzaba ojeadas al pasar frente a las jaulas vacías—. Según lo acordado, te pagaré la mitad que resta cuando la mercancía llegue a puerto.

—¿El destino? —preguntó De Maist.

—Los animales vivos a Europa, junto con las cajas de curiosidades naturales a punto de estibar que has visto al pasar.

—¿Y lo otro?

—Tus otras capturas no son cosa mía —contestó Verreaux mientras se encogía de hombros.

—Sí, pero han salido de este almacén que compartes con los otros. Algo sabrás y yo quiero asegurar el cobro —insistió De Maist.

—Van hacia Estados Unidos. A las antiguas colonias del Sur. Eso he oído. Pero yo me lavo las manos —y, sin detenerse, imitó el gesto que se le atribuía por tradición al gobernador de Judea en tiempos de Jesucristo.

—¿Y con qué garantías? —preguntó.

—Ya te he dejado claro que ese no es mi negocio —le dijo visiblemente amoscado.

—Pero tú no eres como ellos; eres mi amigo y mi compatriota —contestó—. Sabes mejor que yo que la presión de grupos abolicionistas obligó al Parlamento británico a prohibir la esclavitud en 1807 y Ciudad del Cabo no deja de ser colonia inglesa.

—Vamos André —le contestó condescendiente—. A pesar de tal veto, la Corona inglesa aún no ha legislado sobre la supresión de ese comercio concreto en las colonias y este rincón perdido está muy lejos de Londres. Es tierra de protestantes holandeses y hugonotes franceses, que consideran como mandato divino la segregación de razas. —Hizo un irreverente aspaviento en dirección al techo del almacén—. La supremacía de la raza blanca sobre las demás y la máxima expresión de ese orden natural divino son principios inamovibles para la institución de la que hablamos.

—Ya, hace años que vivo aquí —aceptó De Maist—, pero un día se acabará la tolerancia encubierta. Me gano más la vida con la trata de esclavos que con la caza de animales.

—Silencio, no digas más —cortó Verreaux volviendo de repente su rostro serio con el dedo índice sobre los labios—. Esa expresión está proscrita en este almacén y en toda la colonia.

—A este paso no sé de qué viviré. Y tengo gustos caros —suspiró De Maist angustiado.

—Todo pasa y todo queda, y lo tuyo es pasar André —contestó Jules al remprender la marcha a la par que recuperaba su buen humor natural—. Además esta noche estás aquí por otra cosa —dijo y le guiñó un ojo con entusiasmo juvenil—. Ardo en deseos de ver en qué estado se encuentra lo que me traes.

Enseguida dejaron atrás la nave principal para adentrarse en una zona tabicada destinada a establos, separados por un pasillo central. Al fondo, el almacén se cerraba con una puerta provista de un cerrojo trabado con un grueso candado.

Verreaux rebuscó en los bolsillos de su chaqué con ceño fruncido.

—Aquí la tengo —dijo con júbilo al mostrar una llave. De inmediato cambió la expresión de su rostro.

Con chasquido de metales, abrió el candado para liberar el pasador. Empujó la puerta y entraron en una vasta sala iluminada por una lámpara que colgaba de una viga en el centro.

—Poned la caja aquí —y apoyó la palma de la mano sobre una amplia mesa forrada con cubierta de metal claveteada, situada en el centro de la estancia.

Sobre ella se encontraba el cuerpo a medio disecar de un macho de mandril dominante. En esa posición y casi completamente despellejado, ya que le arrancaban la piel con delicado esmero para no dañarla, era espantosamente parecido a un ser humano. Con las extremidades inferiores juntas, el rostro vuelto al cielo y los brazos en cruz, tenía ese rictus doliente que se congela ante la muerte, igualando inteligencias. Con el cráneo orlado de una corona de dorado pelo animal, era un rey entre los suyos. En un ángulo del tablero había una pieza rectangular de cuero sobre la que se extendían con brillo malévolo afilados estiletes, pinzas y tijeras hemostáticas, y diversos bisturís, unos con hoja recta para cortar, otros curvos para resecar. Las lúgubres herramientas de la taxidermia.

Verreaux se acercó al quinqué y giró con dos dedos la pequeña rueda de metal que aumentaba la longitud de mecha en combustión. La pantalla de cristal esmerilado se iluminó de pronto con inusitada intensidad y se revelaron los detalles de la habitación.

—Retirad esto —ordenó señalando al mandril rey de reyes.

Al pie de las paredes había frascos de alcohol, barriles de agua, sacos de sal y rígidas pieles apiladas de todo tipo de animales, junto a un montón informe de restos de sus antiguos propietarios. Todo ello envuelto en el nauseabundo olor de la muerte y la putrefacción.

—Vamos a ver cómo se encuentra nuestro amigo —dijo Verreaux mientras se ajustaba sobre el puente de la nariz unos quevedos que llevaba colgados de una leontina de plata.

Levantó la tapa de la caja y escudriñó el contenido. Un silbido admirativo escapó de sus labios.

—Muy bien, André, pero que muy bien.

—Gracias, Jules —contestó el cazador mientras se mesaba su cuadrada quijada mal afeitada y hacía el remedo de un grotesco saludo cortesano.

—Veo que lo has destripado como una trucha del Loira —dijo jovial el taxidermista.

—La verdad es que han sido ellos —señaló con el cuadrado mentón a los porteadores, para no atribuirse méritos ajenos, por deleznables que pudieran ser.

Los malayos respondieron al elogio con amplias sonrisas y acariciaron las empuñaduras de sus afilados cuchillos.

—Y lo has embadurnado con sal para evitar que se corrompiera más de la cuenta —cabeceó admirativo—. Bravo, buen trabajo querido. Un espécimen reciente y bien conservado —palmoteó entusiasmado como un colegial Jules Verreaux.

—No sé cómo podrás ocultar el agujero en el pecho. Quise simular una herida de león.

—No te inquietes —restó importancia al desperfecto con un gesto afectado—. Primero lo lavaré entero, lo frotaré y lo rehidrataré para eliminar cualquier resto de sal. Luego cortaré y arrancaré la piel desde la espalda, para coser el boquete del pecho; no se notará —explicó con tono docto al antiguo coracero.

—¿Y mi dinero? —preguntó De Maist.

—Mi dinero, mi dinero... —parodió Verreaux sarcástico al cazador—. Se te pagará, claro. Pero no me interrumpas, esto es arte —declamó con grandilocuente ademán—. Usaré el esqueleto y algunos huesos junto a un armazón de alambre y madera. Como atrezzo, un taparrabos de piel, lanza y escudo: un guerrero africano que viajará orgulloso a la vieja Europa —rio.

—¿Y el resto?

—Carroña como esto —dijo al señalar los despojos de animales que apestaban en el ángulo de la habitación.

—En ese caso, no te importará que me quede con un recuerdo —contestó De Maist y desenvainó el machete.

Desde las tinieblas

Подняться наверх