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Barcelona, mayo de 1888

La Exposición Universal.

—Esto es inaudito. ¡Y en nuestra ciudad! Qué orgulloso me siento —dijo el hombre sin poder ocultar su entusiasmo mientras se aproximaban al enorme arco de ladrillo rojo, erigido para conmemorar el evento.

—Sí, pero en algunos aspectos no es más que un circo espantoso —le contestó la mujer que lo acompañaba.

El hombre la observó extrañado.

—Sí, Francesc, una exhibición impúdica, aunque te empeñes en disfrazarlo. Con sus horribles payasos, con sus dramáticos fenómenos de feria, vivos unos, en formol los más, incluso con sus leones, en este caso muertos. Y no solo muertos, sino apolillados, a la vista de algunos de los especímenes que se exponen —concluyó tétrica.

—¿Cómo te atreves? —dijo falsamente indignado. Se detuvo de repente bajo la monumental obra que abría paso a la exhibición—. Esto es el legado de la razón, la conquista de la ciencia.

Extendió ampuloso los brazos, como para tratar de abarcar la geografía extensa y diversa de pabellones pertenecientes a la mayoría de las pujantes naciones del orbe civilizado.

—¿La conquista de la ciencia, el legado de la razón? —repitió ella con un retintín de desprecio—. Por supuesto que no: es la confesión obscena sin propósito de enmienda del expolio al que hemos sometido al hemisferio sur del planeta. El resultado del colonialismo cicatero y salvaje respaldado por la fuerza de la artillería y el vapor de la Revolución industrial.

—¿Artillería y vapor dices?

—Sí —contestó—. Cañones, esa ha sido nuestra baza. Dale artillería a una colonia y les entregarás la libertad.

—La fuerza de las armas ha sido necesaria en ocasiones para controlar pueblos no civilizados, pero el vapor es siempre progreso.

—El vapor... —sonrió triste sin esperar más argumentos por parte de él— es aún más letal que los cañones. Adultos y niños sin distinción trabajan de sol a sol por una miseria, en fábricas y minas, expuestos a continuos y terribles accidentes laborales que los convierten en tullidos, y sin el halo de heroísmo que representan las condecoraciones prendidas en el pecho de un hombre que ha dado parte de su integridad por la patria y que, henchido de pasajera y vana gloria, acaba a la postre mendigando caridad a la puerta de una iglesia como los aplastados por una máquina.

—Me parece que te he dado demasiadas libertades en nuestras conversaciones, querida —atajó condescendiente tras la soflama de la mujer.

—Las que me he tomado yo y que nunca hubieras pensado en darme.

—Te lo tolero porque eres de las pocas mujeres que, además de hermosa, no eres estúpida.

—Lo haces porque conmigo no te queda otro remedio.

—María, por favor, dejémoslo —pidió tratando de contener la agria controversia—. He comprado algo muy especial que quiero que veas; deseo disfrutar de la experiencia contigo y sin discusiones.

—Y es que no hay disyuntiva —desoyó ella el vano intento de zanjar la cuestión de su acompañante—. Robamos auténticos tesoros a golpe de bayoneta, o vendemos falsas reliquias en nuestra vieja Europa —le dijo con reprobadora mirada—. Y esto me parece con creces peor: el chabacano engaño a un acaudalado y jactancioso paleto, que pretende tener en el salón de su palacete el cadáver embalsamado de un supuesto faraón de la séptima dinastía.

—¡Silencio! —dijo el hombre serio de repente, mientras giraba la cabeza en todas direcciones—. Espero que no te haya oído nadie.

—Veo que sabes a lo que me refiero —dijo con una risita enigmática—. Y en el fondo resulta hasta divertido. —Y le guiñó un ojo.

—Te lo suplico, basta, no sigas por ahí. Entre otras cosas, de eso vivimos, ya lo sabes —murmuró en un ruego entre dientes. Y a continuación se inclinó para saludar con un sombrerazo estudiado a un adinerado industrial textil, que iba acompañado de una presunta sobrina a la que había puesto un piso en el Eixample barcelonés recién construido.

Tras cumplir con las cortesías, el hombre y la mujer empezaron a rememorar un turbio negocio pasado, en El Cairo, donde se disecó un cuerpo humano y, tras vendarlo con trapos viejos, se hizo pasar como momia egipcia.

—No era más que el cadáver de un indigente literalmente muerto de hambre que compraste a peso —lamentó ella.

—Después de todo, tú estabas conmigo.

—Sí, pero no participé ni en el engaño ni en la venta, aunque no puedo ocultar que al llegar a la aduana me reí de lo lindo.

—Por favor, podrían oírte... —suplicó.

—Nada más desembarcar —quiso recordar en voz alta indiferente al ruego—, el aduanero no sabía qué arancel aplicar a la supuesta momia. Era un inusual objeto que iba a entrar en territorio nacional.

—Basta —ordenó mientras saludaba con sonrisa obsequiosa al hijo de un conocido naviero y primer marqués de su estirpe, recientemente fallecido, que había hecho fortuna con el comercio de esclavos.

De nuevo, la mujer hizo caso omiso al mandato y también al saludo recíproco del hijo del negrero:

—Jamás podré olvidarlo —rio ella—. El funcionario observó largo rato a la presunta momia egipcia, le pasó el dedo índice por encima, se lo metió en la boca y dijo: «Está salado y con esa pinta parece un bacalao seco. Le aplicaré los impuestos como si fuera eso». —La mujer estalló en carcajadas.

—¿Ya has acabado? —susurró el hombre por lo bajo con un presuroso andar—. Nos miran todos.

—Salado, dijo el tipo, como una mala paella —prosiguió la mujer mientras se secaba las lágrimas de risa con un pañuelo de batista—. Bueno, ya está. —Hizo esfuerzos para terminar con las carcajadas—. ¿Qué es eso tan importante que quieres enseñarme?

—Espera y verás, es un espécimen fuera de lo común.

—Miedo me das, Paquito. —Enarcó las cejas.

El hombre contestó amoscado:

—Lo vi expuesto en el pabellón de Francia y lo adquirí de inmediato —explicó—. Y no me llames así en público que no me gusta. Parece frívolo. Después de todo, soy un conocido naturalista y taxidermista. Tengo una reputación.

—Sí, sobre todo en salazones y adobos. —Y la joven volvió a reír con tantas ganas que se sujetó las ancas sin recato alguno.

—Mira, ese es el pabellón francés —apuntó el hombre que obvió de nuevo el sarcasmo y las renacidas risotadas—. Podremos ver mi compra, pero deberá permanecer en la exposición hasta el día que acabe la feria.

Entraron.

—¿Y bien? —preguntó ella, mientras buscaba con la mirada.

—Está allí. —Y señaló excitado con el pomo de su bastón a un nutrido grupo de personas situadas en torno a una vitrina de la que no se podía ver el contenido por la afluencia de visitantes.

Con suaves y educados empellones y musitadas disculpas, la pareja se abrió paso hasta la urna acristalada.

—Impresionante, ¿verdad? —le preguntó Francesc orgulloso.

—No puede ser —dijo estupefacta.

—Sí, lo es. Esta pieza sí es real —contestó él, al temer que dudara de su autenticidad.

—Eso no es una pieza, es un ser humano. ¡Disecado como si fuera un animal! Es aberrante —se indignó mientras se apartaba con una mueca de desprecio y abandonaba el pabellón al ritmo del repiqueteo furibundo de sus tacones.

—¡María! —gritó sin poder evitarlo.

El hombre trató de retenerla cuando un viejo caballero le tironeó de la manga del chaqué con insistencia.

—Déjela, no se rebaje persiguiéndola —le dijo el anciano que trataba de llamar su atención—. Es una mujer, nada más, hay otras, y todas son más o menos parecidas —concluyó con desprecio.

Giró el rostro para observar al individuo que lo interpelaba.

—¡Monsieur Édouard Verreaux!

Al reconocerlo, Francesc relajó el gesto de vivo enojo.

—¿Admirando su adquisición? —preguntó con el ligero gangueo propio de su idioma natal.

—Sí, esa es la verdad, la admiro, diría que casi la venero —admitió. Tras unos segundos, confesó impaciente—: Ardo en deseos de poder llevármela, de poseerla. —El otro cabeceó confuso—. Para mí no se trata de una mera compra, sino más bien de una adopción que inmortalizará mi obra.

—¿Está usted seguro de querer que sea suya? Aún está a tiempo de...

—Naturalmente, Monsieur —interrumpió.

—Recuerde que en ocasiones los dioses nos castigan concediéndonos aquello que con más insistencia imploramos.

—Son los dioses de la ciencia y el descubrimiento los que la han puesto en mi camino —contestó fatuo—. Es mi destino.

—Aclarado su deseo y advertido en ese punto delicado, ya sabe usted que eso no será posible hasta que finalice la exposición.

—Lo sé, lo sé —contestó ansioso.

Bon, mon ami, d´accord —corroboró el francés con familiaridad una vez solventados los avisos—. ¿Y el albarán de entrega que giremos en su día, será a nombre de...?.

—A mi nombre, claro: Darder, Francesc Darder.

Desde las tinieblas

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