Читать книгу Desde las tinieblas - Jordi Badia - Страница 7

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Barcelona, madrugada del viernes 18 de marzo de 2011

El hombre avanzaba ligeramente renqueante por el pasillo un millón de veces recorrido.

Vestía pantalón negro y chaleco del mismo color, ambos con brillos de bombilla por el uso continuado del que era su uniforme de trabajo. La camisa que un día fue blanca, hoy isabelina, lucía cercos húmedos debajo de los sobacos. Ceñía el cuello una pajarita torcida que se movía cada vez que hablaba, al compás de su nuez prominente.

Pelo ralo pegado al cráneo y oliendo a cabra, Román Sangriá era camarero en aquel conocido hotelito de citas.

Su andar sonaba amortiguado por efecto de la moqueta que alfombraba la totalidad del establecimiento, salvo las habitaciones, donde había parqué, ya que allí las manchas eran frecuentes y engorrosas de limpiar.

A pesar de una leve cojera, consecuencia de una incipiente artrosis, caminaba con la soltura que le daban sus muchos años de oficio. Provenía de una larga estirpe de palanganeros, los Sangriá, que siempre habían estado en la intendencia del negocio del sexo clandestino, tan esencial como servir en primera línea, en el colchón.

«Mi abuelo contaba chapas en los años difíciles de la posguerra, y mi padre ya trabajaba en los más afamados burdeles de la calle Robadors. La profesión la llevo dentro», solía explicar con orgullo mal contenido y los ojos velados por la emoción mientras hinchaba su escuálido pecho.

Le acababan de encargar una botella de cava y dos copas, y en eso estaba. «Un brut reserva de veintidós euros más la propina», calibraba. Era para la habitación 107.

—Vuela con el pedido Román, que parece que de tanto darse por el culo les ha entrado sed —le ordenó con voz metálica por el intercomunicador que llevaba prendido en la solapa Pedro Esbértoli, el encargado, un tipo recio y malcarado. Antiguo policía, abandonó el cuerpo forzosamente por un turbio asunto de prostitutas sin papeles a las que extorsionaba. Con manos como zarpas y prominente barriga, siempre iba embutido en un esmoquin demasiado pequeño para su corpachón.

—Como las balas, jefe —contestó por su intercomunicador el camarero.

Recordaba que poco antes un taxi les había dejado en la puerta, y él les había acompañado de la recepción hasta la habitación, mientras Esbértoli, como solía, se encontraba en su despacho para atender pedidos de los clientes a través del intercomunicador.

Era una pareja, sí, pero solo porque eran dos. El cliente era un individuo de mediana edad, grueso, con un abrigo de paño, embozado con una bufanda y tocado con un anticuado sombrero que le ensombrecía el rostro. El chapero, jovencito, era un habitual del lugar apodado El Portu, que esa noche vestía unos vaqueros apretados que le marcaban el paquete, además del culo. Era su manera de promocionar la mercancía que alquilaba.

Sangriá era corto de talla y abierto de miras, dado su particular modo de ganarse la vida y, sin embargo, estaba chapado a la antigua en algunos campos, ya que había formas de sexo que obstinadamente no admitía.

—Con la de tías que corren por el mundo y estos dos degenerados... Me cago en sus calaveras. ¡Si mi padre levantara la cabeza! ¡Qué vergüenza verme en este trance y tener que servirlos! —decía para sí al acercarse a la estancia—. Este es un sitio con clase, con estilo —murmuró en su soliloquio—, ellas y ellos empresarios, médicos, jueces, abogados, y ahora se admiten maricones. Lo que hay que ver. ¡Yo, un Sangriá! —rezongaba el homófobo recalcitrante.

Llegó a la puerta y antes de llamar recompuso su figura. Dibujó una sonrisita estereotipada. «La 107, la habitación de las estrellitas», pensó, pues así la llamaban los clientes por la decoración del techo.

Enderezó los hombros dentro de sus escasas posibilidades. Se consideraba a sí mismo un buen profesional.

Golpeó con suavidad la pulida hoja de madera. No se anunció. Solo podía ser él con el encargo y los de dentro debían de saberlo, pues ellos lo habían solicitado desde el teléfono interior, herramienta útil para que los parroquianos pudieran avisar antes de abandonar la habitación y así no tener incómodos encuentros con otros clientes.

El protocolo indicaba que, al acabar, los clientes llamaran por teléfono a la recepción. Solo en ese momento se personaba el camarero como por ensalmo para conducirlos al exterior o al garaje, aquellos que hubieran llegado en coche. En este último caso, en aras del anonimato, se cubría la matrícula del vehículo del cliente con un trapo. Y es que el marchamo del local era la discreción. No toda la seguridad en el trabajo del sexo se limita al uso del condón. También es cuestión de garantías y formas.

Sangriá no obtuvo respuesta. Esperó unos segundos y repitió su llamada con algo más de firmeza. En ocasiones, los huéspedes estaban tan absortos en lo que les había traído hasta allí que no oían los golpes en la puerta.

Con un tintineo diamantino, Sangriá depositó la bandeja con la cubitera y las copas en el suelo, y llamó de nuevo, esta vez con inusitada contundencia para su frágil complexión.

Nada.

Aplicó su oreja peluda a la puerta, con el gesto atento de un indio que esperara percibir el paso lejano de una manada de bisontes. No se oía nada, ni tan siquiera el concierto de jadeos y gemidos contenidos propios de las expansiones amorosas que el personal venía allí a practicar en el anonimato.

—Señor Pedro... —llamó Sangriá por el pinganillo al encargado—. En el cuarto de las mariconas no se oye ni pío. Y huele raro. Estoy aquí con el cava. Espero instrucciones. Cambio.

—No te muevas de ahí. Ahora subo con la llave maestra y lo dejaremos con discreción dentro, junto a la puerta —respondió la enlatada voz de Esbértoli a través del aparato.

—Ok, cambio y fuera —dijo Sangriá con precisión castrense, e hizo gala de sus conocimientos arduamente obtenidos como repostero en su acuartelamiento, durante el cumplimiento del servicio militar obligatorio.

—Y vale ya de tanto cambio, corto, fuera y los cojones, Sangriá, que esto es un sitio en que la peña viene a echar un polvo, no el Pentágono, ¡hostias!

Unos minutos más tarde, Esbértoli salió del ascensor al rellano donde se encontraba un atribulado Sangriá que, aprovechando la confusa situación, ya se había soplado un par de copas de cava ajeno.

Nada más llegar, el encargado hizo caso omiso de su subordinado, que para aquel entonces y con motivo de su llegada había adoptado una postura similar a la de firmes. Golpeó con suavidad la puerta.

—¿Señores? —dijo sin levantar demasiado la voz.

—El otro creo que se llama Juanma, o algo así —apuntó Sangriá.

—¿Ah sí? ¿Y cómo lo sabes? —gruñó Esbértoli en un susurro.

—Antes de pedir el cava, acompañé a otros clientes a su habitación y al pasar por delante no pude evitar oír cómo gritaba su nombre, supongo que en un arrebato de placer...

Esbértoli repitió la llamada. Primero suavemente con los nudillos, para luego aporrear la puerta con la base del puño.

No hubo respuesta.

—Joder, no es posible que no oigan nada —refunfuñó frunciendo el ceño—, no puede ser que hayan abandonado el cuarto sin yo saberlo...

Hurgó en el bolsillo y extrajo la llave maestra que introdujo en la cerradura. La puerta se abrió sin ruido.

—Les pido disculpas, señores, pero no contestaban y... —se excusó y metió la cabeza en el interior, pero se interrumpió de súbito. No malgastó más palabras. El único ocupante del cuarto, que estaba sobre la cama, difícilmente le iba a contestar en el estado en que se encontraba. Ni a él ni a nadie.

El joven prostituto yacía boca arriba. Tenía un ojo desorbitado por el terror, con la mirada extraviada en algún punto del techo donde titilaba una miríada de puntos de luz semejantes a un firmamento. El otro globo ocular había desaparecido, y en su cuenca había insertada una piedra pulida de color blanco.

El cuerpo del chapero se encontraba atado y amordazado, con los brazos y piernas en aspa. Recias cuerdas de escalada sujetaban cada uno de sus miembros al cabezal y a los pies del lecho. Una inmensa cama doble diseñada para retozar con holgura en los cuatro puntos cardinales, ahora convertida en un patíbulo. Un denso mar de sangre había empezado a coagular formando un charco en la oquedad producida por el propio peso del cuerpo. No se había filtrado al colchón, pues la retenía una cubierta impermeable con la que estaban dotadas todas las camas de tan especial establecimiento hotelero.

Por debajo de la mordaza rebosaba un espeso vómito amarillento. Sin embargo, no había que tener la carrera de medicina para darse cuenta de que esa no había sido a priori la causa de la muerte.

A Román le asaltaron arcadas y Pedro se cubrió nariz y boca con un pañuelo.

Sin lugar a dudas, la causa de la muerte no era la asfixia, sino el desangrado por la ablación completa de los testículos y el pene. Alguien había amputado aquellos genitales que constituían hace nada el relleno principal del paquete que horas antes el chapero exhibía con orgullo, encerrado y apretado en el vaquero, cubierto por un tanga que ahora yacía en un ángulo de la habitación, desechado como un envase vacío.

Además de uno de los globos oculares, habían extirpado con brutalidad la pieza anatómica entera, sin miramientos, si es que podía haberlos en tan macabra tarea. Había cuchilladas tan profundas, tajos tan severos, que incluso habían interesado el paquete abdominal, de ahí que a la pléyade de hedores del cuarto hubiera que añadir el del excremento humano, mezclado con un fuerte olor a producto químico.

Esbértoli no lo podía identificar, pero era cloroformo.

—Esto puede ser un serio problema para el negocio —dijo sin mostrar ni pizca de compasión—. ¿Con quién ha venido?

—No lo sé, no lo había visto nunca —contestó el palanganero entre arcada y arcada.

—Puede que se nos haya colado un lunático o que los cabrones de la competencia nos hayan querido joder con un muerto.

—¿Qué hacemos, jefe?

Se tomó unos segundos.

—Aunque no creo que nadie lo eche de menos, no podemos hacerlo desaparecer. Sería peor el remedio que la enfermedad —elucubró en voz alta—. Además, aún tenemos gente en nómina que nos echará un cable si es preciso.

Con un rugido decidió:

—Román, llama a la policía.

Para acatar de inmediato la orden, corrió hacia la recepción ya que los teléfonos interiores estaban vinculados exclusivamente a la centralita, mientras a un primario Esbértoli le asaltaba un solo pensamiento: «¿Para qué habrá pedido el cava, si no se lo pensaba beber?».

Una de las pocas luces que el expolicía corrupto tenía en el cerebro se encendió.

—¡Ha sido para atraernos hasta la puerta! —gritó el encargado mientras se golpeaba la frente con la palma de la mano—. Nos ha debido de espiar para luego escapar con toda tranquilidad en cuanto hemos llegado. Sabe que no podemos tener cámaras de vigilancia en este tipo de hotel y con nuestra clientela —dijo mientras se precipitaba al galope por las escaleras, en un intento de atrapar al hombre del abrigo, que no debía de encontrarse lejos de allí con su peculiar trofeo.

Así solía ser: por discreción y seguridad no podían instalar un circuito cerrado para supervisar los pasillos y el acceso. Y no era una paradoja. Años antes, un escándalo por extorsión en un club de alterne de Castelldefels que las tenía instaladas, dio al traste con esa posibilidad. A un influyente cliente se le heló la sangre al ver una filmación suya en la barra del local amarrado a dos mulatas medio desnudas.

Entre jadeos por el esfuerzo, Esbértoli irrumpió a la carrera en la recepción, donde Román acababa de colgar el teléfono tras dar el aviso a la policía.

No resultaba difícil saber por dónde había pasado el asesino. Un reguero de gotas carmesís destacaba sobre la moqueta color crema, para perderse a través de las puertas de acceso todavía abiertas.

Afuera llovía con fuerza.

Como si el cielo se hubiera empeñado en borrar el rastro del asesino.

Desde las tinieblas

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