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Barcelona, un día de mediados de marzo de 2011

Como siempre, Lucía se despertó antes que él, pero esa madrugada fue a causa de un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.

Sudorosa y con el corazón acelerado, intentó recordar el terrible sueño que la había conturbado. Otra vez se abrió en su mente la percepción que la perseguía de un tiempo a esta parte: sintió tinieblas que se aproximaban y creyó notar cómo se acercaba la muerte; igual que un perro husmeando a sus pies, a la espera de hincarle la dentellada definitiva.

Se incorporó. Estremecida, se frotó con fruición la cara con ambas manos para que la sensación se disipara.

Un sabor salado le invadió los sentidos. Vio la almohada moteada de sangre. Tragó saliva y se aclaró la garganta. Otro episodio de bruxismo tras una noche más de pavor: la ansiedad extrema le provocaba una inconsciente contracción patológica de las mandíbulas hasta hacer sangrar las encías.

Miró a un lado de la cama: él estaba cubierto con el edredón hasta la cabeza.

—¿Duermes? —musitó con suavidad.

La falta de respuesta confirmó lo que presuponía.

Pepe, su marido, el demonio con el que un día, hace muchos años, ante un altar engalanado de lirios blancos, tomó la peor decisión de su vida.

Acercó su rostro al de él. Se hallaba a tan solo unos centímetros y, sin embargo, un enorme abismo los separaba. Una distancia abierta por palabras no dichas, por miradas no cruzadas, por labios no encontrados.

Lo observó con desprecio hasta que le asaltó un temblor que hizo rechinar de nuevo sus dientes doloridos.

—Tomad... —reprimió el susurro que iba a dedicarle al oído. Quiso comprobar antes que seguía sumido en un sueño profundo. Solo al constatarlo se aproximó más y acabó lo que deseaba decir—: Tomadlo a él. —Le habló a la misma muerte que poco antes había creído sentir.

En una ocasión le contaron que las palabras que se pronuncian ante alguien dormido entran en el subconsciente y, si no se despierta, su eco resuena perdido en las profundidades para ser escuchado por la dama de la guadaña. Y así lo hizo; no perdía nada en el intento.

Tomó las gafas de la mesilla de noche y se las puso para consultar el radio reloj: las siete y diez de la mañana. No recordaba qué día de la semana era, aunque poco importaba: todos le resultaban iguales. Pulsó por segunda vez la misma tecla del aparato: «Dom., 20-3-2011» leyó en el cristal líquido.

Era hora de levantarse, tenía trabajo por delante tras haber dejado la noche anterior tareas y remiendos a medias.

Se alzó con delicadeza, se cubrió con el albornoz y se calzó las zapatillas para dirigirse con andar suave y silencioso al baño. Se enjuagó la boca mientras contemplaba en el espejo su expresión extenuada y abatida. El reflejo del agotamiento bajo una mirada alicaída: la cruda estampa del tiempo tomaba forma en una mujer de rostro cansado y piel ajada. Algunas canas le jaspeaban el cabello que fuera del hogar se cubría con una peluca, con el fin de ocultar una incipiente alopecia, uno de los diversos signos varoniles que con la edad asomaban en su semblante.

«En otra época fui bella», recordó mientras con la diestra frotaba una hinchazón que destacaba en uno de sus pómulos. Otro golpe propinado desde la sinrazón.

Luego, la rutina establecida: antes que nada, anduvo hasta el salón y seleccionó en el equipo musical el mismo tema de cada mañana, aquel con el que a Pepe, desde que se casaron, siempre le había agradado despertar.

De nuevo, los primeros acordes sosegados del Adagio de la Novena Sinfonía de Gustav Mahler sonaron cual caricia, e inundaron la vivienda como si lo hicieran los rayos de sol de la alborada.

Se habían acostumbrado al llanto de los violines, al clamor del fagot, al gemido de la trompa: una alegoría de sus propias existencias. Ella contaba los años de convivencia por inviernos, fríos y desolados, en especial desde que sus vidas dieron un vuelco radical.

Un punto de inflexión demasiado doloroso marcó un antes y un después. A partir de entonces todo fue distinto, cada minuto de vida lo era también de ausencia, de vacío y de añoranza de un pasado cada vez más lejano.

Entre la melodía, su andar la llevó casi de forma inconsciente hasta detenerse bajo el quicio de la puerta de la habitación. Observó a su marido en la distancia. Pensó que en cualquier momento podría desperezarse al compás de la música, de una armonía que a ella se le clavaba como puñal en el pecho y le recordaba con cada nota su profundo fracaso vital.

Jamás estuvo a la altura desde que, de muy jovencita, contrajera matrimonio con Pepe, a quien no le dio descendencia. Otro sentimiento más de culpabilidad.

Ahora se veía sometida a su marido e incapaz de sobreponerse. Se había dejado atrapar por la cobardía, con su vida arrinconada en la cuneta, invadida por la sensación de inutilidad y desposeída de todo.

Flanqueada por mediocres pinturas paisajísticas de autores anónimos que decoraban las paredes, recorrió el largo pasillo hasta la cocina para preparar el desayuno. Dos cafés con leche con sendas tostadas con mantequilla. Tampoco ahí había sorpresas; siempre era lo mismo. Metió las rebanadas dentro de las ranuras y sus ojos se clavaron con fijeza en la incandescencia interior de la tostadora, que irradió un calor que contrastaba con el amanecer frío.

Dejó que su mano levitara encima del aparato, y en la palma sintió un ardor que le era ajeno. Lánguida, no pudo recordar la última vez que su cuerpo se unió al de Pepe a la espera de un gozo que con él jamás sintió completo.

En su pensamiento se abrió camino la imagen desdibujada de su primer novio, Eusebio, de tiernas palabras y mirada resplandeciente. Una apasionada relación adolescente que la fatalidad truncó. Con él sí tiritó de placer y conoció la calidez de un beso, la intensidad de un abrazo, el poder de una caricia.

No hay recuerdos sin dolor; incluso los buenos duelen.

Ahora se hallaba inmersa en una absurda espera de lo inevitable. Sus esperanzas habían claudicado y los años la habían convencido de que todo carecía de sentido. Con la mente envejecida muy por encima del cuerpo, a sus sesenta y cuatro años ya no sentía estímulo alguno ni atractivo por nada. Se había alejado del mundo, que incluso le resultaba extraño, ajeno, y que en muchos aspectos tampoco comprendía.

Su corazón latía y sus pulmones se expandían y contraían, pero solo para oxigenar en vano una existencia anodina, con jornadas que se sucedían con una monotonía asfixiante.

Le sorprendió el sonido de la campanilla, y el rebote del pan recién tostado la retornó al presente. Pepe seguía en la cama y allí le llevó el desayuno. No hubo palabras entre ellos más allá de los buenos días que ella le deseó, tras lo que le pareció oír un leve gruñido como respuesta.

Lo de siempre, eso era lo habitual.

La estancia quedó invadida por el aroma del café con leche recién hecho. Ella, en pie con talante sumiso, se acercó la taza que sujetaba con ambas manos para aspirar los efluvios cálidos y revitalizantes.

Con el rabillo del ojo dedicó otra mirada furtiva a su marido. Mil razones para dejarlo y abandonar el infierno; una más desde el día anterior, pensó al recordar el dolor en la cara, pero siempre hallaba otras de mayor peso para no actuar y continuar a su lado.

Era tarde para todo.

Observó el carrillón que presidía una de las paredes. Llevaba años parado con la sonería muda. En cambio, las agujas del reloj vital de Lucía habían corrido tan rápidas que ahora carecía de tiempo suficiente para hallar otro lugar donde establecerse. Las horas no pasaban, pero tampoco se detenían; se descolgaban con pesadez por las paredes de un hogar en ruinas. La vida no otorga segundas oportunidades, y, sin apenas formación, debió acostumbrarse a él, a su brutalidad y a sentir indiferencia por todo cuanto sucedía a su alrededor.

Aunque no lo amaba, ni lo odiaba, no se imaginaba la vida sin él. Pero esa sensación no le impedía aborrecer un matrimonio que le vino impuesto. Una unión martirizante que la tenía maniatada. Eran otros tiempos y otros lugares. Una farsa, una relación de dependencia fruto de un pacto perverso en el que los sentimientos desempeñaron un papel secundario.

«El amor llegará poco a poco», recuerda que le aseguraron. Y la espera le mortificó tanto que hasta se planteó atentar contra su propia vida; pero tampoco tuvo suficiente valor para ello. Hay que ser muy valiente para acometer algo así.

Amiga de la soledad, ahora se sentía desvalida y atenazada por el miedo, en una guerra en que sus aliadas eran la vejación, la humillación y la agresión; su enseña, el maltrato. Todo a cambio de un estatus social que le proporcionaba bienestar, entre las paredes de un lujoso piso modernista en el Eixample barcelonés.

Esa había sido siempre su elección final.

Con un parpadeo húmedo intentó en vano ahuyentar estos pensamientos, mientras se ataba el delantal por la espalda dispuesta al trabajo. Para no enterrarse en vida, había asumido tareas domésticas que años atrás desempeñaba un mayordomo, hasta que este un día abandonó para siempre la vivienda. Esas labores ahora las tenía programadas de forma invariable, casi como un autómata. Solo eso la evadía de la realidad y la mantenía activa.

Tomó el limpiacristales. Descorrió los cortinajes de la ventana y pulverizó el líquido sobre el vidrio, que luego frotó con una gamuza. Su mirada se extravió. Afuera la ciudad bullía insensible a su desventura; todos, a excepción de su amiga Manuela, la zapatera, la única persona que le demostraba cierto cariño en un mundo gris, como el color del cielo que se abría paso en la mañana.

Desde las tinieblas

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