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La ética frente a las relaciones de poder

JORDI COROMINAS

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De entrada, la ética y el poder parecen absolutamente reñidos. La ética, que ya tiene nombre femenino, sería como una chica guapa, inocente, ingenua y llena de encantos que se encontraría en uno de los peores antros de México, rodeada de hombres rudos y en donde el más sinvergüenza de todos se le acercaría para decirle en un tono amenazante: “¡Qué hace una chica como tú en un mundo como éste!” A la pobre y cándida ética no le quedaría más remedio, si no tiene una crisis de nervios, que salir despavorida.

La mayoría de los filósofos, desde Sócrates, Platón y Aristóteles, hasta Freud, Marx y Heidegger, que han defendido planteamientos éticos y mantenido aspiraciones reformadoras y revolucionarias, han pasado por profundas crisis escépticas, una vez que decidieron poner sus pies en el cenagal del mundo. Kant comprobó que su admirada Revolución francesa terminó por guillotinar a los propios revolucionarios, Marx asistió al fracaso de la Comuna de París, Freud vio ahogarse sus sueños de una terapia colectiva de la humanidad en los horrores de la Primera Guerra Mundial y, más recientemente, los revolucionarios del mundo entero contemplaron el hundimiento de la Unión Soviética, la “gran patria del socialismo”. Muchas personas generosas e idealistas de todo el mundo se encontraron, todavía no hace mucho, en Nicaragua o en Haití, desolados y hundidos ante el fracaso de sus aspiraciones morales. Cuanto más grande fue el sueño y el ideal, más profunda la caída. Los fracasos de tantos proyectos nacidos de la Ilustración han mostrado muchas cosas: que fácilmente las víctimas pueden convertirse en verdugos; que muchos revolucionarios en Latinoamérica y en el mundo se convirtieron en “poderosos” empeñados en mantener sus privilegios; que quienes no desean que triunfe la justicia, la libertad y la igualdad disponen de un poder que parece capaz de sepultar los más grandes ideales y a los más grandes idealistas; que los ideales éticos chocan con la realidad de la fragilidad humana... Tarde o temprano podemos observar que el cumplimiento de nuestras obligaciones no parece aportarnos grandes beneficios. Muchas veces a los justos les va mal, mientras que los injustos prosperan. El libro de Job subraya lo bien que les va frecuentemente a los malvados. (1)

Ante una obligación que contradice nuestros intereses nos podemos preguntar siempre: ¿por qué hacer el bien si no trae ningún provecho? Luego está la perspectiva de la muerte: si nuestra vida es breve como la hierba de los campos, ¿por qué no aprovecharla mientras dure? ¿De qué sirve vivir esclavizado por nuestras obligaciones si al final la vida acabará en la tumba? Tal vez sea más sensato decir: “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. El poder, el éxito y la fama nos pueden hacer creer que de algún modo somos “inmortales”. Fácilmente nos convertimos en el centro de nuestra propia vida y nos protegemos contra todas las amenazas que nos vienen de fuera. Claro que, finalmente, las protecciones son vanas, pues la muerte siempre acaba triunfante. Pero podemos pasarnos toda nuestra vida como esclavos de nuestro miedo a la muerte, y no sólo eso: el miedo a la muerte nos puede llevar a hacer esclavos a los demás, sometiéndolos a nuestras aspiraciones de seguridad.

Pero tal vez la ética no es una chica tan ingenua y bella como nos la presentan ni el poder es tan malo. Tal vez las cantinas son menos antros que la casa de la ética. Quizás la gran lucha no es contra el mundo, sino contra nuestras ilusiones, contra los ideales que acaban por convertirnos en resentidos. Puede que la ética y la verdadera santidad empiecen allí donde termina la moral, y siempre más allá del bien y del mal. Es lo que tenemos que ver.

Ética, hermenéutica y política

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