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LA DICTADURA DEL CURRÍCULO

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Como dice Andreas Schleicher, director de Educación de la OCDE e impulsor de las pruebas PISA, es más fácil educar a nuestros niños desde un pasado compartido que prepararlos para el futuro. Pero, en un contexto tan cambiante como el actual, donde a diario disponemos de nuevas evidencias científicas que corroboran las fisuras del sistema educativo vigente, ¿por qué seguimos encontrándonos más cómodos enseñando de la forma en que aprendimos que como la ciencia nos recomienda hoy educar? Este espacio entre conciencia adquirida —aquella que tiene que ver con la manera en que fuimos criados y educados— y conciencia real —más basada en evidencias— es el responsable de la actual asincronía educativa que experimentamos: un momento apasionante, en un delicado equilibrio entre innovación y aprendizaje, donde el verdadero sentido de la escuela vuelve a cuestionarse, en un debate más vivo que nunca.

Durante décadas, o me atrevería a decir siglos, disponer de la información ha sido sinónimo de conocimiento, poder o causa de admiración. Abogados, médicos o maestros eran reconocidos por la capacidad de disponer de parte de esa información y conocimiento, fuera del alcance de la mayoría de la población. Así como la aparición de la imprenta en el siglo XV reformuló la transmisión del conocimiento, el acceso ubicuo a la tecnología ha modelado un nuevo escenario donde la información ya no tiene el papel central de otros tiempos, y en el que afloran nuevas competencias indispensables para vivir, aprender y trabajar en la sociedad actual. Como dice Philippe Meirieu en su artículo «La escuela de despué… ¿con la pedagogía de antes?»1, nuestras instituciones tienden a olvidar que la motivación, el sentido del esfuerzo, la autonomía o la autosuficiencia no pueden ser requisitos previos para acceder a una actividad docente, sino que son los objetivos mismos de esta actividad, vinculados de modo inseparable con la adquisición de conocimientos. Utilizarlos como requisito previo significa reservar la actividad pedagógica para los que ya están «educados», y preferiblemente para aquellos que están «bien educados».

Mientras la sociedad se transforma a un ritmo vertiginoso, gran parte del sistema educativo se mantiene a cobijo de este tsunami, y se postula junto a los ejes que durante décadas han sido la piedra angular del argumentario educativo. El currículo es un claro ejemplo de ello. En nuestra escuela nos han visitado más de quinientos representantes de instituciones educativas durante los últimos tres años, y prácticamente todos nos han preguntado por el currículo y por el éxito de nuestro alumnado una vez este concluye la formación. A pesar de su total pertinencia, son cuestiones que solo se formulan ante modelos educativos excepcionales, en el sentido de que transgreden la normalidad media del sistema. Hoy, el sistema educativo en su conjunto debería ser capaz de trasladar la misma pregunta a los modelos educativos más tradicionales. ¿Acaso la escuela de siempre garantiza la consolidación de este «currículo» en sus aprendizajes?, ¿ofrece oportunidades a todo el alumnado?, ¿asegura la continuidad de los alumnos en estudios postobligatorios o los prepara proporcionándoles competencias para la vida? La realidad de los datos es contundente. Un estudio publicado en 2019 por Eurostat, oficina de estadística de la Comisión Europea, sitúa el fracaso escolar en un 17,9 %. España fue el país de la Unión Europea con el índice más alto de abandono prematuro del sistema educativo. Por sexos, la cifra de los chicos alcanza el 21,7 %, mientras que entre las chicas es del 14 %. Los países con mejores cifras son Croacia (3,3 %), Eslovenia (4,2 %) y Lituania (4,6 %). Estos datos serían aún más escandalosos en caso de hacerse público el recuento de alumnos que abandonan primero de bachillerato y dejan a medias sus estudios postobligatorios. En la actualidad disponemos de numerosos indicadores que reclaman una revolución inminente de la educación y que intentaré desgranar poco a poco en este libro.

Aunque hace mucho que sabemos que la finalidad de la educación ya no es la del modelo de instrucción de la era industrial, la innovación educativa todavía hoy genera incertidumbre e inseguridad. Lógicamente, a las familias les preocupa mucho todo lo que tenga que ver con la formación de sus hijos, y tienen miedo de que se experimente con ellos con nuevas propuestas educativas todavía poco arraigadas en el sistema. Ante procesos de cambio, es habitual que las familias tengan la sensación de que sus hijos son como conejillos de Indias. Es paradójico pero comprensible. A pesar de disponer de numerosos datos que evidencian las debilidades del modelo educativo actual, seguimos pensando que será mejor aplicar en nuestros hijos las herramientas que recibimos cuando éramos estudiantes. Aunque no nos fueran especialmente útiles en nuestra propia trayectoria personal o profesional. A diferencia de lo que ocurre en medicina, otra profesión de marcado carácter social, siempre ha dado miedo innovar en la educación. De hecho, como explica Yuval Noah Harari, el cambio siempre provoca estrés, y el mundo frenético de comienzos del siglo XXI ha producido una epidemia global de estrés en la que la educación también está inmersa. En esta nueva era de incertidumbre, por fortuna la educación tiene un nuevo aliado, la neurociencia, la cual ha abierto una nueva perspectiva dentro del fuerte componente subjetivo y tan discutible que a menudo envuelve a la enseñanza. Me atrevería a decir que, por primera vez de forma generalizada, se habla de educación utilizando fundamentos marcadamente científicos. Cada día se publican nuevos libros o se imparten conferencias sobre evidencias científicas que discriminan entre cómo aprenden y cómo no aprenden los niños. Hoy la ciencia nos permite estudiar en tiempo real los cambios fisiológicos que se producen en el cerebro de una persona mientras realiza una tarea cognitiva, para así poder extraer conclusiones fundadas a la hora de diseñar propuestas de enseñanza-aprendizaje más eficientes.

Por extraño que parezca, a pesar de las numerosas evidencias que indican lo contrario, todavía se suele dar, entre docentes y familias, una cierta confusión a la hora de definir los verdaderos propósitos educativos, que de un modo informal se visualizan en el llamado «currículo». En un imaginario aún muy compartido, el currículo es un compendio de conceptos descritos en un libro de texto y que, sobre todo, el estudiante debe ser capaz de reproducir y memorizar. Ese imaginario es el que a menudo determina toda una filosofía del aprendizaje cifrada en la lectura, la memorización de contenidos y el examen. Es lógico, puesto que durante generaciones el libro de texto ha monopolizado el aprendizaje. Pero en una sociedad donde la adquisición de conocimientos mecánicos y memorísticos ha pasado a un claro segundo plano, es indispensable revisar la necesidad de almacenar información. Si algo nos ha proporcionado el siglo XXI ha sido el acceso ubicuo a la tecnología, que nos permite disponer de la información en cualquier lugar y momento. La educación actual debe ayudar a los niños a aprender a transformar esa información en conocimiento. Por lo mismo, resulta necesario educar para la innovación, no para la repetición.

Reinventar la escuela

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