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HACERSE BUENAS PREGUNTAS
ОглавлениеEn otros capítulos del libro profundizaré en diferentes herramientas y metodologías que, en mi opinión, aportan un aprendizaje de signo más competencial del que se desprende de la utilización plena de un libro de texto. En el presente capítulo quiero centrarme en la necesidad de diseñar estrategias educativas que desarrollen en los alumnos la capacidad de formularse preguntas, un espíritu que se me antoja antagónico del que promueven los libros de texto y que a la vez considero indispensable para ser competentes en la sociedad del conocimiento. Como explica Philippe Meirieu, a los niños les seduce la simplificación de las cosas, porque encuentran en ello un refugio confortable. El rol del adulto consiste en hacer dudar al niño de las certezas que tiene: no se trata de romperlas, sino de plantear interrogantes para ir más allá, dejar a un lado las teorías que lo justifican todo y cuestionar las certezas del niño, hacerle salir de esa área de confort.
Se han realizado diferentes estudios sobre las preguntas que se formulan en las aulas. Los resultados, aun siendo previsibles, no dejan de sorprender. Un maestro en un aula convencional plantea entre 200 y 300 preguntas al día a sus alumnos, muchas de ellas retóricas; por el contrario, un alumno lanza de media entre 0 y 3 preguntas diarias dentro del aula. Y conste, por cierto, que los niños y especialmente los jóvenes que preguntan en las aulas suelen ser muy pocos y casi siempre los mismos. De hecho, los alumnos preguntadores suelen ser incómodos.
Afortunadamente, la educación está dando un giro sustancial también en este ámbito, pero se hace difícil promover un pensamiento crítico en los estudiantes sin formularse y formular a los demás muchas preguntas. Durante décadas, la escuela ha tenido que adecuarse a la sociedad industrial, necesitada de ciudadanos acumuladores de conocimientos y preparados principalmente para la productividad. Cuando un puesto de trabajo quedaba desocupado, era indispensable encontrar a otra persona con los mismos conocimientos, capaz de ocupar ese mismo puesto de trabajo sin perturbar la cadena de producción. De forma genérica, se ha dedicado a preparar al alumnado de toda una generación para ser eficaz en dar respuestas unidireccionales, inhibiendo la capacidad de hacer preguntas improductivas. De hecho, el examen ha sido y en muchos casos aún sigue siendo, el clímax de esta dinámica bidireccional del aprendizaje.
Pero ¿por qué es tan importante que la escuela se convierta en un espacio donde se aprenda sobre todo a formular preguntas? Antes de responder a esta cuestión, me gustaría compartir con los lectores una experiencia personal en la que creo podrán muchos reconocerse. En los años noventa cursé la carrera de biología, en la que básicamente acumulábamos conocimientos memorísticos que compaginábamos con alguna que otra práctica en el laboratorio. En aquella época pre-Google, me harté de hacer exámenes tipo test en los que, tras responder doscientas preguntas, una máquina leía nuestros resultados a lápiz 2b y dictaminaba de forma automática la solución a todo lo que habíamos almacenado acerca de fisiología animal, micología o matemáticas aplicadas. Sin juzgar el sentido último de este formato de evaluación y aprendizaje, quería compartir un momento en el que, durante una salida opcional de la asignatura de ecología, tras hacer un muestreo la profesora que nos acompañaba puso sobre la mesa un tronco de gran tamaño que habíamos recogido y simplemente nos pidió que calculáramos su densidad. Allí estábamos presentes una treintena de estudiantes, los más brillantes del curso algunos de ellos, todos con papel y bolígrafo tratando de aplicar las diferentes fórmulas matemáticas que conocíamos sobre un cuerpo deforme que no se ajustaba a ninguno de los poliedros y cuerpos geométricos que habíamos estudiado en clase. Fue frustrante. Tanta inversión en conocimiento y no éramos capaces de resolver un proceso matemático aparentemente simple. Si no sabíamos calcular la densidad de un cuerpo real, ¿de qué habían servido todas las horas dedicadas a resolver ejercicios de física y matemáticas? Éramos como ratas de laboratorio adiestradas para memorizar, almacenar y aplicar de forma mecánica. Con una pregunta sencilla tomamos conciencia de que no habíamos aprendido, y me atrevo a decir que nadie nos había enseñado, a hacer lo más importante: transferir y aplicar. No sabíamos formular buenas preguntas, las preguntas adecuadas. Tampoco dar un paso atrás para traducir a la realidad lo que solo habíamos ensayado sobre el papel. En ese momento muchos de nosotros tomamos conciencia de la importancia de saber transferir lo que aprendíamos en la universidad a contextos experimentales reales, pues se suponía que es lo que haríamos el resto de nuestras vidas como investigadores. Era algo más que estudiar para sacarse una carrera, era aprender a trasladar y resolver problemas de la vida real. Habían tenido que pasar veinte años de mi vida académica para darme cuenta de que el verdadero leitmotiv de los aprendices no era la nota o el título, sino aprender para comprender el mundo real. Por lo común, en la escuela o la universidad se aprende a responder sobre lo que ya sabemos, mientras que la vida gira en torno a preguntas que o no tienen respuesta o bien no sabemos todavía resolver. La escuela no ha evolucionado para que aprender sea interesante o relevante para los estudiantes. En un mundo donde la mayoría de niños tiene al alcance de un solo clic cualquier información que les interese, lo que se les propone en el aula suelen encontrarlo aburrido, poco interesante, y se sienten cada vez más atraídos por incontables estímulos externos; en fin, pierden la curiosidad y capacidad de concentración por los contenidos más costosos de la escuela.
En un momento como el actual, en el que se habla de innovación en todos los entornos laborales o incluso personales y de ocio, saber hacer las preguntas adecuadas resulta indispensable para generar ideas nuevas, para comprender el mundo en que vivimos. Sin embargo, aunque nacemos interrogadores, no hemos sido educados para interrogar. Los niños tienen gran capacidad para plantearse preguntas y disponen de una capacidad innata para ser curiosos y querer comprender el mundo en el que viven. Es habitual que los niños de hasta 6 años se pregunten de dónde venimos, cuál fue la primera persona que vivió en la Tierra, cómo se originó el universo o por qué los pájaros pueden volar. Son máquinas de preguntar, pero poco a poco son educados por un sistema que inhibe esta capacidad innata con objeciones del tipo «ahora no es el momento», «primero responde a lo que te pregunto yo» o «las montañas no son lilas, píntalas marrones». A medida que los niños crecen, dejan de hacerse preguntas y aprenden a identificar qué respuesta requiere cada maestro para conseguir, así, la mejor nota con el mínimo esfuerzo. El proceso en sí va perdiendo interés para centrar el éxito en el resultado. De esta experiencia se deriva una pérdida progresiva de motivación, curiosidad y creatividad, tres elementos clave para disponer de capacidad innovadora.