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La madurez correlativa

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En La mañana no comienza aquí... (13 Lunas - Foprocine / Imcine, 87 minutos, 2014), enternecido quinto largometraje del formidable cineasta zacatecano tercamente independiente y heteróclito de 49 años Iván Ávila Dueñas (corto en torno al excepcional tema de la mortificación mística: Vocación de martirio, 1999, seguido de los largos inclasificables: Adán y Eva (todavía), 2004; La sangre iluminada, 2007; Zacateco (labor vincit omnia), 2010; La vida sin memoria parece dulce, 2013), con fotografía y guión suyos (este último escrito en colaboración con Armando López y el también editor del film Pedro Jiménez), la linda artista plástica veinteañera y DJ de perpetuos audífonos en los oídos Denisse (Denisse Calixto interpretándose y no a sí misma) se la pasa absorta sobre su laptop grabando y ecualizando efectos musicales generados de cien maneras, elaborando caprichosas piezas plásticas o artefactos a base de los materiales acostumbrados o insólitos, dibujando cabras y recortándolas para usarlas como esténcil para estampar figuras en negro, decorando con carboncillo muros propios y ajenos, transportando objetos por calles y avenidas de una colonia del DF al sesgo topográficamente a la medida de cualquier pequeña ciudad de provincia zacatecana, haciéndose acompañar a reuniones privadas y a la sala de su morada por su amigo favorito Israel, rebosando feminidad al lado de otros chavos dotados de vagos derechos corporales, comprobando inconscientemente que ninguna barrera puede existir ya entre las diversas disciplinas artísticas (visuales o acústicas) que cultiva, sumergiéndose con inspiradora faz de vencimiento en el callejón adyacente a su humildísimo depto marginal y de picada en el mundo de los antros de atmósferas rojizas donde reproduce sus composiciones, localizando sobre la acera un socavón que parecería conducir (a lo Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll) hacia otra dimensión imaginaria, hasta que un día muy de mañana se larga al campo como si deseara desviar su destino y comenzar alguna otra tarea existencial tensamente guiada por diversas señales emergentes de la realidad urbana circundante que la cercan e inquietan, mientras tanto la prieta y secota veinteañera pastora de cabras con perpetua sudadera roja de omniprotector-todoaislante capuchón Laura (Laura Esquivel también ella y no) se la pasa realizando sus eternas tareas de pastoreo sin cesar recomenzadas con ayuda de un discreto perro corriente pero muy bien entrenado, posando sobre las lomas pedregosas del semidesierto de Zacatecas, escuchando ocasionalmente transmisiones radiales gracias a unos rústicos audífonos calados en las orejas, sacando muy temprano a sus animalitos y encerrándolos en un cobertizo hacia el atardecer, auxiliando con oportunas palanganas a la madre y al eufemístico tío tutor para recibir la sangre derramada de alguna dañada pieza de ganado que se sacrifica a cuchillo sobre la plataforma de la ostentosa camioneta familiar, efectuando todo tipo de labores domésticas al servicio de un enorme cerdo y aves de corral, participando en el amarre de una res a la abierta intemperie, controlando al desbalagado hermanito llorón Lupito, y muy excepcionalmente emperifollándose ante el espejo con enormes arracadas y bajando con una amiga de celular al poblacho cercano para asistir sonriente a una bronca fiesta semirreligiosa comunal que incluye incansables danzantes vestidos de chinelos y arrojados galanes participantes en un rodeo, hasta que un día muy de mañana se topa en descampado con la forastera citadina Laura a la que contempla con extrañeza por un momento, como si confluyeran en torno de ella durante ese encuentro las diversas señales emergentes de la realidad rural circundante que también a ella acosan y sacuden de manera inquietante, y como si se estableciera entre ellas una secreta conexión correlativa dura, segura y madura.

La madurez correlativa rechaza, rehuye y rebasa todo tipo de predestinación dramática y determinismo argumental, por lo que el realizador se dedicó a filmar a lo largo de un año a las protagonistas en sus labores diarias, eliminando cualquier tipo de trama a priori y casi por completo los diálogos (admitiendo sólo algunas líneas incidentales), y sólo después, cuando se tuvieron más de once horas de registros, pudo escribirse, o más bien establecerse, el guión, o un asomo o sucedáneo de él, a posteriori, a través de ciertos momentos de acción considerados relevantes, cual indicios sabiamente valorados, apenas manteniendo al sonido ambiental y a una dosificadísima música en off como hilos conductores, puesto que, confiesa Ávila Dueñas, los cineastas de su generación están “en la búsqueda de hacer películas más naturales, entonces esos híbridos que están surgiendo entre documental y ficción responden a estas necesidades particulares”.

La madurez correlativa nace de los nexos sugeridos por un bombardeo de signos, se funda y se funde y funda un mapa sígnico elaborado a partir del triángulo isósceles con su punta hacia abajo pero poblado de diversos e inquietantes triángulos inscritos que acomete amenazante y travieso a una chava en el prólogo y luego emerge sin reposo ni piedad por todas partes, en las señales marcadas en una banqueta callejera, en el tejido de una cerca de alambre, en las sinuosidades de una serpeante cinta asfáltica o en la cabeza de una cabra en big close up, el triángulo vuelto motivo recurrente y sonido convergente, signos distintos e idénticos según una suerte de relaciones subjetivas aunque innegables y univocas, signos sin significado explícito aunque loca y silenciosamente sugestivos, signos que conectan los jeroglíficos posmodernistas que traza a tinta Denisse sobre las paredes del cuartucho donde habita y las configuraciones accidentales que exhibe el cobertizo de las cabras de Laura (su reflejo, su indeliberada traslación), signos que semejan remitir a desperfectos del envoltorio real o a presencias ocultas que allí se agazapan, signos de carencias o anhelos profundos más que de amor o desamor, signos que son equivalencias subyacentes o claras correspondencias baudelairianas, signos cual huellas y residuales fantasías fílmicas del inmenso cineasta indoestadunidense-flor de un día M. Night Shyamalan (Señales, 2002; La aldea, 2004), signos enmascarados que la realidad hace surgir y lanza sin contención posible en planos amplísimos o muy cerrados, signos en la tentativa de crear una nueva especie y un rango otro de código de códigos implícitos.

La madurez correlativa se construye como una vasta aventura inspirada por las interrelaciones entre Naturaleza y Cultura, humanamente encarnadas y contradictorias en sus deficiencias: Denisse representado la cultura sin naturaleza, Laura representado la naturaleza sin cultura, pero sin conseguir evitar que cada una de ellas se convierta en el complemento ¿de una unidad perdida? y una metáfora viviente ¡e inimaginada inimaginable! de la otra, pues cada una de esas chavas parece haber vivido ya varias vidas, una por su pertenencia a un ambiente social y un contexto determinante en exceso, sea el encierro en el esnobismo alivianado en Denisse, sea el encierro en el pastoreo dentro de grandes espacios en Laura, ambos interminables y diríase intangibles en su contención prácticamente contingentes, cual si condujeran existencias enclaustradas que han renunciado a varias anteriores y que, juzgadas desde el exterior, podrían considerarse opresivas, dando como resultado la pasión contemplativa, el honor del estoicismo, el silencio, cada quien en su opción y en su estilo.

La madurez correlativa viene a constituir, por sencilla que semeje o simule ser, la consecuencia lógica narrativa de todas las anteriores obsedentes películas ficcionales, no-ficcionales y paraficcionales de su realizador (ayer y hoy casi imposibles de ver), tanto las largas como alguna corta, puesto que de cierta manera las dos veinteañeras antipódicas de La mañana no comienza aquí... parecen compartir una misma alma y por eso son asaltadas, habitadas, anidadas y vulneradas por el mismo tipo de signos, cual si esa alma ya no hubiese tenido que esperar demasiado para migrar de un cuerpo a otro, como en La sangre iluminada, sino que desde ya se hubiera alojado en sus cuerpos separados y juntos a la vez, concertando sus acciones y ámbitos e inquietudes, en dos espacios geográficos distintos, pero en tiempos coincidentes; puesto que el fatum del presente se tiende, entiende, extiende y distiende en lo intemporal mortificante, muy al modo de Vocación de martirio, para prolongarse en una intensa eternidad que incluye lo perenne y el instante, como el destino de la pareja de Adán y Eva (todavía) (tan alejada de su derivativa sucesora la de Sólo los amantes sobreviven de Jim Jarmusch, 2013); y puesto que en cierta forma los acontecimientos se escalonan el espaciotiempo de nuestro film como un producto impelido por la mágica o encantada geografía urbana-rural perteneciente a alguna predestinación telúrica como la de Zacateco (labor vincit omnia) y sacándole insólito provecho a momentos y hallazgos visuales fijos para siempre en un tiempo atemporal como el de los archivos de filmes amateurs de La vida sin memoria parece dulce, brotando en la inconsciencia impaciente de un rodaje azaroso y encontrando su sitio significativo en la supraconciencia de una magnífica edición magnificante.

La madurez correlativa versa sobre la soledad de la mujer contemporánea, una soledad abordada en ausencia de cualquier retórica u ornamentación anecdótica, una soledad concebida como las jornadas rutinarias hasta lo baldío de dos contrapuestas peregrinas en la tierra, una soledad metonímicamente conformada por un alma en dos cuerpos (diría Platón), una soledad con ascético desapego descriptivo dentro de un pleno apego afectivo y solidario, una soledad meramente visual y asociativa mediante la forma plástica fundamentalmente geométrica y la plástica del montaje, una soledad vista con la misma severidad serena con que se enfocaba un tema tan inabordable como la transmigración de las almas en La sangre iluminada desde una poética seriedad sin grandes vuelos líricos ni énfasis alguno, una soledad marcada por las vicisitudes de un vislumbrado par de conciencias de jóvenes mujeres acompañadas e incluso gregarias aunque básicamente solas en primera y últimas instancias, una soledad que por íntimo pudor rechazaría tanto la unidad como todo rigor de causa y efecto para sus desasosegantes estados de ánimo, una soledad seguida al doble modo de un proceso espiritual y una ascesis carnal.

La madurez correlativa se sitúa, además, en el polo opuesto de cualquier lamento, por ejemplo de las espectaculares palinodias del patético héroe (su desemejante, su hermanastro) de la obra autobiográfica Solo de August Strindberg, tan bellamente vuelta ópera / drama itinerante siete etapas por el insigne experimentalista italiano Sandro Gorli, con quien inusitadamente se emparenta sin saberlo la música electrónica compuesta ex profeso para el film, mediante una singular amalgama de fragmentos, improvisatorios o no, de Amon Tobin, Deniz Kurtel, Boris Brejcha, Nobody Knows, Balcazar & Sordo, Metrika, Silverio y del Onix Ensamble, trozos recogidos por la música que Denisse elabora “al paso que dicta su inconsciente, sus recuerdos enraizados en el desierto, como el ruido del metro de Ciudad de México, que se encuentra a sólo un sampleo del viento que sopla y empuja las nubes en Zacatecas” (Maximiliano Cruz, en el Catálogo del FICUNAM 2014), trozos que ya sublimados habrán de fungir como sonido-bisagra para operar los pliegues entre lo real y lo irreal.

Y la madurez correlativa ha generado una obra imprevisible, delicada dentro de su delirio diríase casi invisible y prudente, ultrasensitiva bajo la divisa que hace de la audacia constante su máxima exigencia, al hacer los retratos en paralelo de dos chavas mexicanas diametralmente opuestas y por igual alejadas del ideal antropocéntrico (aun el de esta antropología social-fantasmal), Denisse enajenada por su tramoya de artista plástica o DJ y Laura enajenada por sus animales dependientes, pero muy cercanas la una de la otra en lo esencial y en lo anímico, cual voces distantes o alucinaciones ópticas, tal como lo torna explícito el final del film, a raíz del encuentro casi irreal de ambas en el campo de pastoreo de Laura (y ahora pasajeramente de las dos), saliendo de sus autonomías relativas y de sus danzantes espacios fractales, como si ambas desearan desviar su destino, o trocarlo por el de la otra, firmemente apoyadas por las señales premonitorias que las dos experimentadas, cual compartiendo sin saberlo el mismo sueño, pronto disuelto en esos desenfoques de imagen siempre acechantes a lo largo del relato sin trama y de esos crueles oscurecimientos que volverán a separarlas, arrojarlas a una red de tiempos simultáneos y concreciones de brutales espejos enfrentados, hasta disolverse en la enrarecida realidad de un arte total fílmico, vivido y extraviado en lo inmediato, ya sólo nutrido por existenciales señales emergentes que imperceptiblemente tensan y exceden toda comprensión.

La madurez del cine mexicano

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