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La madurez ambientadora
ОглавлениеEn Los fabulosos 7 (Corazón Films - Mezcalina Producciones - Equipment & Film Design - Secretaría de Turismo de Oaxaca, 105 minutos, 2013), desigual octavo largometraje del exdirector exitoso chilango y fallido exfuncionario TVestatal de 54 años Fernando Sariñana (Amar te duele, 2002; Enemigos íntimos, 2008), con expreso guión exprés de Anaí López Pérez y Carolina Rivera, la añosa banda amenizadora / ambientadora de eventos particulares y fiestas privadas que comanda con mano firme el inframúsico cincuentón comercial Gabriel Valencia Gabo (Odiseo Bichir tan atribulado como acostumbra aunque ahora sin Lolita que perseguir) y su esforzada esposa vocalista omniestilística Silvia (Arcelia Ramírez) sufre al mismo tiempo cuatro desintegradores golpes que hacen cimbrarse su estancamiento interno en su base oaxaqueña: el deceso prácticamente en escena de uno de sus miembros veteranos pronto enterrado por el grupo, la incorporación de la fresca hembraza vocalista más moderna Claudia Mijares (Paty Díaz) que trastorna la dinámica del colectivo, la difícil decisión del líder de no comprar la casa familiar deseada sino quedarse mediante nuevos sacrificios con el salón de fiestas del excondiscípulo empresario en vías de autojubilación nacional Demetrio Cortés (Jorge Zárate), y last but not least la titubeante voluntad del vástago artístico-carnal de los dueños bandosos en declive, el ultrasometido y sobreexplotado compositor-tecladista veinteañero con audífonos perpetuos Julio (José Angel Bichir más barbilíneo que barbilindo), deseoso de participar en una competición de jóvenes bandas para ganarse una beca de estudio, residencia y desarrollo por cuatro años en Nueva York, al frente de su propio conjunto, en formación y ya en ascuas, cuya cantantita supertalentosa y galana relegada Chris (Ximena Sariñana sin personaje real que interpretar) empieza por ponerlo dolorosamente en su sitio moral, haciéndolo desde entonces oscilar entre las exigencias del padre padrone y sus legítimos ideales de autorrealización, para ir desmembrándose, disgusto a disgusto, en cada arbitrario tropiezo melodramático, a modo de pruebas a superar, como su inclusión a fortiori en las giras forzadas para juntar el monto faltante de la desorbitada adquisición, su traumático enamoramiento de la anestesiada sentimental Claudia (“Esto no va”) pronto prostituida por un nefasto riquillo calvo (Ari Brickman) que la orillará al intento de suicidio, la huida del chistoso de la banda ruca con todo el dinero en efectivo que se destinaba a la compra del salón de fiestas, la tentativa de la madre de fugarse con un amante, la disolución de la irresponsable banda juvenil tras haber triunfado en una primera audición, y la inevitable deserción de la banda familiar, para poder llegar a la audición final.
La madurez ambientadora establece un realista coloquial, verosímil, simpático y significativo contraste entre dos bandas distintas, opuestas en naturaleza y distantes pero coincidentes en el tiempo: la banda decadente de los padres que han sacrificado (y siguen sacrificando) su bienestar personal en aras de la música que amaron desde sus roqueros tiempos mozos de la secundaria y aún hoy los apasiona en sus años propensos al retiro nostálgico (Los Fabulosos 7, como decir Los Fabulosos Cadillacs ya no de ska ni de rock argentino que te mereces por querer animarte en Oaxaca), pues eso les permite conservar su misma mentalidad y seguir realizando sus tempranos sueños adolescentes –ya desmoronados– como si eso valiera la pena, y la banda neojuvenil de los chavos indisciplinados, medio informales, medio desmotivados, aunque con auténticas oportunidades de internacionalización, sin horas para ensayar salvo de madrugada, amargadones por desencantados de antemano e hiperlúcidos, como la encantadora pequeña vocalista tan dotada Chris, a quien Julio ve como cualquier Doña Psicóloga de Teleguía, sin siquiera intentar refutarle sus rollos-clave al salir de comprar chuchulucos en un minisuper de 24 horas (“Yo creo que no quieres ganar esa audición, que en el fondo no quieres sabotearlo, te tienen agarrado de los huevos, que es bien distinto, ¿qué no entiendo, a ver?, así quieres acabar tú también, porque suena romántico y, con lo pinche trágico que eres, a la mejor éso es lo que te jala, ¿no?”).
La madurez ambientadora se deja sabotear a lo idiota por la narcisista irresponsable cámara en mano del cinefotógrafo sin tripié ni brújula Guillermo Granillo y por la compacta edición de Óscar Figueroa y del propio director Sariñana, apenas con ínfimos respiros observacionales, permitiendo que se pierda mucha de la inflamable mecha irónica de la música pregrabada, con temas rockeros en el inconsciente generacional (Gloria Gaynor) o boleros inmortales (“Amor perdido”), y se banalice al nivel de la seudomúsica adicional de Alex Cuevas, pero aun así logrando delinear de paso formidables retratos urbanos actuales, como el de los amigotes pasmados Margarito Tito (Ausencio Cruz) que buscaría el paraíso donde estuvieran chavas empelotas todo el día y el abuelo satisfecho Don Jero (Fernando Becerril), ya de cínico humor autoirrisorio (“No se haga el desimportante, mi chavo”) o funeral (“¿Le tocamos 'Las golondrinas' o 'I Will Survive'”), y como el casi sublime retrato de la envejeciente madre adúltera con patéticas ínfulas de rockstar (una bella otoñal Arcelia tan notable como siempre y posRip como nunca) que ya únicamente por obesa obsesa rutina sin cintura le pone los cuernos al ensimismado marido babas, con el más repelente miembro de su banda anciana Leopoldo Leo (Juan Carlos Remolina), y que, sólo para retener los restos de su juventud extraviada, se agita denodadamente tanto al cantar rock o cumbia o cualquier ancestral canto de infartado bodorrio judío, como al disputarle tácitamente la hegemonía de la banda a la treintañera cantante superbuenona Claudia, cual si de eso dependiera la retención del hálito vital de toda una generación en vías de extinguirse sin trágico remedio.
Y en la madurez ambientadora, tras algunas mínimas transgresiones de pésimo gusto, como la carota autovomitada del amante derrumbado porque se siente solo como un perro, los pies coquetos dentro del filito del agua de la piscina, la olida de calzones del enamoriscado al retirarse sin despedirse de su compañera de una noche o los cocazos obligatorios para emputecerse con un obsequioso gordazo millonetas, se acaba desanimando y reanimando alternativamente a las criaturas protagónicas, la madre vencida por la rutina de encuerar consoladoramente al marido ebrio de frustración, y el hijo obediente enfrentándose por fin al padre explotador, sabiamente, para demostrarle lo bien que lo ha educado, al espetarle contradictoriamente, a lo incallable Chachita en Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1947), cuánto lo quiere (“Me tengo que ir, a nada, a una cosa que tengo que hacer, a la audición, y si sigo hablando aquí con ustedes, no voy a llegar; tanto te quiero, cabrón, tanto te amo que por eso tengo que hacer esto, para no odiarte toda mi pinche vida, esto ya no es mi tren, papá, ya no me toca, y me duele hasta la madre porque sé que nunca me vas a entender”) y, sólo auxiliado por la fiel Chris, salir victorioso en la exciting contienda musical, ante un representante estadunidense, como simbólica figura paterna sustituta ante la cual poder inclinar ahora la cerviz animosa.