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Lado B: La madurez repetitiva duplicada

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En la coproducción con España y Francia Los ausentes (Tornasol - Eficine 226 / 189 - Cine Sud, 80 minutos, 2014), sexto largometraje de Nicolás Pereda de nuevo en plan de inasible realizador heterogéneo (su primer film largo en solitario desde Verano de Goliat, 2010, y Los mejores temas, 2012) aunque en esta ocasión adaptando por vez primera en un guión ajeno escrito por Alejandro Mendoza (a causa de él galardonado con el premio “Julio Alejandro” de la Sociedad General de Autores y Editores), el esquelético anciano curtido y solitario Guadalupe (Guadalupe Cardona) habita desde hace un titipuchal de años, al lado de su vaca rejega que se hace arrear y arrear y jalar y jalar por una reata, en precario jacal dentro de una parcela de tres hectáreas, materialmente sobre la paradisiaca playa oaxaqueña de Aragón, en Santa María Tonameca, distrito de Pochutla, muy apreciada y frecuentada por los surfistas adolescentes, pero en contrastante soledad, sólo dedicado a guisar sus alimentos en un sartén perpetuamente humeante, engullirlos, efectuar su aseo matinal, lavar su ropa, nadar en shorts de boxeo verdes, sentarse sobre su cama para esperar a nadie por la noche, armar y desarmar una pistola destinada al uso exclusivo del Ejército, hasta que un día deja encargado su ejemplar bovino en casa de la amable vecina Doña Asela (Asela Manzano) y se dirige a la cabecera municipal en plena expansión mobiliaria, donde el impersonal notario del pueblo (Aurelio Santos Díaz) dará ante él solemne lectura a un acta en la que, al cabo de un largo litigio y de acuerdo con el articulado de la Ley Agraria en vigor, se resuelve y reitera que la fracción de terreno en donde vive no le pertenece, por ser de propiedad comunal inalienable, imprescindible e inembargable, por lo que debe desalojarla, cosa que acomete casi de inmediato, antes de sentarse en la playa, ahuyentar con su arma a un intruso apenas distinguible (Eduardo Fernández), contemplar la fogata de sus pertenencias intransportables ardiendo y, mientras su antigua casa es demolida y devorada por la garra de un bulldozer, perderse en la niebla, lanzarse por la brecha de tierra colorada hacia el monte en busca de cobijo, posar sin expresión dolorosa alguna con su nariz afilada y sus ojos llameantes, reencontrarse con su vaca en la espesura y reaparecer jugando cartas con un par de amigos de su avanzada edad (Bernardino Martínez, Dionisio Claudio Martínez), si bien, en paralelo, acaso en otra dimensión de la realidad, el exsoldado Gabino (Gabino Rodríguez) viene a instalarse con oreja herida, uniforme militar (camisola, botas, pantalón holgado caqui), mochilón oficial y bermudas de poliéster en la misma casa del viejo Guadalupe, al parecer para quedarse allí, enjuagar su ropa y azotarla antes de tenderla, calentar sus tortillas en un sartén, curarse una oreja herida y ponerle un vistoso vendaje, limpiar cuidadosamente su arma de fuego (la misma pistola del viejo), oír música electrónica con audífonos, hacer boxeo de sombra y acabar alcoholizándose sin límite cierta noche, nada menos que al lado del viejo Guadalupe, quien no puede ocultar su curiosidad hacia ese joven que, pese a sus precoces años, parece repetir sus actos y, a pesar de la avanzada madurez de él mismo, quizá duplicarlo.

La madurez repetitiva duplicada explora, explota y hace explotar las posibilidades expresivas y las funciones del movimiento de cámara lateral, desplazando el noble aparato o simplemente paneando pero siempre en planos hipnóticos en que las criaturas pasan y son después recuperadas: el movimiento de cámara lateral como introducción oblicua y deducción contextual, en ese lentísimo arranque del film que sólo viene a descubrir al viejo desayunando de espalda (corrugada por incontables pellejos colgantes), luego de que el plano secuencia hubo transcurrido dentro de una larga inmovilidad contemplativa desde una sostenida ventana abierta hacia la testa vacuna rumiando eternidades al fondo de un escorzo del sartén humeando sempiterno en el refilón negro; el movimiento de cámara lateral como enrarecimiento y ampliación contextual, en ese apartarse del jacal de la vecina con la vaca encargada para detallar lejanías de explanadas y arboledas tropicales, en el contracampo de la bellísima bahía apacible; el movimiento de cámara lateral como bálsamo melancólico y premonición del punzante drama social, en esa retirada de la notaría para descubrir en la calle los trabajos edificadores / destructores de albañiles que alimentan una amenazante mezcladora de cemento; el movimiento de cámara lateral como enchufamiento irresistible en ese alegre encuentro con los chavos surferos que pronto se cambiará por un tracking de acoso para seguirlos cual imán hasta las olas del mar mansamente agitado, el movimiento de cámara lateral como divagación y reapertura, el movimiento de cámara lateral como asomo de asomos en ventanas sobre ventanas, en suma, un repertorio de nuevas y viejas funciones del panning lateral, un ensayo teórico en acto sobre las posibilidades expresivas del panning lateral, una expansión categórica del panning lateral, un exclusivismo maniático del panning lateral como punto de apoyo y figura autárquica, una retórica inimaginable del panning lateral, una suntuosa metafísica quasi megalómana del panning lateral.

La madurez repetitiva duplicada consigue imponer al silencio como elemento estructural básico y trascendente a la vez, el silencio excluyente, constitutivo, radical, un silencio neoexpresionista como antes lo fue la oscuridad con respecto a la luz en el viejo pero siempre novedoso expresionismo alemán, el predominante silencio dominador y dominado, como una presencia ostentatoria y ominosa, en el que hasta los escasos ruidos ambientales y las voces esporádicas parecen ser formas de él, trátese de los súbitos azotes del viento distante en gamas feraces, del tenue crepitar de la fritanga, de los murmullos rulfianos surgidos de los sacudimientos del follaje circundante, de los interminables ecos marinos, del monocorde discurso impersonal del notario inmovilizador de rostros expectantes e imparable implacable, de los irreales acordes de heavy metal distorsionado cual brumosa conciencia de la derrota al interior del largo plano del viejo guisando moralmente paralizado tras la tácita noticia de su trágica desposesión territorial (“Chachachá-Chá”) y su injusto desalojo inminente, de los contertulios nocturnos de perfil y de frente echando sus naipes indigentes (“Bien-bien-bien, calmantes montes, vamos a ver qué pasa, bueno-bueno”), de la lejana e incoherentemente espaciada plática ebria del viejo con el joven (“Adiós camarada tigre, canta la canción vieja-vieja, de piedra ha de ser la cama, a grito de ay ay, la querencia es un delito, ajúa raza, ansina ha de ser”), en suma, el silencio dentro y fuera de la inmovilidad actante (que no actuante, y por ello emparentada con el corto Los silencios de Gastón Andrade, 2014, aunque sin la relampagueante belleza doliente de esta pequeña joya), el silencio maximalista avasallador y aplastando al sonido minimalista al interior de un plano silencioso que lo atrapa y desborda, contra las voces todo el silencio, silencio de la mirada aniquiladora (“Con Los ausentes, Pereda impone la mirada, compromete la detención del tiempo –que deriva en el silencio– el exigir que el espectador se aproxime a sus imágenes como si viera un paisaje que, por sí mismo, no demanda ser entendido, ni requiere de simpatías o de afectos, como bien lo dice Sontag, que el sujeto se olvide de sí mismo o, en otras palabras, la aniquilación del perceptor”: Lucero Fragoso en Punto de partida, núm. 191, mayo-junio de 2015), grumos de silencio, ráfagas de silencio, soplos repentinos de silencio, silencios coagulados, golpes de silencio, detonaciones de silencio, llamaradas de silencio, resplandores silenciosos, silencios detentadores de una magia tan austera y exacta como las repeticiones a las que pueblan y sirven.

Y la madurez repetitiva duplicada cristaliza el espejismo de las identidades trocadas y trucadas, la aventura desventurada de un viejo que es duplicado por el joven que fue y acaso ya suplantado por él en su propio espacio, la metafísica de la repetición enigmática en torno de un viejo abandonado y ausente de sí mismo, la especulativa temática literaria del doble (Poe / Ewers / Von Chamisso / Papini / Borges, pero también Amparo Dávila / Cristina Rivera Garza), la palpitante entelequia tangible de dos seres coincidentes en sus delgadísimas figuras en apariencia frágiles y conectados por la figuración el entorno (y a veces por evanescentes puntos musicales), la ínfima crónica de los orígenes de la cultura del México actual mediante el sacrificio de un bicéfalo chivo expiatorio (diría un imprescindible René Girard revisitado por Apichatpong Weerasethakul), la abstracción insigne de un relato potencial hecho de microrrelatos potenciales apenas yuxtapuestos por alternación y sólo unidos por un contundente final en puntos suspensivos donde la sensación de inseguridad agudiza esa representación incierta de los dobles, esa conclusión-desembocadura en que ya anulados por la cerveza tanto como por el mezcal y tras secretearse en plano fijo (“¿qué se nos ha transmitido aquí, alguna especie de renuncia?, ¿el inicio de un retiro eremita?, ¿es Gabino la versión joven del protagonista anciano? Éstas y otras preguntas están condenadas a nunca encontrar respuesta, por un lado a causa de los anacronismos encerrados en sutiles pero claros detalles; por el otro a causa de la última secuencia en donde los dos actores se encuentran en un episodio bacanal. Quizá es Gabino el único que ha ofrecido hospitalidad al viejo desposeído; quizá, como acabo de sugerir, ya no estamos frente al [¿los?] personaje, sino frente a los actores; quizá en realidad no importa”: Alonso Ríos González en el número de Punto de partida antes mencionado) el anciano todo curiosidad interroga al joven sobre su nombre y procedencia, o sea, al otro y a él mismo, un paralelo de cuerpos en el eterno retorno del presente eterno.

La madurez del cine mexicano

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