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Lado A: La madurez repetitiva acogedora

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En el mediometraje coproducido con Canadá El palacio (Interior13cine, 36 minutos, 2013), solidario aunque levemente burlón opus 8 del prolífico autor total independiente y consentido festivalero todavía tercamente de espaldas ante cualquier ambición mercantil a sus 31 años Nicolás Pereda (tras su colaboración desequilibrada pero acaso clave en algún sentido con el danés Jacob Secher Schulsinger Matar extraños, 2013), se hace la crónica docuficcional de un hipotético centro de capacitación y entrenamiento para sirvientas en Ciudad de México, especie de centro de acogida o de refugio para féminas solas donde un nutrido grupo de mujeres desempleadas (exactamente diecisiete), con edades que van de 8 a 65 años y cuyas ropas aparecen expuestas o recogiéndose en los mecates exteriores de sus humildes cuartos, reciben instrucción de todo tipo sobre cómo asearse y cómo realizar el aseo de la casa, empezando por el cepillado de sus dientes en los fregaderos del patio, la preparación de la comida en una cocina colectiva, el acarreo de agua para los inodoros improvisados, el lavado, el planchado y la limpieza general, el tendido de las camas cual ambición perfeccionista, y culminando por el aprendizaje de ciertas estrategias a cumplir por esas aspirantes a trabajadoras domésticas, para convencer de que cuentan con aptitudes deseables y buena disposición a las futuras patronas posibles aunque inmostrables, en la hora crucial de la entrevista para discutir rigurosidad de horarios, exigencias de puntualidad, monto de salario y actitud flexible para continuar incrementando sus destrezas.

La madurez repetitiva acogedora despliega un bello, entrañable y elocuente álbum de imágenes de mujeres en su calidez cotidiana, producto de una visión a la vez involucrada y distante, con fotografía muy atenta de Pedro Gómez y diáfano sonido en in cuanto en off de José Miguel Enríquez, donde pueden hallar imágenes depuradas de un fino film d’auteur de un género híbrido imposible de ser deslindado o definido, imágenes alígeras y hasta insólitas como el prodigioso larguísimo plano inaugural de las 17 mujeres aglutinadas codo con codo alrededor de unos fregaderos en trance de efectuar un inusitadamente comunal-promiscuo cepillado de dientes, imágenes límpidas como esos planos matinales de las alcobas abiertas a oquedades o a fractalidades generosas, imágenes observacionales de rara belleza inesperada sobre la realización de las más humildes tareas porque hoy “Pereda es capaz de filmar el acto de colgar ropa y tender una cama como si se tratara de un acontecimiento estético” (Roger Koza en el Catálogo del FICUNAM 2014), imágenes cual visiones inesperadas que llegan a impregnarse de cierta benevolencia sonriente como la inoportuna instalación de otro catre más dentro de una habitación ya embutida de lechos, imágenes sentidamente efusivas como el espontáneo abrazo fraternal de dos conmovedoras sirvientas en proceso de formación, imágenes abocadas a cierta sorna afectuosa como la de esa niñita de chicle que hace y deshace y recoge y vuelve a tender sábanas y colchas de una cama cual faena de Sísifo de nunca acabar e imposible de cumplir al gusto de los severos requerimientos de una implacable analista de voz dictatorial que permanece en el fuera de campo (a diferencia del omnipresente instructor tiránico de batería J. K. Simmons del Whiplash de Damien Chazelle, 2014), imágenes que inclusive podrían fungir cual intempestivos nuevos arquetipos irrepetibles a un tiempo colectivistas anticeremoniales o protosacrificiales, todas ellas para culminar en un omnisapiente interrogatorio en off a varias mujeres que ensayan quasi dramatúrgicamente con la intención de adquirir suficientes armas orales para la hora de comparecer, dentro de la impersonal impersonalizante tradición de la secuencia confesional-inquisitorial montada contra el púber cautivo de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), si bien ahora el asedio es contemplado y dirigido en solitario autista un tanto acezante y taimado, al estilo del manejo engañoso y errático que picaronamente ha ejercido Pereda hasta en contra de su sorjuanesca tía diva Jesusa Rodríguez (en Todo, en fin, el silencio lo ocupaba, 2010).

La madurez repetitiva acogedora abunda con dulzura en la monstruosa y cruel ironía de llamarle Palacio a un refugio para menesterosas, una ironía en apariencia inocente pero lúcida, sobre todo por aquello de que “en la ironía casi siempre hay duplicidad (no hay ironía sin fingimiento, sin una parte de mala fe” y de que “la lucidez nos enseña que todo lo que no es trágico es irrisorio” pero no la ironía (amarga por naturaleza) sino sólo “el humor añade, con una sonrisa, que no es ninguna tragedia” (André Comte-Sponville en su imprescindible Pequeño tratado de las grandes virtudes), convirtiendo sin embargo en semifantasía solidaria algunos efectos (jamás estragos) de la desigualdad social y la precariedad económica, mientras de seguro en otra realidad más apremiante otro grupo de 17 mujeres se enfrenta sin preparación alguna al acre universo de la necesidad y la inconciencia: la libertad para vender su ínfima y menospreciada fuerza de trabajo, creyendo que la conciencia es innecesaria.

La madurez repetitiva acogedora recibe con suavidad pero maliciosamente en su seno al teatro del Trabajo, ilustra acerca de la manera de convertirse en niñera o empleada doméstica o enfermera a domicilio ya en la práctica hoy en México, escenifica tanto la falta de ética y de valores como el engaño profundo y el simulacro a veces ingenioso que subyacen y presiden el adiestramiento y la consecución de un empleo en esos campos, y así no es azaroso que Sonia Rangel, especialista filosófica en el cine de Pereda, se refiera a El palacio como la acción de “una microfísica del poder, que expone la situación de las empleadas domésticas, haciendo visibles las relaciones de dominación que han sido normalizadas alrededor de esta forma de trabajo”, y por añadidura “el palacio es una casa a la cual las señoras van en busca de servidumbre, realizando una serie de entrevistas de trabajo a las empleadas, en una especie de casting que nos recuerda el ejercicio de Matar extraños”, allí donde “la entrevista se convierte en un dispositivo para dar voz a esas mujeres anónimas, en imágenes que operan como ecos silenciosos que denuncian la desigualdad y la opresión liberando la potencia del anonimato” (en Ensayos imaginarios. Aproximaciones estéticas al cine de David Lynch, David Cronenberg y Béla Tarr, seguido de Nicolás Pereda o la repetición, 2015), item más, una entrevista siempre basada en pequeñas grandes violencias convenidas, puesto que se encuentran fincadas en la simulación de capacidades y en la conquista del empleo, o sea, puesto que no hay conquista sin violencia ni abuso ni usurpación de autoridad, esa conquista significa también alienación y enajenamiento o toma por asalto: la apropiación de un puesto de trabajo a como dé lugar.

Y la madurez repetitiva acogedora entronca con el cine precedente de Pereda, a la vez extendiéndolo y depurando tanto sus enfoques descriptivos como sus recursos expresivos siempre carentes de cualquier énfasis o explicitud temática, se permite un dejo colateral y casi por accidente de cierto onirismo, en la figura de ese burro (ese emblema universal de la servidumbre y el manso aguante del peor maltrato) que anda suelto por los patios y hurga con su hocico en las plantas de unas macetas o deambula en las habitaciones de las féminas, cual hallazgo de un paraguas en una máquina de coser (Lautréamont) o la aparición de un asno destripado sobre un piano de cola (Buñuel), y al modo del borrico-encarnación de la colérica gracia divina de Robert Bresson (en Al azar Baltazar, 1966), con la mayor indolencia casi indiferente, pues esa bestia pre y postsurrealista a la vez habrá de servir sólo para ser desechado finalmente y que el flujo fílmico pueda enfocarse más bien en las consabidas repeticiones eternas que siguen constituyendo tanto el Perpetuum mobile (2009) como el móvil perpetuo de Los mejores temas (2012), y a las que hoy se abandonan con gusto nuestras novísimas habitantes del mundo de Pereda, sin saberlo, medio automatizadas, para acabar renunciando a todo “ritornello motriz” (Rangel dixit) para volcarse en esos dimórficos cuestionarios verbales a los que acepta someterse desde un fuera de campo acusmático una quasi empleada doméstica rezongona hasta lo desafiante llamada Eli (Elizabeth Tinoco), así como su todoaquiescente homóloga Rossy (Rosa María Lara) y hasta una vetusta doña sexagenaria aún en activo por necesidad hogareña, ajustando sobre la marcha sus problemas de horario y ambiciones monetarias, destacando sus disposiciones para aprender aquello que aún no saben de la práctica doméstica y fundamentando sus urgencias, para poder seguir laborando a cualquier edad avanzada y sobre todo para autovalorarse y hacerse valorar en un mismo impulso, ese sí nada abstracto, y ganarse el respeto que merecen, nada más y que caiga la guillotina sobre una ya lacónica pantalla, hacia un espacio en negro contundente, tajante, elocuente y en burbujeantes puntos suspensivos finales.

La madurez del cine mexicano

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