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La ñerez remordida

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En Nocturno (Redia - Dodo Escenas, 90 minutos, 2016), negativamente intimista tercer largometraje del dramaturgo capitalino ganador del premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz vuelto ambicioso autor fílmico total de 40 años Luis Ayhllón (guiones previos: Caja negra de Ariel Gordon, 2005, aún inédito, y Familia gang de Armando Casas, 2014; corto debutante: Instrucciones para acabar con la neurosis, 2009; primeros largos: Dodo y La extinción de los dinosaurios, ambos de 2014), con base en su propia obra teatral homónima y flanqueado por sus hermanos Carlo (en la mutable música de fondo) y Rafael (para los cuentos y poemas incluidos), mejor película en el festival del Reino Unido en 2016, el misantrópico anciano víctima de una enfermedad terminal ya sólo interesado en domésticos trabajos de jardinería dentro de su regia mansión centenaria Oliverio Oli (Juan Carlos Colombo decrépitamente repulsivo) ha sido encargado por su mujer para que reviente cuanto antes, en el más radical autoabandono despectivo y echando pestes contra todo y contra todos a la menor provocación (“La bondad es una virtud inútil, es como hablar esperanto”), en manos de la eficaz enfermera cuarentona contratada en un hospital Ana (Irela de Villiers calurosamente revulsiva), quien intenta en vano leerle libros o implicarlo en su impersonal plática doméstica en torno a la desaparición de chavas con cáncer también terminal actualmente asolando a Ciudad de México, pero que atiende cariñosamente por teléfono a su familia, hace enigmáticos dibujos obsesivos para una suprahistorietística novela gráfica, ostenta su cuerpo decorado casi por entero con inmensos tatuajes truculentamente narrativos y pronto confiesa ser en realidad una hija rencorosa del viejo paciente que pretende vengarse moralmente de él, pues según ella la violó y dejó en absoluto desamparo desde su infancia a raíz de la muerte trágica de su madre y de que él, su padre abusador, se cambiara el nombre de Lázaro por el actual de Oliverio, implicando a muchos otras criaturas en su cometido, hasta que la implacable mujer endurecida y correosa, luego de permitir la invasión de la casa por su hija Casandra (Nelly Murillo Tepepa) y otra pequeña, parezca haber logrado aquietarse al cabo de tantos y tontos embates vindicadores excedidos contra una inefable ñerez remordida.

La ñerez remordida se enfoca así en el tema de la venganza, por chorromilésima vez en el cine mexicano con pretensiones o sin ellas, una venganza sagrada que comienza por escupirle su rencor vivo e imponerle su presencia al ahora inerme varón que sin mostrar mella alguna, niega los cargos, la repele y trata de correrla por todos los medios y se encierra en el baño para no verla, insultándola con acritud furiosa, pero pidiéndole perdón a la mañana siguiente; una venganza reforzada por las numerosas visitas oportunas o inoportunas, pero siempre culpabilizadores, de otros dos hijos de Oli: el calvo cuarentón Luis 1 (Ari Brickman), quien se apersona prematuramente a reclamar la herencia de la casa, con un humor estrafalario fuera de lugar, al lado de su Licenciado (Arturo Vinales) y una buenona Rita amante callada de ambos (Laura de Ita compensando su silencio con visajes de Reina Chula pasmada), y el hirsuto Luis 2 (Mauricio Isaac), quien llega a manifestarle sin tapujos al vidrioso vejestorio un odio acendrado por sus continuos abusos sexuales cuando niño indefenso (Carlos Antonio Frías Rico); una venganza documentada, corregida y aumentada por medio de tenaces actualizaciones a base de dibujos y animaciones traumático-literarias que involucran al TVgalán Jorge Armando Lafayette (Jorge Luis Moreno) y una venganza bien concertada que rebasa de manera avasalladora y apabullante los obstáculos y resistencias que opone el provecto acorralado Oli, incluso acometiendo una desesperada tentativa por abrirse las venas al pie del mingitorio, aunque oportunamente remediada por la solícita Ana, para que el infeliz siga sufriendo lúcidamente, al modo de una eutanasia invertida y vuelta todavía más en contra del paciente mismo.

La ñerez remordida apela a tremendismos narrativos y escénicos extrateatrales que luchan a brazo partido por ser inventivamente cinematográficos, pretendiendo ser originales e infalibles, pero acaban siendo apenas signos demasiado vistosos y efectistas, como el interrogatorio-contratación frontal sin contracampo a la gélida enfermera por una inmostrable esposa de Oli, o la escupida de odio cara a cara sobre el infeliz agonizante, o el uso y abuso de cenitales top-shots aplastantes, olvidando que la reiteración de los efectos heteróclitos sólo consigue que éstos pierdan fuerza y se tornen poco eficaces, o bien resulten pegotes invasivos o pomposos, al auxiliarse de un bombardeo demasiado vistoso o casi diríase vergonzante de estrategias y recursos expresivos poco ortodoxos en perpetua diseminación: súbita animación de dibujos al estilo tailandés de Apichatpong Weerasethakul, espeluznantes relatos aleatorios al interior de un relato medular, inopinada recitación de poemas grandilocuentes; pero sobre todo al apoyarse en una experta fotografía preciosista en blanco y negro del cuequero Alex Argüelles, dominante hasta la excelencia y la peste, repleta de gamas de grises (esas vistas demasiado bellas hacia el jardín desde el ventanal del aposento de la cuidadora permanente) y atmósferas neoexpresionistas discretamente sórdidas (esas solitarias habitaciones semidesnudas) o definitivamente siniestras (esas ultrafreudianas deambulaciones por laberínticos pasillos mal iluminados por focos encandiladores durante los sueños agitados del anciano) o definitivamente efectistas (esos truculentos top shots hasta del mingitorio), que de pronto, rizando el rizo, se permiten el lujo de alguna opaca coloración en rosa pálido o un par de entintados anaranjados o rojos frenesí siempre parciales sobre el fondo virado tipo La ciudad del pecado: Sin City de Frank Miller y cuates (2005), invariablemente subrayados por un diseño sonoro de Demian Lara más bien irrealizante y un uso esquizofrénico de cierta insostenible música enfática y mutable que va de la transfiguradora composición postserial a la evocación sardónica con base en la reelaboración de tonadas infantiles o populares.

La ñerez remordida apuesta destemplada e impositivamente por temas tabú de antier, como la violación, el abuso de menores, el abandono parental, el incesto no consentido, el odio intrafamiliar, la explotación cínica, el terror a la demencial violencia urbana y la venganza empecinada como rayo que no cesa, de heterodoxa manera tardosetentera, sublimando los inolvidables e insuperables traumas de todos los personajes posibles, pretéritos si bien reactualizados a voluntad, plasmables tanto en los erizados dibujos de la cuidadora de repente animados o en recitadas en visiones onírico-verbales de escopetazo, aunque en realidad sólo se está en pos del infraripsteinismo fascistamoral de un drama tenebroso e insinuante y deliberadamente confuso (¿pretenderá Ayhllón llegar a ser de grande un clon de Rip?, ¿ambicionará ser no como Rip, sino ser Rip?, ¿se cree un Rip del siglo XXI doblemente anacrónico: el de antes y el de ahora?, y la duda queda clavada: ¿no será Ayhllón ya el verdadero Rip?), bordeando con los avances de la locura entre claustrofóbicas cuatro paredes, porque apenas ambiciona pasearse de un imposible Amour (Michael Haneke, 2012) entre ancianos ¡sin televisor! a un estático Festen: La celebración (Thomas Vinterberg, 1998) con su misma confabulación de vástagos violados cuando niños en contra del padre abusador, sin jamás sobrepasar el traumatizado / traumatizante visitadero de personajes estereotípicos para conducir al rigor mortis a un autoflagelador vomitante de traumas juveniles en el Recodo de purgatorio del actor-director autoficcional José Estrada y su impertérrito surtidor de catarsis-vomitada existencial a la carta (con el falo del remoto cura violador en la boca o viendo a la madre esquelética meterse su lavativa favorita), a modo de falsas jácaras o interludios picarescos que los comparsas no aprovechan para hacer bufonadas sino para ir a espetarle su desprecio al vapuleado incólume actor principal Juan Carlos Colombo aguantatodo, para mayor gloria del maquillista a plastas Gerardo Muñoz y la dirección de arte reducida a una fotogénica residencia porfiriana de Roberto Zamarripa o el reino pedestre de diálogos entre pomposos retorcidos y afectados empalagosos, allí donde hasta los inmensos tatuajes de la metódica enfermera Ana, cual cienciaficcionales inscripciones truculentamente narrativos de Ray Bradbury en El hombre ilustrado (Jack Smight, 1968), aunque en fortachona versión femenina, tienen algo que decir, mordiendo por sorpresa procedimientos narrativos tan delirantes como puede aún resultarlo un TVgalán-figurín de modas en monocromías rutilantes.

La ñerez remordida se ensaña a fin de cuentas contra personajes de poco calado, de hondura apenas supuesta y reacciones previsibles, sin verdadera profundidad ni matices ni auténtica intensidad psicológica, unidimensionales como el ultrajador ultrajado Oli y monodireccionales como la Némesis reencarnada Ana o mero estereotipo como todos los demás, que sólo saben abrir la boca para rebuznar en rictus vociferante a perpetuidad como el viejo descompuesto o cual muñecos de ventrílocuo como Ana y sus adláteres y su séquito familiar arrojado de súbito al jardín, fácticos seres ficticios ajenos a sí mismos, como ya ocurría de odiadora manera familiarista con los encuentros subrepticios en una sola jornada del policía misericordiosamente reputado como el idiota de la familia vigilante Adrián Vázquez que se lanzaba en busca de una chavita desaparecida en Dodo, o con los miembros de la violenta narcofamilia aumentada alrededor de los hampones acartonados Rafael Inclán y Elpidia Carrillo en Familia gang, o con las hartantes peripecias gratuitas de los sexagenarios asaltantes Enrique Muñoz y Gastón Melo (por fin en sus primeros estelares) rocambolescamente unidos por un antiguo adulterio en La extinción de los dinosaurios, avejentados bípedos domésticos hoy como ayer idealizados / denostados marginales también al margen de cualquier gerontofóbico behaviourismo realista y nunca de perdida por encima de una suma de parloteos insensatos o incensantos, ofrecidos como chivos expiatorios al espectáculo del hombre que se ha encerrado a morir y olvidar como único bálsamo y felicidad imaginables, el show de la tortura más afectiva y emocional que física o metafísica, el juego de la desalmada autocondena sin asomo de ternura por lado alguno, o la purgadora representación sadomasoquista ungida con el cuchillo ásperamente clavado por la mujerona feroz sobre la mesa de la cocina ante el intimidado enfermo conectado a un tanque de oxígeno a la hora bendita de la cena, para intentar redondear lo irredondeable de la manera más destemplada posible este “macabro cuento de hadas” con “tonos de comedia negra” y una “banda de vividores rodeando, como buitres, la mesa del moribundo patriarca impotente”, esta “danza macabra” de “intenso clima claustrofóbico que transforma los encuentros familiares en un verdadero juego de masacre, donde Oliverio aparece como fiera acorralada” sin cejar por ello de “disfrutar del daño a sus seres cercanos” cual “antesala doméstica del infierno” (según Carlos Bonfil en La Jornada, 20 de julio de 2017), o sea, rematar la pieza en la creencia de que asumir o resolver una contradicción consiste en una atropellada y presuntamente riesgosa o graciosa identificación de los contrarios.

Y la ñerez remordida hace entonces culminar de cualquier forma, al derecho y al revés, sus acres encomios temerarios, pues “toda esta alegoría del mal sería más inquietante aun sin la truculencia un tanto gratuita que el realizador imprime a un desenlace precipitado con elementos de melodrama grotesco” (Bonfil dixit), esa desembocadura hacia la figura del irreventable agonizante con su hija enfermera acostada a su lado en el lecho mortuorio, presos ambos de sus visiones ahora sí terminales de un Nocturno eterno, aunque ella más que satisfecha y catártica a la vera del oxígeno quirúrgico y acunada por la versión orquestal de la “Mujer, mujer divina” de Agustín Lara que se merece, su semejante, su hermana, la hija de tigre pintita, asimismo vaga pero poderosamente sospechosa de los atroces crímenes cometidos contra las extraviadas chavitas cancerosas.

La ñerez del cine mexicano

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