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La ñerez extraterrestre

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En Camino a Marte (Tigre Pictures - Filmadora Nacional - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 94 minutos, 2017), risueño cuarto largometraje del publicista videoclipero capitalino cada vez más ambicioso y desconcertante en lo comercial de 37 años Humberto Hinojosa Ozcariz (Oveja negra, 2009; I Hate Love / Odio el amor, 2012, y Paraíso perdido, 2016), con guion suyo y del también realizador español gaditano Anton Goenechea (Bad Vegan y la máquina de teletransportación, 2016, y ya colaborador del cineasta en el semifallido Paraíso perdido) más numerosos diálogos y briznas de diálogo delimitadamente coloquiales improvisados por las actrices, premio del público en el Festival de Los Cabos en 2017, la fragilísima chava enferma terminal a causa de un virus inidentificable aunque diagnosticado como cáncer Emilia (Tessa Ia conmovedora porque nunca lastimera) deja de tristear en la azotea intentando divisar la amenaza de un inminente superhuracán que se acerca a la ciudad de La Paz, regresa a su cuarto de hospital, se arma de valor y decisión, se arranca cuidadosamente las agujas que la conectaban a un pedestal móvil con el suero arrastrable, tira al excusado los medicamentos con los que se atiborraba, viste de prisa sus ropas de calle, se enchamarra, cruza el pasillo crucial abrazada a su eruptiva amiga volcánica pero también todoauxiliadora Violeta (Camila Sodi at her best) y se trepa al viejo camionetón de ésta (“Gracias por rifártela conmigo”), para emprender juntas un viaje de libertad, placer y descubrimiento / autodescubrimiento, pletórico de peripecias, a través de las carreteras desiertas de Baja California Sur, bordeando las edénicas playas de su costa, con impreciso rumbo a un lugar llamado Balandra, pero en la tienda de una gasolinera en cierto recodo del camino, donde la desafiante Violeta logra pagarle unos chuchulucos con un besote salivoso al aprovechado empleadillo lujurioso de la caja (Rodrigo Correa) y prometiéndole regresar por el cambio, se topan con un delgado joven barboncillo (Luis Gerardo Méndez cambiando de piel histriónica) que despistadamente imitativo pretende saldar su cuenta de la misma forma sin quitarse el casco que lleva herméticamente colocado en su cabeza, haciéndose acreedor a una salvaje golpiza y debiendo ser defendido tan caritativa cuan valerosamente por las chavas y, abandonando la motocicleta en que se desplazaba el personaje, huyen de manera apremiante a bordo de su vehículo de aún buen uso, medio sacadas de onda por la efigie alucinada y en apariencia inofensiva del personaje, su desamparo y sus balbuceos que pronto logran articularse para indicar su procedencia de otro planeta y decir su nombre, que resulta impronunciable, por lo que, en pleno cotorreo, ambas deciden rebautizarlo con el de Mark, en honor al huracán así denominado que se acerca para devastar la península, aunque pronto ellas se hartan y, creyendo que se trata de un simple loquito, resuelven burlonamente botarlo en mitad de la cinta asfáltica, de donde el infeliz parece no poder moverse, razón por la cual las chavas regresan a recogerlo y deciden llevárselo consigo en su travesía aventurera, de continuo conmovidas e intrigadas por ese extraño ser que pretende dormir con ellas en el cuarto de un hotel caminero, se entrega sobre el techo de la camioneta a rituales cómico-cósmicos fuera de cualquier código orientalista esnob y a desfiguros absorbentes e incomprensibles (“¡Neta!”), simula leer el pensamiento o detectar la gravedad en aumento de la enfermedad de Emilia con sólo tocarla, pasa desde la cima de un peñasco a otra cúspide análoga mediante un sencillo salto al vacío de espaldas, se extasía con un caballo encajonado en un transporte como si nunca hubiese visto uno y consiguiendo que el equino recién liberado como por arte de magia pueda corretear después a un lado del volante que ciñe Violeta, y para colmo, el presunto extraterrestre confiesa su misión de venir a destruir la Tierra en vista de la sobrepoblada capacidad de autodestrucción / destrucción de nuestro planeta, clavándoles la duda a las chicas sobre su verdadera procedencia y ponerlas en crisis, haciéndolas reconsiderar sus valores relacionales y axiológicos en general, sobre todo los referentes a la naturaleza de su amistad y al amor, pues en cierta separación momentánea de las ahora amigas rijosas entre sí, y mientras sin dejar de toser sangre a escondidas la linda Emilia inicia sexualmente al presunto alienígena de quien se ha enamorado, la aventada locochona Violeta vive un mal momento tras cogerse satisfactoriamente al seductor dueño de un cámper llamado Esteban (Pablo Andrés) pero ver cómo el cerdazo amigo machista de éste Jake (Andrés Almeida) pasa a desnudarse para hacer lo propio sin que el otro haga nada por impedirlo y la chava siempre tan segura de sí misma deba defenderse como puede (“¡Sácate a la verga!”) y reconocer finalmente su radical vulnerabilidad ante su amiga (“Me dejaste sola”), prosiguiendo su marcha carretera intentando ganarle tiempo al huracán amenazante y enfrentándose a bloqueos del Ejército Nacional que impiden el paso a su destino de pronto considerado zona evacuada, siempre junto al supuesto extraterrestre, ahora sensibilizado, televisivamente identificado como el desaparecido escritor de ciencia-ficción Jerónimo García y, sobre todo, titubeante en sus confesos designios destructores, al grado de pretender salvar a la península de la catástrofe que se avecina y a rescatar in extremis a Emilia de la dolorosa agonía irreversible que la asalta, tras haberla devuelto ya a una nueva evasión sanatorial, ahora para que la chica muera a su gusto, dos cataclismos acordes, uno meteórico y el otro infeccioso, de los que el enamorado Mark se siente responsable merced a una desatada e ineluctable ñerez extraterrestre.

La ñerez extraterrestre propone, como todas las cintas de su realizador, un cine de personajes, más que de personas o caracteres, de personajes en situaciones cotidianas que parecen límite o en situaciones límite que parecen cotidianas, pero cuál es cuál, personajes formidablemente bien interpretados en sus inagotables desmembramientos multidimensionales, bajo la dominante de una frescura formidable y deslumbrante, exhibida con notable precisión y una soltura jamás impostada, con esa Tessa recuperando espontáneamente la lozanía que le negaba Después de Lucía (Michel Franco, 2014), una Camila Sodi (medio hermana de Tessa Ia en la vida extracinematográfica) que por fin parece actriz, luego de cintas de arte en clave secreta como El placer es mío (Elisa Miller, 2015) y preocupantes espantos de banalidad misógina concebida por mujeres tipo Cómo cortar a tu patán (Gabriela Tagliavini, 2017) haciéndola de crecida chavita con eterna sonrisa insinuante en su crispada carita redonda, y un Luis Gerardo Méndez situado, una vez no es costumbre, más allá de los estereotipos triburbanos que le impuso su éxito en Nosotros los Nobles (Gary Gaz Alazraki, 2012) para poder competir en igualdad de circunstancias libres y graciosamente, a cada momento, como la película misma en su conjunto, con el presunto enviado extraterrestre alucinado de la intempestiva obra maestra argentina de los años noventa Hombre mirando al sureste del primer Eliseo Subiela (1985), entre el titular personaje entrañable de El Principito de Antoine de Saint-Exupéry con su ronda planetaria y el delicioso monstruito ET también titular del film E.T. El extraterrestre (1982) de Steven Spielberg (“Después los míos me recogerán”), con ribetes del erizado costumbrismo dimórfico planetario a lo Ursula Kroeber Le Guin (Los desposeídos como culminación de los mundos Hainish de su ciclo Ekumen), al referirse a los estudios acometidos por Mark sobre la evolución mental de los planetas y en particular de uno lejano por él visitado cuyos habitantes viven en un eterno presente prescindiendo tanto del pasado como del futuro, o al confirmar sus dotes sinestésicas para poder oler el color amarillo y probar la música (sin guiño lisérgico alguno al film Sinestesia de Rodrigo Ortega Ortuño, 2017), aunque la cronista hispana Cecilia Ballesteros de El País prefirió reportarlo como la Maribel Verdú de la presente nueva versión de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), sin duda el film-modelo expansivo de esta truculenta y malgré tout optimista road movie de crecimiento a la mexicana (en la línea de comedia sentimental fuertemente satírica que va de Mecánica nacional de Luis Alcoriza, 1971, con Lucha Villa y Alma Muriel, y Sin dejar huella de María Novaro, 1999, con Aitana Sánchez Gijón y Tiaré Scanda, a Viaje redondo de Gerardo Tort, 2008-2011, con Cassandra Ciangherotti y Teresa Ruiz, y a Güeros de Alonso Ruizpalacios, 2014, con Ilse Salas), donde en cierto episodio las amigotas del alma habrán de besarse en la boca como aquellos temerosos Gaelito García Bernal y Dieguito Luna, aunque sin mayor escándalo y sin que nada anómalo ocurra, ni se vehicule por ello una cinta homosexual, pues de trata de escandalizar a un personaje retrógrada del melodrama realista, rompiéndole su prepotente esquema viril.

La ñerez extraterrestre rompe con los lugarescomunes de la comedia romántica light y del dramedy clasemediero para treintones / treintonas mexican style, gracias a la aventura, la fantasía instantánea, la ambigüedad sostenida y elementos de ciencia-ficción siempre cambiantes (el vengador estallido de la casa rodante al parecer por la sola mirada indignada de Mark pero en realidad por encender Jake un cigarrillo con la hornilla riesgosamente abierta) y permutables con otros tomados de la realidad más inmediata (la tarjeta postal estrujada por el extraterrestre al ocaso pero considerada como su proyectado destino geográfico, la metáfora de la libélula muerta aunque aún agitada como metáfora de nuestra especie en decadencia, la desnudez del espejo como sucedáneo del inmostrable y púdico declive corporal), pero imponiéndose y trascendiendo cualquier andamiaje limitante gracias al relato audazmente construido sobre el azar, y ante todo en virtud de la innata desenvoltura y el fértil desparpajo de las dos chavas de habla particularmente desinhibida (“¿Cómo le hacen para coger en tu planeta?” / “No hay sexo en mi planeta, es la misma energía única, etcétera”) con protectoras gafas negras y cachuchitas altaneramente alzadas, arrobador par de chavas sexualizadas y transgresoras que insólitamente llevan la iniciativa por mera frescura pura y dura, sin culpa, tanto con el supuesto alienígena como con los machines del cámper (“Pinche nalgota que te comiste, cabrón”), de igual a igual e incluso por encima de ellos, se trata de la chica sana o de la enferma en extinción (“¡Te lo cogiste!”), estas simpáticas chavas de impostado acento norteño alentadas y secundadas y coreadas por los forzosos encrespamientos de la música original de Rodrigo Dávila, para seguir acometiendo la gran travesía gozadora de todas las jóvenes tan largamente deseada, hasta culminar en la gloria de una manera de fallecer elegida con toda libertad volitiva y sostenida (literalmente) a morir.

La ñerez extraterrestre comienza formal y narrativamente con una casi informe concatenación de secuencias breves muy elípticas y atropelladas (“Ándale, que te voy a dejar”) entre revoloteos de aves silvestres a lo cuadro de Vincent van Gogh y fotos con iPhone desde el retrovisor y salidas por la ventanilla para gritonearle tanto al agreste paisaje como a la plástica del montaje merced a una edición al principio precipitada de Joaquim Marti Marques y su dinamismo en perpetuum mobile, continúa amaestrando con mayor fortuna la vocación improvisadora del film y de sus actores (maquillados magistralmente por Karina Rodríguez), y de plano acaba haciendo gala de enorme tranquilidad y majestuosa fotografía de Guillermo Garza Morales con suprapaisajista diseño de producción de Annaí Ramos Maza, al jugar con el huidizo sentido del relato y con el título mismo de su película excipiente en el albur del juego de palabras de su título, Camino a Marte / Camino Amarte / Camino a amarte, al igual que exacto tres lustros atrás el exitoso Amar te duele / Amarte duele de Fernando Sariñana (2002) y buscando (y encontrando) los mismos resultados, pero referidos esta vez a un romance desahuciado y de último minuto, para conseguir rebasar la imponente paternidad fabulesca feminista de Thelma y Louise, un final inesperado (Ridley Scott, 1991) que pareciera imperar y hasta aplastar al mercurial estilo adoptado en esta ocasión por el realizador de la parábola rural con humor socarrón de Oveja negra, del romance disparejo entre un adolescente sordo y una extranjera de Odio el amor y la desterritorializada sobreexcitación tremebunda de Paraíso perdido, experiencia sin las cuales no existirían Camino a Marte ni su “teatro sobre el viento armado” (Luis de Góngora) ni sus removedoras y disonantes resonancias eróticas protofeministas-antimachistas de bulto leve pero firme, no obstante sin poder perder contacto con la conciencia de la moribunda atrapada entre la serenidad y la tos sanguinolenta.

Y la ñerez extraterrestre oscurece sorpresivamente al final sus tintes distópicos y apocalípticos, ya soberanamente planteados a lo largo del relato por medio de sus avances alarmistas sobre la Tierra vista desde el espacio exterior y por una bitácora meteorológica de los días / horas / minutos que faltan para la colisión del climatológico choque inminente e inevitable contra la costa bajacaliforniana, pero ahora desde el interior del ojo del huracán mortífero, hermosamente visualizado como un cielo ennegrecido cada vez más cerrado sobre la rebasada cabeza de los espectadores, mientras el aterrado falso Mark cubierto por el auténtico Mark atmosférico logra avanzar cargando el desvaído cuerpo desvalido de Emilia, tan inerme como el desamparado-desesperado bandido generoso Pedro Infante cargando el cuerpo exánime de la india revolucionaria Blanca Estela Pavón en La mujer que yo perdí de Roberto Rodríguez (1949), reinventando el desastre romántico de Duelo al sol (King Vidor, 1946) vuelto como en Hinojosa Ozcariz un retador Duelo al firmamento entero, de repente ensombrecido, siniestrado, enlutado de antemano, anochecido entre bordes de relampagueantes resplandores, enceguecido como la imposible reducción de la complejidad dramática de la trama y de lo real, hacia una conclusión en puntos suspensivos, generosamente abierta tanto en direcciones y posibilidades de lectura interpretativa como en luminosos sentidos por paradoja desplegados bajo las tinieblas de una tormenta arrasadora y quizá genocida, que nada exorciza de la ambigüedad señera, omnipresente, ovnipresente, en la improbable puesta a salvo del erotanático delirio.

La ñerez del cine mexicano

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