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La ñerez retrozombi

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En Ladronas de almas (Prendeyapaga Films - Nemak - Eficine 189, 88 minutos, 2015), atípico film 17 del fino cultivador duranguense del cine rural de 62 años Juan Antonio de la Riva (de Vidas errantes, 1984, a Érase una vez en Durango, 2011), con guion original de Christopher Luna, Mejor largometraje mexicano y Premio Extreme en el festival Feratum del municipio michoacano de Tlapujahua en 2015, un molido pelotón de supuestos soldados insurgentes y torvos mercenarios al mando respectivamente del teniente prognata Torcuato Reyes (Juan Ángel Esparza cual galán teratológico) y del exasperado voraz Macario (Luis Gatica feroz) ha logrado cruzar en medio de la Guerra de Independencia hacia 1815, la futura sierra morelense a la búsqueda hacienda tras hacienda de un Capitán Arroyo que seis meses atrás desapareció junto con su destacamento sin dejar huella, y veladamente en pos de un cargamento de oro expoliado a las tropas virreinales, por lo que se refugian de paso y en forma perentoria dentro de la semidesierta propiedad, alguna vez saqueada por los realistas, de un enfático Don Agustín Cordero en silla de ruedas (Ricardo Dalmacci), padre de la hermosa jovencita María (Sofía Sisniega) y de su hermanita púber Camila (Ana Sofía Durán) que ha perdido el habla tras el asesinato a tiros gratuitos de su madre Ana María (Marcela Odriozola) y el rapto de su hermana mayor Roberta (Natasha Dupeyrón) a manos de los primeros invasores del lugar, hoy un sitio en la desolación total y absoluta, pues la diezmada familia Cordero sólo subsiste acompañada por la regia sirvienta Ignacia (Claudine Sosa), al devoto cuidado exclusivo de la traumatizada muchachita enmudecida que gusta de hacer rondas nocturnas con casco de dragón entre las ruinas de la hacienda para juguetear con algún amigo imaginario, y por el amante de la leal hembraza prieta, el recio capataz mulato de origen haitiano Indalecio (Harding Junior), quien, solemne e intimidante y haciendo eco a las chicas reticentes de la atribulada familia que se oponían a conceder cobijo y alimento a los bandoleros con disfraz, recomienda a éstos, asilados en la troje, no vagar por la noche a través de los numerosos pasajes y pasadizos y rincones sombríos del lugar, pues por ahí rondan muertos reaparecidos, pero desde esa misma noche ningún caso le hará el falso teniente Torcuato, que descubre al hacendado minusválido como latinista rezandero haciendo conjuros librescos en una iglesia derruida, y por el cerúleo veterano Cecilio (José Enot) que, apenas descubierto un tesoro de lingotes de oro y joyas amontonadas en la cripta del templo devastado, acabará sus días perseguido, atracado, sanguinolento, devorado, carcomido y vuelto zombi por dos atacantes imbatibles, al término de un calvario apocalíptico al que serán también sometidos todos sus correligionarios, acometidos sobre todo por las hermanas malditas, pronto reforzadas por la tercera Roberta rediviva, hasta el total aniquilamiento y el reguero de cadáveres resucitantes, por malobra y desgracia de la ñerez retrozombi.

La ñerez retrozombi dicta el morbo y lo mórbido fílmico supragenérico posmoderno de un exterminio que se cierne sin piedad ni límite posible sobre las víctimas repelentes, una a una y hasta varias veces bárbaramente sacrificadas, en el transcurso de un par de noches, muriendo y reviviendo, pues sólo aquellos combatientes que sean decapitados y paseados con la cabeza chorreante o envuelta en un costal negro dejarán de ser sujetos de resurrección infernal (al igual que los legendarios vampiros draculescos sin una estaca clavada en el corazón), trátese del hediondo sadiquillo Jacinto (Arnulfo Reyes Sánchez) y su compinche el ladrón de tesoros Patricio (Tizoc Arroyo), o del cobarde violador de mujeres Torcuato, o del mismísimo extraviado Capitán Arroyo (Pablo Valentín), quien arribará al lugar con todo su regimiento regular convertido en carne de patíbulo clandestino y tumultuaria horda de tumefactos zombis recalcitrantes, con mosquetones en ristre para enfrentar a un Indalecio también armado, muerto y resucitado, ya que en realidad se trata de un bokor resucitador de muertos y fabricante de zombis, de acuerdo con los afroantillanos rituales vudú, que aún le reservan al último sobreviviente simiesco Odilón (Javier Escobar), la triste gloria de ser destinado como nuevo guardián del tesoro escondido por esa alucinada culminación elegiaca.

La ñerez retrozombi fustiga y fatiga un cine de horror que inicialmente avanza con buen paso (edición de Óscar Figueroa), crea atmósferas y luce la soberbia fotografía de Alberto Lee (el elegante camarógrafo del shakespeariano Huapango de Iván Lipkies, 2001-2004), la dosificada música ambiental con dominante guitarrista de Diego Herrera y el vestuario epocal muy estilizado (sobre todo el femenino) de Fernanda Vélez, pero de pronto ese horror parsimonioso y cercano al de los sulfurosos relatos de aparecidos y leyendas macabras del siglo XIX (a semejanza del asfixiado film paradigmático en blanco y negro El escapulario de Servando González, 1966), se aloca y se precipita en una suma de hechos sangrientos que ni asustan ni aterrorizan y pronto cesan de emocionar, al intentar la reinvención histórica de un cine de zombis que parece recreado con zombis de antemano agotados (ese corpulento monstruo todoabrazador siempre de espaldas), hecho por zombis y para zombis, en medio de los estragos y resistencias desesperadas de una guerra de la que los zombis representan una alegoría, e incluso construyen y constituyen una realidad alterna de ella, pese a girar en torno a la figura histórica de una María Cordero que defendió tan exitosa cuan temerariamente sus tierras a comienzos del siglo XIX contra el asedio de saqueadores de todo tipo, si bien ella ahora como eje subrepticio de una desmitificadora Zombiguerra de Independencia vuelta caos, desastre y devastación pura.

La ñerez retrozombi propone, como máximos atractivos visuales, la aparición de la pequeña Camila a indefenso contraluz bajo la fractalidad de unas arcadas al cabo de un largo seguimiento del tenebroso Macario atravesando prácticamente muralla tras muralla en su introductorio espionaje nocturno fuera del tiempo narrativo lineal, el reptar de un alacrán dorado superviviendo a su aplastamiento entre los criminales cascos de los caballos bajo el reluciente sol a plomo, las larguísimas armas vistosamente antiguas y en desuso, los jinetes con sarapes trenzados y sombreros en punta y anchas cintas rojas sobre la frente y temerosas expresiones atónitas ante los ruidos desconcertantes (“¿Escucharon eso?”), el arrastre desde un caballo de la hermana secuestrada con las manos extendidas por una soga, la transformación del oro en hierba luego de ser pesadamente transportada al interior de un cofre, la paulatina zombización del gorilesco Odilón para ser convertido en el nuevo esclavizado vigilante eterno del tesoro nibelungo, pero ante todo, la fotogenia laberíntica de la hacienda plena de arcos y muros señorialmente reducidos a ruinosos desfiladeros de piedra, la metamorfosis ingente del atmosférico mundo de las haciendas-lugar común del cine revolucionario a punto recóndito y decrépito digest de la Nueva España, la folletinesca acción compactada a sólo dos noches, los súbitos retornos al pasado dentro de un continuum óptico que jamás señalan su condición retrospectiva, la intempestiva retoma de brutales secuencias brutalmente interrumpidas a la mitad, la devoración colectiva tras la puerta apenas posible de seguir por la mancha de sangre que se cuela por debajo de la madera forjada (al estilo de la clásica visión indirecta de El hombre leopardo de Val Lewton-Jacques Tourneur, 1943), el trazo de infantiles caricaturas mortuorias con grafito por María y Camila al alimón historietístico sobre las paredes pero en terrenos morales que desafían y baten a la aberrante monstruoteca posromántica del decadente Guillermo del Toro (el de El espinazo del diablo, 2000, y La cumbre escarlata, 2015), el retorno del verbo a Camila para escupir su rencor hacia la vesania masculina, las maléficas sopas y brebajes infalibles (“Te dije que le iba a hacer efecto”), la altiva reminiscencia de Juan Antonio de la Riva a los exótico-esclavistas orígenes vudú-haitianos del febril cine de zombis (precisamente al Lewton-Tourneur del hiperclásico Yo caminé con un zombi, 1943), esos inesperados y fascinantes giros retorcidos de los extendidísimos planos más elegantes con la firma De la Riva (dignos de su Gavilán de la Sierra, 2001, o de su obra maestra Érase una vez en Durango), y por supuesto la metáfora prolongada de la familia Cordero convertida en lobo pluricéfalo.

La ñerez retrozombi reclama y retiene así la deliberada o inconsciente virtud inefable de remitir a sus espectadores y ávidos fans, pese a plasmar una distopia futura (aunque desde un pasado relativamente reciente con respecto a la historia de la humanidad), como todas las cintas de zombis de moda o por venir, y tal como lo ha expuesto la cinefilósofa Sonia Rangel en un trabajo sobre la imagen-caníbal basado en los estudios sobre “antropofagia zombi” de la teórica brasileña Suely Rolnik (en el número 123 de la revista La Tempestad, junio de 2017, centralmente dedicado al tema), a una zona antropológica, o a un imaginario orden primitivo, anterior a la conciencia y a todo control o mediación, donde el deseo puede nacer en estado puro y bruto, a partir de las pulsiones más básicas de un deleuziano-guattariano “cuerpo sin órganos”, de pronto sólo boca mordedora con hambre insaciable, con una bárbara voracidad encarnizada más acá, no más allá, de cualquier sacrificio ritual, en una oscuridad arcaica del devenir-animal que todos llevamos dentro, como las mordeduras de labios alevosos y los acuchillamientos traidores por las féminas en apariencia vulnerables e inermes de Ladronas de almas, ya en un espacio despiadado fuera de concierto, si bien contagioso, que es su propia reflexión negativa y su Némesis, formando mínima aunque pertinente parte de un magno Holocausto Zombi, el holocausto previsto conjuntamente en tres obras maestras del género en 2016 por el danés Nicolas Winding Refn (El demonio neón) y por la francesa Julia Ducournau (Voraz) y por el escocés Colm McCarthy en (Melanie: Apocalipsis zombi), un holocausto siempre prometido.

La ñerez retrozombi adopta una postura netamente feminista dentro de la prodigalidad de la furia y la ternura (“Ya verás que pronto todo va a ser como antes de que muriera tu mamá, ya hace mucho que no escucho tu voz, yo también la extraño”), el contraste esencial entre las largas cabelleras sobre vestidos blancos al suelo y las enrebozadas figuras del omnívoro luto humano dentro del idílico paisaje griffitheanamente lírico, la exasperación y la rabia, que dominan esta morigerada forma extrema de la fantasía gore actual, con esas hermanitas Cordero, haciendo causa común al lado de su sirvienta viuda instantánea y su madre resucitada de la tumba, todas ellas en bola o por separado, aunque siempre actuando con revancha, saña y algo más (“Matar se vuelve adictivo, y más en estas circunstancias de la trama donde sólo buscas sobrevivir”: Natasha Dupeyrón dixit); en cambio, los varones son completamente elementales y previsibles en su machismo, el oro y la violación de mujeres al mismo nivel y como única motivación, sus valores excremenciales (“Tú quieres ser general, nosotros estamos aquí por el oro”) de viejo spaghetti western (el Sergio Leone de El bueno, el malo y el feo, 1966, y Los héroes de Mesa Verde, 1972; el Sergio Sollima aquí prohibido por presuntamente denigrar a México en sus cintas La rendición de cuentas, 1966, o Cara a cara, 1967, y Corre hombre corre, 1968; el reciclador Quentin Tarantino de Django sin cadenas, 2012), en lo inmediato y en el horizonte, en el firmazonte diría el Vicente Huidobro de las proezas verbales del creacionista-ultraísta poema-río Altazor, en el impositivo y peninsolente falozonte, pues.

Y la ñerez retrozombi apuesta de manera primordial por la calidad de atmósfera y el impacto inmediato, pero acaba apostando por la sorpresa y la incoherencia, estrechamente unidas, la sorpresa hasta la arbitrariedad y la incoherencia hasta el apelmazamiento de la anécdota y una dispersión del sentido, ambas expresándose a través de la distensión terrorífica por sobrecarga acumulativa y la simpleza mórbida de una proliferación sin ton ni son de hechos sanguinolentos, crueles, intempestivos, burdamente splash y perversamente light, que incluyen ante todo acuchillamientos por la espalda, machetes clavados por la espalda y decapitaciones, con repentinas salpicaduras de sangre que cubren el rostro de las jóvenes malditas, ya marcadas por la vampiresca devoración desplazada de Artemio el Albino (Jorge Luis Moreno), para que hasta el ojo de Cecilio colgando aún con nervios en la punta de un machete termine por perder toda eficacia prologal y consiguiendo que la película se revele expresivamente trabajada en el espíritu mismo de su asunto anecdótico y con sus detalles inhumanos cada vez más al ras de la tierra yerma, para que sólo sobreviva la imagen de las féminas bañadas en sangre (al estilo de la original Carrie: extraño presentimiento de Brian de Palma, 1976, o más recientemente, del irreductible Voraz de Julia Ducournau, 2016) y de nuevo erguidas, preparadas para cualquier ataque, benditas y heridas por su propio afán de venganza, ya marginales a cualquier dimensión épica, al cabo de un tilt up al cielo que se encadena a cierto tilt down hacia las tumbas profanadas.

La ñerez del cine mexicano

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