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La ñerez autodefensiva
ОглавлениеEn El ocaso del cazador (Hugo Stiglitz Producción Cinematográfica - Frontera Films, 120 minutos de súbito reducidos a 92, 2013-2017), destemplado quinto largometraje del inclasificable ñerovanguardista belgo-jarocho-boliviano de 44 años Fabrizio Prada (tras su tremebunda asaltocinta en un solo truculento plano secuencia otrora récord Guinness en el rígido ramo estructural sin cortes del Tiempo real, 2002; su sainetista sátira videohomera nunca estrenada Chiles jalapeños, 2008; su encrespada parábola moral Escrito con sangre, 2010, y su aún inédita El sacristán, 2013), con guion suyo al lado de Fuensanta Valdés y del productor-intérprete Hugo Stiglitz basándose en hechos verídicos ocurridos en Tamaulipas cuando un anciano terrateniente se enfrentó a solas con sus armas al cártel de Los Zetas, el septuagenario excazador con arraigo multigeneracional de opulento hacendado norteño Alejo Jerónimo Garza llamado de cariño Don Hunter (Hugo Stiglitz siempre de a caballo) goza derribando de un tiro certero el remilgoso panal incrustado en una torre de la iglesia de su pueblo para admiración de sus añosos amigos y se niega a vender incluso a precio preferencial sus propiedades, bajo ninguna circunstancia ni intimidación, exigencia de cantina o presión desalmada del inmisericorde joven narcopistolero de la región Lucas (Alan Ciangherotti), ni siquiera cuando sufren asalto y secuestro carretero en el amarillo jeep familiar su esposa ahora dramáticamente postrada María (Pilar Pellicer desencajada aunque nunca émula de la abuelita institucional Sara García), su bella hija Cristina (Jenny Lore) a punto de ser violada y el avispado nieto púber (Hugo Stiglitz hijo), pero luego de numerosas defecciones, partidas, sometimientos y cesiones hasta de la cantina local por su propio dueño (Rojo Grau) vuelto empleado al servicio del criminal, u otras peripecias que afectan directamente la seguridad y el bienestar colectivo, como la tortura y muerte violenta del ya de por sí corrupto jefe de la policía municipal, el mismo terrateniente anima a su familia a abandonar el territorio una buena mañana, horas antes del día cero fijado por el delincuente y sus sicarios (Luis de Marco, Octavio Gómez) para tomar por asalto el rancho. Y sin embargo, tras despedir al fiel capataz Camilo y recibir abrazos de todos los peones económicamente liquidados que así le rinden pleitesía dinástica al buen patrón supertrabajador que los protegía, Don Hunter se arrepiente en el último minuto, decide permanecer pase lo que pase, regresa a su mansión, coloca armas de alto poder en cada ventana sobre ingeniosos soportes y se erige en heroico autodefensa de su territorio, atinándole de a sicario por tiro, hiriendo hasta al maldito Lucas en una pierna, y sólo podrá ser derrotado mediante el uso de granadas, si bien ya consagrado a la inmortalidad merced a su ñerez autodefensiva.
La ñerez autodefensiva quisiera situarse genéricamente entre la cinta de aventuras, la denunciadora docuficción sobre autodefensas organizados tipo Tierra de cárteles del estadunidense Matthew Heineman (2015) y la lucha individualista de un hombre solo contra la injusticia demasiado grande que siempre habrá de minimizarlo y desbordarlo como el antofobaproico Crepúsculo rojo del excuequero cineasta regiomontano Carlos González Morantes (2008), pero el producto en sí es incapaz de elevarse mínimamente por encima del cine rutinario del pasado o del cine atropelladamente protoamateur del presente, apareciendo autosaboteadoramente echado a perder gracias a la pródiga pero rabiosa e inepta confabulación de elementos y materiales visualmente dispersos, sin continuidad secuencial posible, que le dan un aire de hipertrofiada chafez absoluta a cada secuencia, secuencia por secuencia, por obra y desgracia de una pésima edición de Juan Luis Maldonado que todo lo convierte en serpentina de enfoques caprichosos e hiperfragmentadores, una fotografía sin temple del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa, antirritmos internos, saltos para adelante y para atrás desde picados y contrapicados o desde impresionantes top shots cenitales, y por si eso fuera poco, una mezcolanza musical muy invasiva, con ridículo tema central de Jaime Flores en henchido elogio meloso a Don Hunter e inoportunos efectillos techno de un juvenil DJ neoyorquino que tornan dignos de agradecimiento los repentinos bombardeos de una auténtica sinfonola de cantina pueblerina que escupen de pronto, metafóricamente, aunque sin ton ni son, el mismísimo Segundo Himno Nacional (“El zopilote mojado”) y añejas canciones rancheras en voz de Jorge Negrete (“Yo soy mexicano”), de Lola Beltrán (“La borrachita”, “La muerte”) y del Charro Avitia (“Traigo mi 45”), cuyas anacrónicas fuerzas logran hacer estremecerse hasta a la regia locación mexiquense de Ayapango, cerca del municipio de Amecameca a espaldas del Popocatépetl, en plan de aridez nordestina casi brasileña.
La ñerez autodefensiva se plantea como imperdible vínculo ideal plus cuan imperfecto entre las viejas películas quasi ingenuas de narcos de los años ochenta (con Jorge Luke como Matanza en Matamoros de José Luis Urquieta, 1986, o con el inefable Mario Almada como en Siete en la mira de Pedro Calderón III, 1984, y en La fuga del rojo de Alfredo Gurrola, 1985) y las ultraelogiosas seudocríticas actuales del mismo asunto (El infierno de Luis Estrada, 2010, como ineludible piedra de toque neocostumbrista panorámica y multicaracterológica), entrega puntual y muy esperada de una estafeta fílmica por fin hecha explícita, punto de inflexión que se ignora, enlace necesario de una tradición que nació medio muerta medio viva pero muy agitada, entronque generacional, imprescindible nexo autoconsciente entre dos involuciones genéricas y aventureras que se creen evolución dentro de la misma temática, en suma, dos líneas que se unen y alían en el tremendismo gratuito y autocaricaturesco mercurial, curiosamente copartícipes de un idéntico espíritu entre excitante y mórbido atroz de antemano vencido, en detalles y escenas presuntamente shocking como el torpe amordazamiento y precipitado encueramiento de la rubia hija del héroe ranchero en trance de ser violada hasta-cierto-punto, las cabezas obsequiadas dentro de una hielera para contrarrestar el Efecto Pozolero (del Jorge Zárate de El infierno) y la orden heroica de ser tiradas lejos (“Para evitar averiguaciones”), el temible sombrero negro de borlitas del villano mayor malo de malolandia precoz, la transformación en entusiasta sicaria vengadora de una guaposa periodista pelirroja con ubicua videograbadora insaciable (Karla Vizcarra) por veloz mutación a la vista, la explicación genealógico-dinástica del nombre de Jerónimo obligatoriamente bautizando y bendiciendo a todas las generaciones de terratenientes como algo tan fundamental como aprender a montar a caballo y a fumar puro, el hierro candente marcando al policía pelón con cicatriz en el hombro marcado para morir brincando a balazos en las piernas, la afirmación del correoso amigazo nonagenario (un megaemblemático y final Mario Almada) echándose su mezcalito para negar pontificadora cuan antidialécticamente que “No son otros tiempos: siempre ha habido putas y narcos” antes de ser rescatado sedente y deprimido en una vía del tren, cuates tan pasitas-pasitas como el tío médico bon vivant y el bragado señor cura o cualquier borrachín buenaonda de época (Al Castillo, Manolo Cárdenas, Ricardo El Güero Carrión), una cópula alternativa en plena balacera, una sirvienta tan mudita cuan guapachosa (Paulina Matos), inamovibles pestes de rigor quejoso contra la situación actual del país en abstracto (“¡Pero ustedes no saben cómo está México!”), arbitraria visualización de unas pesadillescas visiones oníricas que trastornan el sueño de la madre traumatizada (rosario oscuro, máscaras blancas, persecución paranoica), la vigencia pese a todo (y con oportunas enlutecidas disculpas funerales) de un presunto código de honor homicida de los narcos (“Ni mujeres ni niños”), pero por encima y alrededor de ellos y ellas, esa vertiginoso-guiñolesca ronda ubicua de una buenona sicaria empistolada fálica enseñatodo todoeltiempo (Diana Ramírez) que se equivocó de película de ficheras esquina con la Rosa Gloria Chagoyán en la exitosa serie iniciada por Lola la Trailera (Raúl Fernández, 1983) que de pronto encañona a una apacible Doña para exigirle su cuota de extorsión (“Vengo por mi lana, putita”), todo eso al mismo nivel, por supuesto. La opulenta ordinariez narcisista del antiguo intérprete mexicano-germánico del acapulqueño Robinson Crusoe de René Cardona hijo (1968) y de la ambiciosa subacuática ¡Tintorera! del mismo comercialísimo cineasta-autor aventurero (1976), tanto como del delirante autoatrofiado Angeluz del joven ascendente Leopoldo Laborde (1997-2001), ha engendrado entonces una tardía película-puente entre dos segmentos temporales intergenéricos de un mismo asunto, de manera más que significativa e indispensable si las hay.
Y la ñerez autodefensiva hace por sobre todas sus vicisitudes y tropiezos el regio retrato obliterado, más infrafílmico y derivativo que realista, de un Clint Eastwood de western clásico o suburbano a la mexicana, el que de seguro nos merecemos: un señorón muy dueño de sí mismo posando incólume a perpetuidad en el porche de su idílica hacienda sobre una añosa silla poltrona, lucidor sombrero modelo rústico empotrado en la cabeza, puro a la boca y rifle de mira telescópica cruzado sobre las piernas, siempre “Pegado al rancho” y al frente de él, siempre añorado tanto por sus familiares que partieron por la mañana para que los asaltaran o para testimoniar la grandeza de los restos, como por sus contertulios de la cantina El Búho (en efecto con un simbólico búho en jaula) en vías de senil desaparición, a la egregia espera de los plomazos bienhechores del expeditivo Duelo de Titanes al amanecer, que debería conjuntar al estoicismo de Los imperdonables (Eastwood, 1992) con el darwinismo conservadurista de Gran Torino (Eastwood, 2008), cual enésima despedida a un Rancho Grande con matones de ¡Ay, Jalisco no te rajes! (Joselito Rodríguez, 1941) que se soñaban habitantes populares de Un mundo perfecto (Eastwood, 1993), todos juntos e igualados para siempre en una santísima trinidad Violencia-Narcotráfico-Temeridad, con la misma depravada e imperdonable ñeromueca elegiaca.