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La ñerez suplantadora
ОглавлениеEn Almacenados (Avanti Pictures - Producciones Chonchas - Zensky Cine - Estudios Churubusco Azteca - Equipment & Film Design - Eficine 189, 93 minutos, 2015), jocundo tercer largometraje del chilango fílmicamente formado a la gringa (en la Universidad de Texas en Austin) de 36 años Jack Zagha Kababie (Adiós mundo cruel, 2010; En el último trago, 2014), con base en un guion original luego vuelto pieza teatral homónima del dramaturgo catalán David Desola (ya coguionista de En el último trago), ganador del premio Fipresci y el del público en el festival de Morelia de 2015 así como el de la audiencia en el de Gijón ese mismo año, el desenfadado joven habitante de la periferia urbana Nin (Hoze Meléndez) cruza la ciudad con sus audífonos individuales puestos para llegar exacto a las siete de la mañana de un lunes para checar a tiempo la tarjeta de su primer empleo en el almacén B, de los supuestos dos pertenecientes a una compañía productora de astas de bandera y mástiles de barco con barras de aluminio, pero se encuentra con que el encargado de ese lugar inhóspito, el severo solitario malencarado de 59 años a punto de una jubilación forzada por artritis que se hace llamar el Señor Lino (José Carlos Ruiz) le indica que debe arribar a las 6:53 (“Pero llegué a tiempo”) pues el desajustado reloj chocador siempre ha marcado la hora con siete minutos de adelanto (“La máquina está adelantada siete minutos”), aunque debe acostumbrarse a checar su salida a las tres de la tarde en punto (“Tienes que checar tu tarjeta dos veces al día”), para acreditar ante la administración el trabajo de cada jornada y recibir su sueldo mal pagado, así como el riguroso personaje lo pone al tanto de otras rígidas rutinas que considera inviolables para el almacenamientos de mástiles (la finalidad de su trabajo) en los amplios espacios dispuestos para su resguardo, clasificación y ordenamiento, apenas hayan sido descargados de los camiones transportistas de la empresa, teniendo que permanecer a la espera, sin distraerse ni para tortear ni para ir al baño, y de pie, junto a un escritorio con una sola silla, que le pertenece por jerarquía y antigüedad al viejo, junto ante tres carpetas en blanco, listas para anotar entradas, salidas, registro de piezas defectuosas, y varias minucias más, debiendo el buen Nin soportar las preguntas y mofas contra el padre, de acuerdo con él difunto o abandonador, que le puso tan corto y ridículo nombre de Nin, y ser impedido de barrer el local, ya que podría ensuciarse con el trajín de los transportes y descargas, y por ende lo más lógico es asearlo sólo quince minutos previos al cierre, y el muchacho aún debe escuchar y acatar en silencio numerosas agrias e inflexibles indicaciones más sobre la portación y limpieza de su oscura bata obligatoria, acerca del teléfono intocable porque puede sonar en cualquier momento, y demás, si bien éste es apenas el día inicial de los cinco de presunta capacitación que aún le restan al sumiso y en apariencia todoaceptante Nin para convivir bajo las recomendaciones pertinentes / impertinentes y los dictados del Señor Lino (“Estuve once años como ayudante antes de ser el encargado y tú en cinco días...”), durante los cuales el chavo se irá revelando y rebelando paulatinamente con enorme fortaleza contra el arrutinamiento predestinado, llevando al trabajo una silla plegadiza, contestando un telefonema de prohibidísima índole personal (de parte de su padre dado en falso como muerto o ausente) y lo peor, descubriendo poco a poco, por iniciativa propia, que en los 39 años ocupados por el viejo Lino al frente del almacén, el único almacenado ha sido él mismo, que jamás ha llegado hasta allí ningún camión y que el desechable varón mayor sufre como una condena el hecho de ser pronto relevado, o más bien suplantado, en su infructuosa labor, situación general que dará lugar a numerosos incidentes, entre trágicos y chuscos, sobre todo cuando el Señor Lino, muy bien trajeado, parta terriblemente nervioso a la cita de liquidación con el jefe, a quien verá, presumiblemente en compañía de su contador, acaso por apenas segunda vez en su vida, y Nin aproveche la singular ocasión para fingirse con gran habilidad y verba notable, el psiquiatra de cabecera de un Señor Lino aquejado de esquizofrenia furiosa, por lo que, para evitar un arrebato, debe añadirse a su último pago una compensación a causa de los minutos escatimados durante casi cuatro décadas por el aparato checador averiado y tratar al hombre con delicadeza, incluso ser recibido cantándole, cosa que será obedecida a pie juntillas, tanto como la posterior solicitud urgente de un mástil a una secretaria, el primero y único y acaso último objeto almacenado durante 39 años en ese lugar, que aparecerá rigurosamente acomodado por Nin y presentado al maravillado Señor Lino, compensando mínimamente así el pesar causado por el abandono quizá para siempre de su sitio de trabajo, a la hora de partir el viernes, antes de la hora de checar, según la resolución incontrovertible que toma desde su nuevo puesto el flamante regenteador del almacén Nin, orgulloso y permisivo (“Ya te lo ganaste”) en su primera decisión dentro de la ya introyectada ñerez suplantadora que nunca ha dejado ni dejará de medrar en él.
La ñerez suplantadora genera, produce, pone en escena minimalista (un minimalismo extremo con sólo dos personajes: el matizado empleado metódico y el cáustico aprendiz ambiguo en una bodega baldía), adorna a lo sobriamente grandioso y elabora hasta sus últimas consecuencias irónicas, realistas y satíricas la mejor obra de Teatro del Absurdo (o de la Irrisión) que ha podido filmar el cine mexicano en toda su Historia, en una especie de digest paradójicamente totalizador de ese subgénero teatral ya prácticamente extinto, pues ahí está la espera infinita en vano de un Godot-Dios-Camión transportador de mástiles que nunca llega (Esperando a Godot de Samuel Beckett), ahí está la relación sadomasoquista límite entre el hombre despotricante y el hombre condenado a permanecer ab aeternam metido dentro de un bote de basura aunque en signos mínimos se rebele contra su condición (Final de partida del mismo Beckett), ahí está el cadáver creciendo hasta ocupar el escenario completo y más allá en la figura del mástil adquirido con engaño para ser admirado / palpado / acariciado como falo del añorado poder tanático bendito (Amedeo de Eugène Ionesco), ahí está la descripción clínica y rigurosa del contagio conformista (Rinocerontes del propio Ionesco), ahí está la decadencia de un autoidealizado predominio grandilocuente (El rey se muere asimismo de Ionesco), ahí están los abyectos aspirantes al acto supremo inmovilista para sentirse aún más excluidos y humillados (Las criadas de Jean Genet), ahí están los soportes guardianes del vacío del trabajo como el desfile de una existencial fiesta intacta (El balcón también de Genet), y en este florilegio de referencias y coincidencias ni siquiera falta, hablando en términos de cine reciente, el abismo autoficcional a base de mentiras que une al avanzado discípulo avezado con el maestro avasallado de En la casa, la cerebral pieza mutante llena de derivaciones potenciales del español Juan Mayorga (al igual que David Desola) tan bellamente recreada por el francés François Ozon, 2012), en síntesis, un coctel minimalista de la mejor y de la más tardía naturaleza absurdista-irrisoria-autoirrisoria escénica formidablemente filmado.
La ñerez suplantadora conecta de manera natural y casi naturalista con el absurdo fundamental de la burocracia, hace un retrato áspero y brutal aunque básicamente alegre de la burocracia, de todas las burocracias y todos los trabajos burocráticos que en el mundo han sido, que el mundo ha padecido, su fingimiento, su destreza para hacer como que hace algo, su embrollada y palmaria falta de sentido, su autoimportancia, su infructuoso y cruel sostenimiento de jerarquías insustanciales, su entrega a líneas de fuerza y a vacuos juegos sadomasoquistas, traducidos con brillantez en el hieratismo busterkeatonesco de José Carlos Ruiz y la alegría imaginativa a punto de estragarse de Hoze Meléndez, edificando y esculpiendo la encarnada estatua bifronte de un paso de estafeta nalgachata y culiatornillada allí donde ni siquiera La muerte de un burócrata del cubano Tomás Gutiérrez Alea (1966) hubiese soñado en llegar.
La ñerez suplantadora permite leer la condición del trabajador asalariado en sí desde una perspectiva que, como antes lo había logrado la inteligente desolación semiabstracta del Workers de José Luis P. P. Valle (2013), parece haber saltado al otro lado del espejo, cambiado radicalmente el punto de vista, logrado ver el mundo laboral a partir de los ojos con que nos mira, para reenfocar la alienación / enajenación convirtiéndose virtualmente en el otro y su vacío, su deshabitada oquedad fundamental llevada al límite, su inutilidad amplificada, desde algo que podría estricta y perfectamente adicionarse al realismo que todo lo contamina, allí donde el humilde sujeto trabajador se transforma en otro sin sentido, pero con una lealtad y una rigidez absolutas, en el extremo límite no sólo porque aquello que produce deja de pertenecerle, como consideraba el clásico análisis decimonónico de Karl Marx, sino porque en sí es forma pura, rito que lo vuelve distinto de sí mismo, le roba su esencia y lo convierte en chivo expiatorio hasta de sí mismo y de la ahora intangible sociedad inmediata pero como siempre acorralante y denigratoria de la esencia humana, no demasiado lejana de aquella denunciada en una obra maestra neonaturalista como Yo, Daniel Blake de Ken Loach (2016), proclive a la abstracción más que a la ejemplaridad, porque carece de contenido, de sentido, de objeto para sí.
La ñerez suplantadora lleva a un punto de incandescencia un humor tónico y punzante, casi malvado, un humor de rango existencial porque compromete una persecución del ser en el espectáculo y en sus retorcidas situaciones sencillas, un humor de hilarante comedia de risa congelada que está inscrito en los detalles, en los símbolos, en las réplicas, en las actitudes y en los desmentidos y autodesmentidos del relato extrañamente autónomo y paralelo con respecto a cualquier realidad objetiva; o sea, detalles de seco humor de palo, como el invocado orgullo de tener como cliente de astas a la Embajada estadunidense que cambia cada tres años su añorada dotación, o la araña tejiendo con parsimonia su tela en un rincón, o la nerviosa tuerca movida sobre la rosca de un perno por los ociosos dedos rugosos a causa de la avanzada edad, o cierto harapiento vagabundo visto por Nin hurgando en un basurero durante su paso desde la periferia urbana, o el irritable chofer de la competencia que llega por despistado error a la puerta del almacén; símbolos de humor sarcástico mordiente, como el pavor a equivocarse de cara al juicio de la administración central, o la prolongada y recurrente metáfora de las hormigas humanas demasiado humanas en su ciego y prefijado peregrinar sin rumbo ni significado, el primer recibido en ese ámbito en estado de sitio a marchas forzadas donde nunca sucede nada (“Astas y Mástiles de Aluminio Salvaleone S. A. de C. V., habla el Señor Lino, ¿en qué puedo servirle?”); réplicas de humor gélido, como las referentes a las expresiones “¿Estamos? / Sí, estamos” o “Voy a lo que voy” repetidas hasta la hiperceremonial saciedad deliberadamente ampulosa (“Ya sé lo que le gusta de las hormigas: que van a lo que van”); actitudes de humor innatural, como la actitud del Señor Lino al ir pasando de la seguridad impertérrita a la vulneración progresiva, o la actitud de Nin pasando de la confianza al desconfiado estupor revanchista; desmentidos de escéptico humor agrio, como el “De todos modos tu nombre es muy raro, no es normal” espetado por el Señor Lino al creerle a Nin (¿ese irrisorio nombre que hasta podría ser un demasiado recóndito homenaje a la subversión de Anaïs Nin o a la revuelta de Lenin / Le Nin o algo así?) la patraña de haber sido un niño abandonado o las patentes constataciones sucesivas de esa baldía insignificancia laboral que se siente con tanta rabia y dolor que agrede cual estado de horror ante la insignificancia de la vida o ante el vacío constitutivo de lo real (hubiese exclamado el Pier Paolo Pasolini de la Semiología de la realidad), y autodesmentidos de humor cruel como los referentes al tema “Hay un chingo de trabajo aquí” en contra de la evidencia que salta a la vista, redundando todo ello en inevitables finos toques masoquistas de humor judío y un diseminado humor ácido sobre la brecha / conflicto generacional, los enconados silencios entre desconocidos, la forja pese a todo de un vínculo afectivo y de comprensión mutua tan ejemplar y diminuto como la frenética actividad de las hormigas, y last but not least, el peso del paso del tiempo laxo y estéril que se finge balsámico, cual medicina que les cura hasta de lo que no padecen esos desternillantes desternillados perdedores natos.
La ñerez suplantadora admite una lectura meramente formalista en torno a la fotogenia y la atmósfera del escenario desnudos del almacén a imagen y semejanza de los paisajes interiores de ambos almaceneros almacenados, con base en una regia fotografía de Claudio Rocha sin otras coqueterías de estilo que sus archisobrios planos abiertos y la constancia de sus semicirculares movimientos de cámara envolvente y el deliberado hieratismo de las estáticas figuras confrontadas entre columnas de dos colores más alguna banca más cierto perchero ocupado y los laterales travellings de recorrido uniendo cuerpos inmóviles mirando al frente, bien apoyados por un discreto empleo de la música de Andrés Sánchez elaborando con ínfimos elementos ecos de temas que parecen populares para contrastar los estruendos metaleros (tipo Trash metal) que acompañan a Nin en sus entusiastas trayectos matutinos rumbo a la chamba con alguna bolsa negra de contenido sorpresivo (la silla plegable, por ejemplo), una dura edición sin fiorituras de Juan Manuel Figueroa (algo que jamás se hubiera propuesto una película también con sólo dos personajes tan fallida como 7:19, la hora del temblor de Jorge Michel Grau, 2016), el amplificado golpeteo monótono del minutero del reloj como gran idea naturalista-kubrickeana del inventivo diseño sonoro de Erick Ruiz, el encorsetado vestuario quasi protagónico de Alejandra Dorantes y la atinada dirección de arte de Jay Aroesty, en suma, un formalismo que ha despreciado, depreciado y desperdiciado todas las formas y reglas convencionales de la estructura tradicional / antitradicional al uso, tanto como la coherencia y su derivada circunstancia, para conquistar el imperio de una congruencia cinedramatúrgica quintaesenciada.
La ñerez suplantadora plantea, ilustra, glosa, elogia velada o explícitamente e incluso glorifica subrepticiamente, desde un punto de vista nietzscheano, dos formas en apariencia distintas, opuestas, contradictorias y enfrentadas de una misma moral, activa de Don Lino y pasiva de Nincito, experimentada del viejo e incipiente del joven, socarrona en el veterano y soterrada en el novato, obtusa en el cansado Lino y lúcida en el fresco Nin, involutiva con el hombre del tiempo transcurrido y evolutiva en el lozano muchacho del tiempo de antemano cercado, pero en ambos casos medra una idéntica postura de resignación esencial ¡en relevos generacionales!, esa moral del esclavo (Sklavenmoral) definida por el filósofo prusiano Friedrich Wilhelm Nietzsche (en su asalto a la metafísica y su transvalorativa crítica de la moral contenidos en La genealogía de la moral, 1887) como ese espíritu cristiano hijo del resentimiento y del hombre-masa ¿también el orteguiano? obsedido por conseguir una seguridad a toda prueba, esa mentalidad de rebaño satisfecho siempre tradicionalista y acomodaticio por instinto, esa enorme e inagotable capacidad para reaccionar contra todo lo que podría ennoblecerlo o empoderarlo sacándolo de su condición ancilar, esa inserción dentro de la exclusiva búsqueda del bienestar y la diversión y el inconsciente mantenimiento de su propia debilidad y mediocridad, ambos sujetos intercambiables Nin y Lino en feroz oposición con la moral del amo (Herrenmoral) entendida como valentía, fuerza y decisión, enfocada al poder, la nobleza, la felicidad, la valentía, la incompasiva belleza y la elevada afirmación del sentido de la vida, en suma, una moral dada in absentia, representada acaso por la omnipresencia del ámbito que envuelve a la acción, el Almacén mismo, el personaje-espacio, incorpóreo pero no inmaterial, y así no es por azar que la Voz del Amo (con su contador auxiliar) permanezca inaudible, aun cuando se le esté tomando el pelo con supuestas órdenes médicas de psiquiatra, y sólo consiga oírsele una vez concluido el relato, durante los créditos finales, cantando con estruendo de alegría triunfal, aunque horrendamente desentonada, “Aquí vine porque vine / a la feria de las flores / no hay cerro que se me empine / ni cuaco que se me atore”, una vernácula tonada prepotente-voluntariosa-impositiva-egotista-desafiante si las hay, como corresponde a la nietzscheana moral del amo, que remite y entronca, vía canción ranchera, con los presuntamente filosóficos cánticos y baladas-tema de José Alfredo Jiménez de En el último trago, la anterior inclasificable cinta fabulesca del inclasificable Zagha Kababie.
Y la ñerez suplantadora va a hacer desembocar y concluir en la melancolía nostálgica de una ruptura y una despedida que no pueden ser tales al Señor Lino que se niega a salir por la abertura fractal de una puerta hacia la luminosidad de lo real indeterminado de todos tan temido (“A lo mejor vengo de nuevo el lunes, para ayudar en lo que haga falta”).