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La ñerez sobajada

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En el heroicamente ciberfondeado film independiente Histeria (Mr. Blue & Colateral, 82 minutos, 2016), destemplado tercer largometraje del prolífero cortometrajista de la New York Film Academy egresado Carlos Meléndez (cortos: La Nueva Atlántida, 2003; Chalino Rivera, 2008; El amargo exilio, 2008; Estrella de plata, 2009; Bestia, 2010; Foco rojo, 2011, y El huésped, 2013; TVserie: Paracinema, 2013; largometrajes: Hombre de negro 2, 2013, primer film de la plataforma Cinelatino, y After School / Después de clase / After School: Lockdown at Harbor School, 2014), con guion suyo y de Gabriel Reyes, el talentoso arquitecto joven de carácter demasiado blando hasta lo pusilánime Federico Anduaga (Héctor Kotsifakis lamentosa y lamentablemente tieso) consigue por fin un prominente puesto de diseño creativo (“El arquitecto será el líder del proyecto más importante de esta constructora”) en la transísima compañía infladora de costos que dirigen el confianzudo corrupto desatado Ramiro (Noé Hernández en plan de bigotón norteño cerdazo) y su cómplice de a bordo el ingeniebrio Leonardo Guerrero (Enrique Arreola halagüeño sin jamás descomponer la figura), cuando ya la vida privada del pobre tipo anuncia un desastre debido a su falta de temple, y lo condena a la mediocridad, sobajado por todos, sobajado por los ruidosos vecinos hamponcetes pedos tipo El Too (Erick Cañete) y El Rana (David Cañete) siempre liderados por El Chaka (Omar Ceballos) a quienes apenas logra observar fijamente desde una ventana superior de su nuevo hogar sin atreverse a ponerles un alto nocturno, sobajado por la valerosa esposa embarazada Sonia (Sharon Zundel airosa roñosa) que lo avasalla (“Esto es para nosotros y nuestros hijos”) sobre todo porque ella sí se atreve a reclamarles a los torpes mudanceros rompetodo (Isi Rojano, Alejandro Delarosa) y a correr de la calle (“O los quitas tú, o los quito yo”) mediante histéricos insultos a los ñeros abusivos (“Que te quites, cabrón, o llamo a la policía”), sobajado por el hostil padre viejo Rafael (Fernando Becerril autoritario descompuesto) que lo desprecia profundamente y lo humilla aun en la celebración de un enésimo cumpleaños o en su lecho de hospitalizado enfermo terminal (“Siempre fuiste muy bondadoso, hoy eres un pendejo”), y hasta sobajado involuntariamente por una guapa hermana Graciela (Amaya Bas) amorosa incapaz de hacer algo por él, pues también en la nueva chamba todo se precipita muy pronto en contra suya con infame rapidez, pues durante una cena de negocios con el maduro colmilludo Stephen (Roger Cudney) y otro avezado socio gringo que se niegan al clásico tequilazo engullendo chilles en nogada, el tímido reticente Fede se atreverá a salvar una agria y enfadosa sesión de regateos acerca de “los números”, amenazada incluso con la ruptura del trato, proponiendo un moderado presupuesto sin amañar que le ganará una salvaje patiza por parte de su jefe en el mingitorio del restaurante (“Te voy a romper tu pinche cara”), lo cual, aunado a una posterior borrachera rebosante de consejos cínicos al lado del inge putañero de piochita afilada Leo, servirá para sacudir de su modorra relacional al iluso héroe buenazo por una imprudente vez, convirtiéndolo en un monstruo de corrupción que, sobre la marcha y entre otras ahorrativas modificaciones sustanciales, ordenará disminuir criminalmente el grueso de las varillas de sustentación de un edificio en el Estado de México, provocando el derrumbe homicida de la obra en proceso a la hora del primer sismo rutinario, causando enorme escándalo mediático y ser él mismo obligado, por sus ominosos superiores, a ocultarse en su discreto domicilio personal, mientras ellos intentan acallar la situación, hasta tener que achacarle cobardemente toda la culpa a un acosado Federico que, zurrándose de miedo, abandonado por su mujer y sabiéndose buscado por la ley, sorprenderá por azar metiéndose a robar en su auto a un especimen cualquiera de los abominables raterillos de su calle, lo secuestrará calladamente, lo apabullará, lo sentará atado y amordazado sobre un sofá de su sótano como rehén, lo torturará a golpes cual punching bag o chivo expiatorio (“No eres más que un pinche animal”) y, sintiendo vengarse así de todos aquellos que solían hostilizarlo, acabará por ultimarlo de un tubazo y tirará el cadáver al fondo del cubo de un edificio en construcción, para después apostarse frente a su propio departamento, en espera del temido arribo de sus captores policiales para castigar los residuales sobresaltos vitales de su ñerez sobajada.

La ñerez sobajada se estructura como un largo flashback del antihéroe perfecto del hipercorrupto e inevitable e ineluctable e indemne México actual apostado dentro de su automóvil en un rincón de su propia calle inabordable, contemplando el panorama de su corriente y común desolación, articulando un desarmante relato mental en torno a su aislamiento humillado, su acechada sandwichiza al volante mañanero por infestadas avenidas en top shot mientras escucha por radio rutinarias noticias contrastantes (“Sus cuerpos fueron incinerados antes de ser enterrados, su identidad se desconoce hasta el momento; de acuerdo con la investigación, la policía actuó en conjunto con la delincuencia organizada”), su estoicismo en ecuánime suéter gris ante las risotadas del prieto jefe encorbatado con camisa rosada, su obsedente asomarse y mirar impasibles (“Te van a ver”) tras la abstinente cortina amarilla del melancólico ventanal mirando insistentemente hacia abajo (“Míralos, parecen animales”), su ideosincrática incapacidad para decir o sostener un no (“Vámonos por unos drinks” / “No puedo” / “¿A poco le pegan?”), su afanosa decoración del futuro cuarto infantil con ayuda de la mujer preñada a punto de estallar (“¡Que me abras, carajo!”), su sorprendente cambio de actitud por la fuerza de las circunstancias, su acre revuelta familiar contra el tronido de conyugales dedos acezantes (“Hey, te estoy hablando” / “¡Ya deja de estarme chingando!”), su intempestivo sumarse de uñas metidas a la violencia cotidiana para sobrevivir práctica y anímicamente, su colindar impetuoso e indeliberado con el horror / terror macabro (apenas por debajo de la Piel rota de Leopoldo Laborde, 2014), su inerme sentimiento de ajenidad respecto a su propia decadencia, su autoacorralamiento físico y moral cual si se tratara del detonador de la víctima / verdugo instantáneamente psicotizada de Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) o del lento aflorar de las frustraciones calladas junto con el sinsentido de la vida en pos de El séptimo continente (Michael Haneke, 1989), su desatada abyección cual aprovechamiento para sacar lo peor de sí mismo o cual insospechado descubrimiento de una vocación alternativa que inconscientemente se hallaba reprimida aunque acaso medrando por emerger de su recóndita oscuridad (al nivel del cobarde abyecto Max von Sydow de Vergüenza de Ingmar Bergman, 1968), su doliente imagen ahora barbuda hirsuta cargando la bolsa negra con el producto de su catártico crimen gratuito cual si fuera una gigantesca bomba mortífera a punto de explotarle en los brazos.

La ñerez sobajada encuentra el equivalente simbólico de su aventura espiritual y de su proceso de acelerada degradación en el paralelismo de los eventos con los avatares de una gigantesca maqueta del fatídico edificio mexiquense en construcción que con gran cuidado cargaba en brazos Fede a su oficina y luego traslada a casa como un emblema subrepticio y vencido, que se modifica y se desmantela, a rabiar y a placer, incólume, tan distante de la supercasa en trance de edificación romántica por el arquitecto adúltero Kirk Douglas en Vecinos y amantes (Richard Quine, 1960) como de la construcción funeraria de La tumba india (Fritz Lang, 1959) a la monumental memoria de un amor admirable, como una esperanza que se arma y se desarma, como la traslación y el entierro en vida de una integridad moral vuelta mortal y mortífera, apestada y pestífera, al sádico gusto del azar objetivo.

La ñerez sobajada quiere dar para mucho, para la fábula sostenida y sus transformaciones, ya que involucra a la ojetez íntima y a la deshumanización social paulatina en un solo trazo, al interior de un morosísimo thriller urbano meditabundo que no teme las sobreactuaciones en los lindes de la caricatura guiñolesca, teniendo como epicentro la sobriedad casi inerte del multibuleado / autobuleado arquitecto Anduaga (¿hasta cuánto puede aguantar un individuo humillado?) y su evolución súbita ya que ¡cuidado con los cainitas pero aún más con los abelitas! (advertía ya Miguel de Unamuno en el Abel Sánchez), pues se cuenta con el apoyo de un formidable y equilibrado aunque caprichoso trabajo de fotografía de Iwao Kawasaki en general muy contrastado en sus búsquedas plásticas, pero también pleno de enfáticos acercamientos feroces a sus figuras, o de picados y contrapicados en las secuencias violentas (auténticas Historias de locura ordinaria en la cauda de Charles Bukowski filmado en 1981 por el genio antisocial con urgencia reivindicable Marco Ferreri), y con el auxilio de la certera dirección de arte de Odette Iñigo y de la música efectista de Dan Zlotnik, si bien de nuevo lo preponderante en la composición / cosmovisión del film vienen a ser los constantes ruidos en oprobioso off, como los jadeos y gruñidos de los flamantes vecinos inmostrables (al estilo del Así de Jesús-Mario Lozano, 2005), y la edición de Jorge El Porri García, su falso ritmo somnífero y contemplativo que a veces se agencia por corte aceleres de montaje fragmentario para precipitar algunas situaciones, como el rediseño frenético del edificio pronto colapsado, la madriza en el baño, la golpiza catártica al secuestrado con mordaza de cinta canela que admite insertos de los rostros de todos los seres abusadores contra los que el héroe piensa que se está desquitando, hasta la absoluta grotecidad desquiciada y sobrecompensadora.

La ñerez sobajada se aleja de cualquier realismo genérico (como el radionovelero del Gutierritos de Alfredo B. Crevenna, 1959, o el renegadamente hawksiano de los Tiburoneros de Luis Alcoriza, 1962, pero recientemente dignificado por La delgada línea amarilla de Celso R. García, 2015), de cualquier naturalismo anacrónico o populachero (el que culminaría en aberraciones como El Milusos de Roberto G. Rivera, 1981, o Ciudades oscuras de Fernando Sariñana, 2002), e incluso de cualquier naturalismo subjetivamente trascendido (el que va de Los olvidados de Luis Buñuel, 1950, a Crónica de un desayuno de Benjamín Cann, 2000, y a Plan sexenal de Santiago Cendejas, 2014), al afirmarse como un cine de la soledad, pues he ahí la pena de una consustancial y radicalizada imposibilidad para adentrarse en las reglas sadomasoquistas y corruptas de la vida circundante, he ahí el arte realista que radica en vibrar con sensibilidad desusada al simple roce de lo cotidiano clasemediero (el empleo degradado, la esposa preñada, el padre odiador, la doliente hermana, el vecindario erizado), he ahí un encuentro súbito en el encapsulado encierro dentro de un mundo enrarecido y poblado por personajes tan hostiles cuan tarados, y he ahí al ser distinto y marginado en un ambiente invivible en el que se ve obligado a seguir viviendo como un condenado a muerte lenta apenas espasmódica.

La ñerez sobajada se sitúa en términos sociomorales al nivel de la persecución de una Parábola con mayúsculas, cuyos antecedentes en nuestro cine nacional habría que buscarlos en el patético arribista barrial Víctor Parra vuelto homicida involuntario con medicamentos inocuos de Los Fernández de Peralvillo de Alejandro Galindo (con libreto basado en una pieza moralista de Juan H. Durán y Casahonda, 1953) o del noble doctor en medicina Ignacio López Tarso enfrentado por interpósita paciente al brutal acaparador de maíz y frijol Pedro Armendáriz de El hambre nuestra de cada día del norteño Rogelio A. González (con guion moralino de Janet y Luis Alcoriza sobre un argumento del actor Alfredo Varela hijo), más todos los edificantes Ríos Escondidos y Rebozos de Soledad y Tarahumaras que en el cine mexicano de crítica social positiva / negativa, aunque ahora de trata de una obra edificante sin moraleja y con final abierto, en la que desde un primer momento empiezan a intervenir elementos tan dispares como la presencia bombástica de los bombardeantes medios de comunicación masiva (la radio, la TV con declaraciones municipales) como vehículo y parte del contexto corrupto, la obviedad de una mudanza caracterológica como sorpresiva elipsis fundada en lo arbitrario, la empatía de pronto rota con un personaje repentinamente distante, la esquemática ausencia de profundidad psicológica utilizada como un atributo distanciante y didáctico, o así.

La ñerez sobajada rebasa con mucho el mero estudio o tributo dramatizado a la histeria que pareciera anunciar el título del film, siempre más allá de una simple enfermedad nerviosa y las constantes alteraciones psíquicas y súbitos cambios emocionales que la caracterizan o acompañan, un más acá de cualquier intensa excitación circunstancial y sus anómalas reacciones excesivas o neuróticas, un estado entre la afección mental y la elección compulsiva y libre, un colapso relacional que tiene algo de sagrado.

Y la ñerez sobajada retorna a su punto de partida para permitirle al individuo escuchar en el callejero aislamiento de su auto la buena noticia evangélica (“Por cierto, es niña; ven pronto”) y trascender su asfixiada parálisis de la voluntad para que la parsimonia del auto al arrancar se funda sobre la impunidad ¿perentoria, transitoria, definitiva? y se confunda con la lentitud musical del momento revivido.

La ñerez del cine mexicano

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