Читать книгу La eficacia del cine mexicano - Jorge Ayala Blanco - Страница 6

La debilidad presidencial

Оглавление

Intriga contra México, de J. Fernando Pérez Gavilán (1987), ha tenido el atrevimiento de politizar la tribunicia debilidad presidencial. Han quedado muy atrás las carreritas de la maestra rural María Félix en los pasillos de Palacio Nacional (Río Escondido de Emilio Fernández, 1947), los retratos de próceres que a su paso relataban las glorias de la Patria y la benevolente efigie siempre de espaldas de un inmostrable Primer Mandatario (seguramente Alemán) que declamaba con vibrante voz de Manuel Bernal, Tío Polito, y concedía paternalista. Lejos ha quedado también el bienhechor telefonema del señor Presidente que ordenaba la excarcelación de la cabaretera Ninón Sevilla, quien había balaceado al pachuco Rodolfo Acosta, en el más inolvidable Día de las Madres del papelerito Ismael Pérez, Poncianito (Víctimas del pecado de Fernández, 1950). Ahora, de sopetón, a guisa de prólogo, estamos instalados bajo las barnizadas maderas pulidas que cubren por entero la oficina presidencial y sorprendemos al propio agachupinado presidente semicalvo Francisco (Alberto Pedret), haciendo bombásticas declaraciones huecoprogramáticas (“Cuándo entenderán que es mejor entenderse con gobiernos democráticos que con dictaduras militares”) a un aquiescente periodista estadunidense (Jorge Pais). Ahora, Intriga, contra México (antes Reto al destino, antes ¿Nos traicionará el Presidente?) puede ser la primera película en la historia de nuestro cine que sugiere como escenario dramático la residencia oficial de Los Pinos y cuyo pivote narrativo está constituido por la figura de un hipotético Presidente de la República que emblemáticamente sintetizaría a todos los habidos y por haber en la impersonal dictadura priista.

Del deterioro de la imagen caída, todas las irresponsables ficciones oportunistas y todos los grotescos engendros megalómanos hacen leña. Antes efigie benemérita e inmostrable, sagrada, intocable, inmarcesible y casi impensable, la investidura presidencial hoy se representa con características vagamente humanas y fílmicamente escarnecidas, pero siempre reconocibles, como al pedir cordialidad sin jerarquías pide a los dirigentes de la Coparmex en la terraza de su castillo-mansión (“Llámame Pancho”). Más que un antihéroe a fin de cuentas positivo, se trata de una apasionante por risible entelequia de personaje, a quien definen más sus debilidades que su fortaleza in extremis. El Presidente de la República es un monigote tribunicio (“Vamos a sentirnos orgullosos de ser mexicanos, vamos a creer en México y en su destino”) que jamás abandona la tiesura del solemne pedestal con el que camina puesto, ni las confiancitas de la relación cara a cara o en la vida privada, ni al solicitar el desmontado de una bomba a punto de explotar (“Señores, los he mandado llamar porque aquí hay una bomba”). El presidente es un iluso tipo recio, un tough guy que se cree Tolstoi a la mexicana, que cree ciegamente en las deudas de amistad que lo ligan con sus Buenos muchachos (“Con él no hay sospecha, es hijo de Roberto ¿de Niro?”) y utiliza como último recurso la mentada de madre, con muy altos vuelos diplomáticos (“Y usted váyase a la chingada antes de que le parta la madre”), apresurándose a ocultar bajo pilas de libros una pistola para defender la presidencia como los meros machos. El presidente es un desprotegido pobrediablo tembeleque que de repente puede comenzar a encontrar una serpiente venenosa en el buró de las zapatillas, tarjetas de avisos clandestinos por todos lados, una bomba o una grabadora con órdenes en los cajones de su escritorio, un guardia drogado e hipnotizado a las puertas interiores, un envoltorio de cajas chinas con muñequito de resorte en la más pequeña, o la visita inesperada de un sucesor impuesto. El presidente es un fantasmón mamarracho que no tiene quién lo aconseje o lo proteja, debiendo contratar los servicios electrónicos del mesiánico guarura-gatillero Salvador Elizondo (Eduardo Liñán), quien a saltos de tigre se escapó de una cinta de narcos para responder a conspiraciones en inglés que no escuchó (“Ahora sí estaremos de espaldas a la pared”). El presidente es aprendiz de pelele manipulable que se queda plantado ante el espejo por su desdeñosa cónyuge sexagenaria aún guapota (Martha Roth), que obedece los mandatos anónimos para salvar el pellejo (ponerse la corbata roja, decir sí al telefonema del mudo), que pasea desafiante en su auto deportivo blanco, y que termina reconociendo amargamente su pletórica debilidad (“Son mucho más fuertes que nosotros, siempre lo han sido”). El humor involuntario se ha politizado para ofrecer en espectáculo las graves flaquezas hilarantes de un primer mandatario en trance de sufrir presiones extremas a la hora de elegir sucesor.

Intriga contra México ha tenido la osadía de politizar el primarismo adulterado. Con base en una insulsa novela del escritor abarrotero Juan Miguel de Mora y libreto del quemante excuequense Víctor Ugalde, quien dirigió La lechería (1987) y Para que dure... no se apure (1988), el primero de los tres largometrajes ineptos pero demagógicos que ha realizado personalmente el prolífico productor de sexicomedias albureras J. Fernando Pérez Gavilán (Violencia a domicilio, 1989; El extensionista, 1990) es también, como su personaje central, una película que jamás desciende de la tribuna sacrosanta y nunca se quita la banda tricolor imaginaria. Una crasa falta de imaginación visual y dramática, una desestructuración absoluta y a empujones, una tediosa sucesión de intrigas de gabinete, un repertorio de banquetes y recepciones mal orquestadas. El rutinario campo-contracampo telenovelero lucha por el poder expresivo, alternando con gratuitos dollies laterales a través de balaustradas que quedaron atrapadas entre top shots de conjunto (aberrante solución plástica a la escena de la terraza), o refugiándose en emplazamientos efectistas con cámara-gusano para engrandecer la inagotable colección de cabezas parlantes al proyectarlas hacia el maderamen del techo (el despacho presidencial), hacia un decorado con atiborrados relojes de pared o hacia las gigantescas galerías de un convento en ruinas. El interminable blablablá de la declaracionitis en estado agudo (“En materia de principios no transijo”) todo lo inunda, todo lo apabulla, todo lo trivializa, todo lo desgasta, hasta el ínfimo diálogo coloquial (“Coronel De la Plata, en México el Ejército es leal a las instituciones emanadas de la Constitución de 1917”), hasta en la mínima grilla ceremoniosa (“Comunista es cualquiera que no esté de acuerdo con la mayor democracia del mundo”), hasta en el más perdido resquicio de ironía contraproducente (“¿Fue un atentado?” / “No, una demostración”), hasta en la más humilde réplica de la arrepentida primera dama (“Es demasiado grave entregar el país al extranjero”), hasta en la más secreta reflexión del Presi para sí mismo (“Lo que no entiendo es cómo un mexicano puede ser títere del exterior”). El general ranchero Jacinto Peña (José Carlos Ruiz) padece la tentación nocturna de las desmedidas ambiciones huertistas mediante flashazos de una mesa con cinco millones de dólares en efectivo. El montaje en paralelo contrapuntea secuencias sin ningún sentido a modo de conatos de suspenso (interrogatorio a la vendedora de joyas / intento de cohecho al general, expulsión del embajador envalentonado / propuesta al secretario de Defensa). El Presi, calvo de la coronilla, desayuna con su familia, estaciona su auto en estupefacta zona prohibida y queda sumido en el jardín dentro de una aplastante toma en picada, sin que jamás deje de escucharse el “Huapango” de Moncayo como tema prestado por Sectur y cual triunfalista leitmotiv magnicida. El humor involuntario se ha politizado para que hasta las estructuras fílmicas más burdas sean sujeto de adulteración, para que lo primario se muestre adulterado y resulte irreconocible (¿no estaríamos oyendo un antediluviano programa de La Hora Nacional, siempre ilustrado con acompañamiento del “Huacayo” de Mompango?).

Intriga contra México ha tenido la temeridad de politizar el antiimperialismo folletinesco. Si una película vale tanto como sus villanos, podrá afirmarse que Intriga contra México vale lo mismo que su bufo / bofo secretario de Fomento, Francisco López Pérez (Bruno Rey), quien defendía posturas vendepatrias en el sofá presidencial (“Preferible transigir para evitar fugas de capitales”), utilizaba sus influencias para mandar reprimir una mugrienta huelguita fabril, justificaba sus maniobras conspiradoras mediante insolencias derrotistas (“Yo soy realista, ¿sabe cuándo vamos a derrotar al vecino del norte? Nunca”), y después de escuchar el vehemente mensaje presidencial a través de la cadena de RTC (“Un presidente mexicano jamás podrá traicionar a su patria”) saldrá huyendo por la carretera de Cuernavaca para hacerse eliminar. Pero la cinta vale también tanto como otra serie de villanos tan inusitados como excedidos, todos involucrados en la misma confabulación: el felino coronel De la Plata (Ernesto Vilches) y otros agregados militares sudamericanos, el batracio embajador de la república de Nueva Extremadura (Jorge Fegan), el octópodo coronel estadunidense Perkins (Luis Couturier) y ciertos agentes rubios que conspiran en inglés tarado para declarar loco al mandatario mexicano (“Yess, we arre workingg on itt”). Al servicio de un ministro antiobrerista que de seguro pondría de rodillas a la economía nacional ante algún Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos, los agentes de los ya desaparecidos gorilatos latinoamericanos se han coludido con agentes de la CIA, pero se han topado con la resistencia que les opone el presi, vulnerado y temeroso de una campaña internacional en su contra, aunque bien documentado por un viejo libro sobre las actividades de la cia, escrito por el exagente Marcheti. El humor involuntario se ha politizado para identificar a un enemigo folletinesco que fataliza miedos válidos y los vuelve ineluctables, desde sus raíces hasta sus consecuencias extremas (si bien ya con total vigencia cotidiana).

Intriga contra México ha tenido la audacia de politizar el inminente golpe militar. Versión paródica de las películas de política-ficción que se pusieron de moda en el cine estadunidense durante los sesentas sobre retorcidos atentados magnicidas (El embajador del miedo de Frankenheimer, 1962), sobre insólitos golpes militares urdidos por el Pentágono (Siete días de mayo de Frankenheimer, 1963) y sobre la difícil elección del candidato a sucesor presidencial (El mejor candidato de Schaffner, 1964), la ficción paranoica de Pérez Gavilán hace realidad los temores / rumores clasemedieros de un golpe militar en México durante las álgidas sucesiones presidenciales de 1976 y 1982. A pesar de lo tosco de sus planteamientos y lo exagerado de su ejecución fílmica, sorprende la aritmética contrarrevolucionaria del Ejército Mexicano tan posible siempre en un momento de crisis y un extraño escalofrío recorre al más escéptico espectador burlón cuando los motores de los transportes militares nacionales empiezan a ocupar las “principales plazas” comenzando por reconocibles calles chilangas (frente a la tienda Viana de Salto del Agua, por ejemplo). La pantalla se estremece y, de súbito, lo hilarante posible acomete con la evidencia de lo probable: inminente, inevitable y ya en acto. El efectivo golpe militar a la mexicana se reducirá a eso: a la ambición trasnochadamente nacionalista de un par de generales brutazos (Ruiz, Blas García), la facilidad de sacar al exterior camiones blindados y vagonetas, los pasos redoblados que se camuflajean en el atardecer, los informes de avances en el cuartel del Estado Mayor, las banderitas que se clavan sobre un mapa ominosamente desplegado, y la información sobre movilizaciones armadas que tardíamente llegan a un presidente acorralado, pero dispuesto a recibir la inopinada visita de sus generalazos, ya magnificando su allendista madera de mártires. El humor involuntario se ha politizado para rebajar la fragilidad de los gobiernos priistas (sin apoyo popular, prendidos con alfileres) al nivel de Bolivia, dependiendo de la fidelidad magnánima castrense y zarandeable por cualquier complot franquista (a lo Dragon Rapide de Camino, 1986).

Intriga contra México ha tenido el desacato de politizar las lealtades sumisas. A final de cuentas, sólo auxiliado por las inverosimilitudes pueriles de la trama podrá salir airoso el declaracionista presidente Pancho en la conjura que se centraba en el ministro Pancho López. Como por arte de magia o por forzado artificio de alquimia electoral, todo regresará finalmente a la normalidad. Hasta habrá ganancia. El presi retendrá su puesto, el dedazo en la sucesión presidencial seguirá su libre curso (aplausos de la cinta en última instancia bien lambiscona), se suicidará avergonzado el joven capitán amanuense Roberto Tarriba (Eduardo Linaje), quien era el responsable de los recaditos y las sorpresitas clandestinas, el golpe militar quedará exorcizado, los villanos incosteables de la CIA serán capturados en sus coches cual narcotraficantes para ser declarados personas non gratas, y el buen presi conmovedor recobrará el respeto de sus seres queridos como en elección edificante de integración familiar. No contaban con el arma escondida del film, el dispositivo omnisciente de la vida política nacional y pilar inobjetable del presidencialismo: la sumisión absurda y rastrera. Al final, todo mundo se someterá sumisamente al presidente, reinventado por la grandeza de tantas caninas adhesiones: la adhesión silenciosa de los televidentes de su mensaje desesperado, la sumisión compungida de los generales que se atrevieron a suponer una traición presidencial, la sumisión sonriente de los familiares recobrados, la sumisión espontánea de un saludador camarógrafo de Lamevisión, la sumisión caritativa de guardaespaldas y demás criaturas providenciales. Hasta el presidente de Estados Unidos hablará por teléfono para felicitar a su colega por lo bien que supo manejar la situación, y el presi Pancho ya podrá perdonar al ministro Erasmo (Antonio Medellín), castigado como embajador en China, para nombrarlo sucesor por dedazo benefactor. El humor involuntario se ha politizado para ser más papista en la petición y colecta de sumisiones que el propio Papá Gobierno.

Intriga contra México ha tenido el arrojo de politizar el pánico inconfesable. Este churrazo ridículo de Pérez Gavilán estuvo prohibido durante más de tres años, debió cambiar “voluntaria” y estratégicamente el nombre de ¿Nos traicionará el Presidente? por el que identifica a México con la Figura Presidencial, denuncia abundantes mutilaciones de diálogos altisonantes y se le incluyó con retumbante éxito de hilaridad en la XXIII Muestra Internacional de Cine en 1990 y, hasta un año después, fue malprogramado por la empresa paraestatal COTSA para que tronara a la primera semana. ¿A qué temía el gobierno mexicano?, ¿al reconocimiento de la debilidad presidencial, a la adulteración de un primarismo en los planteamientos políticos vigentes, a un antiimperialismo meramente folletinesco aunque visceral, a la suposición caldeable de un golpe militar, a una solicitud de sumisiones demasiado obvias?, ¿a la politización de todos esos atrevimientos, osadías, temeridades, audacias, desacatos y arrojos?, ¿al humor involuntario que emanaba de todo ello?, ¿al pensamiento mágico con trucos burdos que salvará al Sistema?, ¿a qué, a qué?

La eficacia del cine mexicano

Подняться наверх