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8 En el Tattersall de Palermo

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Una vez por año, durante las ventas de los purasangre en primavera, el mundo del turf se reunía en el Tattersall de Palermo. Durante los remates de los productos, pasaban mozos ofreciendo champagne, gin tonics, copetines y bocaditos de toda especie. Ahí, en esa época, uno todavía podía ver a los principales dueños de los grandes haras: Bebecita R. —alta, flaca, de la que mi abuelo se reía un poco porque, cuando miraba los caballos de su propiedad, llevaba una gran cesta colgada del brazo de donde extraía zanahorias para sus productos; mi abuelo, más sobrio, se contentaba con ofrecerles un terrón de azúcar, y solo de vez en cuando. También estaban los hermanos B., niños mimados desde sus primeros años y ahora unos sesentones muy bien trajeados y exdeportistas destacados que me transmitían la sensación de estar con gente que no era demasiado amable. También recuerdo a Roger W., judío-francés muy querido por todo el ambiente del turf, con una mujer encantadora, dueño de un haras menor pero influyente. Luego estaba Ramón C., alto, de pelo oscuro y porte impecable, siempre muy elegante y casado con una de las mujeres más bonitas y seductoras de su época, pero con tanta reputación de aburrido que se decía que, en Francia, en un night club, se había quedado dormido al lado de Brigitte Bardot. Todos ellos eran, sí, la última floración de los grandes haras del país y en esa época a todos aún los acompañaba la suerte. Los cracks de cada stud se alternaban año a año, pero hay que reconocer que, si bien Bebecita les pasó el trapo con G. dos temporadas enteras y que los B. también lograron un éxito enorme con un gran crack que luego fue un gran padrillo, los caballos de mi abuelo y los de González Carranza aún eran temidos por sus rivales y siempre tenían candidatos para los premios importantes.

Pero en esa etapa, como dije, después de muchos triunfos que duraron décadas, nuestros caballos ya no lograban ganar tanto o, por lo menos, no en el nivel de los grandes clásicos. Ganaban tres o cuatro carreras, algún clásico mediano, pero faltaba una locomotora que arremetiera y se llevara todo por delante. Mi abuelo decía que ya iba a llegar y las mañanas en que yo lo encontraba en el living de arriba, ante su escritorio inglés, estudiando los libros de pedigrees, sentía que estaba ante un erudito que dominaba todas las ramas de su arte y que bien podría lograr el caballo mágico que pretendía. En cambio, me parecía cada vez más, que González Carranza era como un nazi que pretendía estampar de un solo golpe violento sobre la madre un sello que anulara las diferencias que aportaban las yeguas. Llevaba su teoría del clon tan lejos, que las crías de esos caballos siempre tenían un nombre que tenía que ver con el padre, como si la madre, la línea materna que siempre preocupaba tanto a mi abuelo, no tuviera ningún valor. Mi abuelo, en cambio, daba importancia a las madres y pasábamos muchas tardes en los potreros, donde buscábamos dilucidar si sus características eran o no dominantes y cómo se complementarían con el bagaje genético de nuestros padrillos. Luego de esa inspección visual había que estudiar la historia de sus hermanos o hermanas, de sus tíos, tíos abuelos y bisabuelos para así tener un árbol genealógico de esa familia con la esperanza de que con el padrillo adecuado se produjera, desde aquello que conocíamos, una floración perfecta.

Naturalmente, Morning Glory no había pasado por el remate de los productos en el Tattersall. Pese a las objeciones de los tíos y de los apremios cada vez mayores de la situación financiera, fue creciendo y llegó en marzo a la cuida, el lugar en Florencio Varela donde se preparaban los potrillos antes de su venta en los remates del Tattersall. De ahí, en vez de ir a la ventas de primavera, fue directamente a lo de Augusto. En los meses previos a las ventas, fuimos a visitarlo varias veces. Recuerdo verlo ir al paso cerca de una fila de ombúes por una orden expresa de mi abuelo. Luis lo llevaba de la brida con la mano alzada como si sostuviera un ramo de flores, y todos nos sentimos orgullosos porque ese caballo transmitía en su andar una tremenda convicción que siempre nos alegraba. A esa altura mi abuelo ya sabía que, si Augusto le daba el visto bueno, cosa que sería inevitable, dijo, lo iba a hacer competir en las grandes carreras del año siguiente. Pero primero debía ganar una para caballos sin antecedentes, es decir, en la categoría perdedores, que significa tanto caballos que no han corrido como caballos que no han ganado todavía. Esas competencias son de tiro corto a mediano de entre 1400 y 1600 metros. Si ganaba, iría a ganadores de una carrera, también de la misma distancia. Había que ir eligiendo la ocasión, venteando los comentarios sobre los otros potrillos, bien atentos a ver qué oportunidades se presentaban. Recién después vendrían los grandes premios, cada vez más importantes, para culminar en diciembre con el Pellegrini, donde se enfrentaría no solo con los potrillos de su generación, sino con las potrancas más destacadas y los caballos adultos de cuatro años y más, tanto argentinos como extranjeros. Sí, esa sería la carrera más brava, pero si nuestro alazán era de verdad un crack, su triunfo no sería más de lo que todos nosotros a esa altura esperábamos.

Pero había un problema: ese año González Carranza también tenía un crack. O por lo menos un caballo de gran presencia, un zaino oscuro grande con una ancha lista blanca en la frente, que ya se estaba haciendo la reputación de ser muy importante. Además, había otra contra: el cuidador de González Carranza, Javier Cáceres, no solo era un verdadero maestro, sino lo que en el ambiente se llamaba un gran compositor en el difícil arte de preparar potrillos. Ya se estaba comentando que Javier confiaba ciegamente en el potrillo de González Carranza. Javier empujaba sus productos; Javier no tenía los inconvenientes de Augusto; al contrario, hacía debutar rápidamente a sus créditos, muchas veces a las pocas semanas de que González Carranza los entregara. Él hacía que las cosas fueran fáciles o por lo menos que lo parecieran, sin los repliegues dubitativos de Augusto.

Así que ahí teníamos una desventaja de la que surgía un escenario que nos provocaba una gran desazón: que el potrillo de González Carranza debutara antes y fuera creciendo con cada victoria, mientras Morning Glory se llenaba de moho por la falta de coraje de Augusto y así perdiera la primera parte del año. Lo cual significaría que tal vez no estuviera tan bien preparado para las grandes carreras. Y eso era algo que no debía suceder, según pensaba mi abuelo. Para Morning Glory, él quería éxitos y, si me permiten el juego de palabras, del inglés al castellano, éxitos mañaneros, es decir, temprano. Quería que ese caballo debutara con la fresca, digamos, de los primeros meses del año y que fuera creciendo con una serie de triunfos que, vistos más tarde, parecerían inevitables. Esa es la manera gloriosa e indiscutible de los cracks, para quienes una derrota, si es que ocurre, no es más que un traspié debido a una causa de fuerza mayor, como ocurrió con Arcuri, que no le dio rienda a Botafogo en la ocasión en que lo batió Grey Fox. No, a Morning Glory no iba a pasarle eso, sería un glorioso crack tempranero que iluminaría las pistas con sus triunfos. Cada una de sus carreras debía ser un jalón que lo llevaría a la gloria, con lo cual su nombre acabaría por representarlo cabalmente. Yo entendía ese gusto de mi abuelo por nombrar sus productos. En los pedigrees, los nombres indican una línea, por lo general la materna, y derivan unos de otros en conceptos relacionados. Así se crean familias cuya pertenencia se nota a simple vista. Por ejemplo, Morning Glory, hijo de Gloriana, una yegua muy buena que había ganado cinco carreras, sin llegar a las mejores. Gloriana a su vez era hija de Light of August y esta hija, a su vez, de Eternal Sunrise. Así que toda esa línea de productos, tanto potrillos como potrancas, estaba relacionada con la luz y eso se había originado hacía mucho tiempo, a principios de siglo XX, cuando mi bisabuelo Eduardo compró en Inglaterra un gran caballo llamado Sun of England, que cruzó con la trastatarabuela de nuestro pingo. A esta potranca fundadora la llamaron Sol de Noche. Se ve que tomaron lo del sol y lo de la luz, por lo menos para esa línea, y a la noche la dejaron de lado. Desde entonces, hasta llegar nuestro potrillo, tanto mi bisabuelo como mi abuelo se las ingeniaron como para que esa secuencia fuera una especie de razonar poético, como sucede cuando los nombres están bien puestos.

Esa línea no perdió vigencia, aunque por un tiempo su continuidad en el haras estuvo bastante comprometida. Y eso fue porque en un momento dado varias de las yeguas de esa línea se vendieron, murieron o tuvieron accidentes y la que sería abuela de Morning Glory había quedado en el haras de nuestro amigo Roger. Durante varios años mi abuelo hizo un trabajo fino por recuperarla y lo invitó al campo de las sierras en varias temporadas. Al fin, su amigo cedió y mi abuelo se la compró o la cambió por otras yeguas, eso nunca estuvo claro, y la cruzó con un padrillo que venía muy bien, pero ese era nada más que el primer paso. Lo que él quería era una hija de esa madre con la sangre del padrillo jefe, que ya se hacía viejito —que en su pedigree tenía jefes de raza y potrancas interesantes—, y quería hacer esa cruza para sacarle cría con el padrillo nuevo cuya compra, sin que lo supieran los tíos, estaba manejando. Y de todas esas vueltas salió Morning Glory, que era su gran obra de creación de esos años, como el cuadro de un gran pintor que va dando forma a su concepto durante un largo proceso de previsión, revisión, arrojo, paciencia y decantación.

Dos criadores

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