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10 En el stud de Augusto

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—A ver qué impresión te hace.

Su cortesía era una de las cosas que más me gustaban de mi abuelo, en él era una forma sutil de alentar a los otros. Ahora, mientras mirábamos la pista donde se entrenaban los productos, deseaba hacerme participar de los posibles éxitos del potrillo. No es que le importara en realidad mi opinión. Se iba a guiar por sus propias impresiones. Llegaba a ellas con un primer golpe de vista, respaldado por un paciente proceso de observación y, una vez consolidado su juicio, confiaba en su opinión a puño cerrado. Yo sabía lo que opinaba del alazán.

Le dije, superando cualquier duda:

—La verdad, tiene algo.

Lo miramos pasar delante de nosotros con un galopón a punto de ser rápido; el jockey, el famoso uruguayo Antúnez, iba apilado pero tranquilo, con el cuerpo suelto. Como si los dos estuvieran perfectamente de acuerdo en estar ahí, en esa mañana de sol y viento fresco a mediados de marzo, antes de todas las carreras importantes de la temporada.

—Se está adaptando bien —dijo mi abuelo.

Era cierto. El potrillo tenía un aire de confianza y daba la impresión de que podía ser especial. Tenía resto, me parecía, y espíritu de sobra. Que realmente tuviera las condiciones necesarias para ser un crack, eso ya lo iríamos viendo; mientras tanto, recién estábamos en la primera etapa de su primera campaña y era lógico que nos hiciéramos ilusiones.

De todas formas, Morning Glory se podía mancar, o simplemente aflojar de una mano u otra o tener un problema de pichicos o de sobrecoronas —aunque tenía vasos amplios—, o podía aparecerle las temidas corvazas y esparavanes en los garrones. Eso hubiera sido grave, una verdadera pesadilla, porque podía eliminarlo de todas las reuniones importantes, por lo menos hasta mitad de año, y entonces tendría que ir contra reloj para recuperar entrenamiento. Por suerte no era el caso, y el potrillo y nuestras ilusiones seguían intactos.

—Ahí viene Augusto —dijo mi abuelo.

Augusto era nuestro cuidador, “el dandy más elegante de Palermo” como lo describía La Blanca, pero también un hombre introvertido y cauteloso, que rara vez arriesgaba una opinión decidida sobre sus pupilos. Me divertía verlo con mi abuelo porque no podían ser más distintos; los modales expansivos, las anécdotas y las bromas lo encerraban en un silencio enrarecido que de a poco iba conformado un interrogante casi teológico. Pero, como decía mi abuelo, “sabía”, y si en los últimos años no había coronado del todo nuestros viejos éxitos, no era de él toda la culpa. En su trayectoria había tenido, cómo no, varios cracks tanto de nuestro haras como de otros dueños, hacía ya tiempo, pero la verdad era que su administración del éxito era de tan bajo perfil y tan prudente, que mi abuelo a veces me decía, un tanto exasperado, que ya que Augusto tenía un apellido italiano, hubiera sido lógico que fuera mucho más expresivo. No es que se entendieran mal. Los dos se respetaban y Augusto, a pesar de su cautela, era uno de los dos o tres mejores cuidadores del país, o tal vez el mejor, decía mi abuelo, después de haberse tomado un whisky. A su manera, Augusto era un personaje y su modo distante escondía una inteligencia de lo más observadora y alerta. Pero tenía algo asordinado que irritaba a mi abuelo quien, en el fondo, más que la realidad buscaba, con el narcisismo propio de todo artista, que alguien le hablara bien de sus caballos.

Para mí, el modo de Augusto tenía que ver con la melancolía del tango, no del tango canción de Gardel, melódico y expresivo y en el fondo alegre, sino de un tango más introvertido y melancólico, igualmente valedero, con más orquesta, incluso, capaz de muchas cosas profundas que a primera vista hasta podían resultar un poco ingratas pero que se te van metiendo en el corazón hasta que uno piensa que ese sonido, de los años cuarenta y cincuenta, es la voz más valedera, armónica y, para bien o para mal, moderna de Buenos Aires. Y Augusto, que ya se estaba haciendo grande —tenía quince años menos que mi abuelo, así que frisaba los sesenta— tenía, quizá gracias a sus trajes cruzados, un aire ceremonioso con su cara surcada de líneas paralelas en las mejillas, sosteniendo el eterno cigarrillo como si fuera un anillo de sello, con un aire remoto y a la vez atento, mientras inspeccionaba sus créditos y daba una vuelta con alguna indicación en voz baja a los vareadores.

Pero en esta ocasión, Augusto, en vez de quedarse a conversar con nosotros, nos estrechó la mano y siguió viaje, y como el potrillo ya estaba volviendo vi que le hacía una seña al jockey, que lo sofrenó. Mientras todos nos acercábamos, observamos que Augusto miraba las manos del alazán de manera insistente.

—¿Y? —preguntó, levantando la vista—. ¿Cómo lo ve, Antúnez?

—Bien, don Augusto. Está bien. Yo no le noto nada.

—¿Qué? ¿Pasa algo? ¿Le pasa algo al potrillo, Augusto?

—No, don Eduardo. Puede que sea nada. Pero el otro día nos pareció que aflojaba un poco de la mano derecha.

—¿Y usted qué dice, Antúnez? —preguntó mi abuelo.

El jockey lo miró a Augusto como pidiéndole permiso y en cuanto vio que solo le devolvía la mirada, sin cambiar de expresión se le atropellaron las palabras.

—El otro día medio que tropezó al salir del box, don Eduardo. Pisó mal, solo eso, pero al día siguiente estaba medio sentido. Fue la semana pasada, cuando usted todavía estaba en el campo. Pero ahora está perfecto, ya lo ve, de lo más garifo, don Eduardo.

—¿Vos qué pensás, Augusto?

—Y… Yo opino que hay que observarlo un poco. En todo caso, en vez de debutarlo a fin de mes, esperamos a mediados o fines de abril. Puede que para entonces esté bien consolidado.

Mi abuelo hizo un leve movimiento de impaciencia. Como si le dijera a Augusto, por favor, no me lo empieces a demorar de entrada. Estaba lejos de permitir que su natural impaciencia arruinara sus créditos, pero a la vez, como confiaba en el potrillo, lo quería ver debutar pronto para encarrilarlo en la gran serie de clásicos de los productos de dos y tres años.

Yo lo veía perfecto, de pelo estaba en muy buena condición, las extremidades no parecían hinchadas, y los pichicos, esos balancines entre el nudo y el vaso que son el amortiguador del choque de los cascos, parecían nítidos y en buenas condiciones, con el pelo liso, sin derrames de ninguna especie. Tenían, para nuestro crédito, me parecía, la extensión justa y el ángulo adecuado; lo que no me gustaba era que, como otro caballo nuestro, y ese sí que había sido un crack, tenía una rodilla ligeramente virada hacia fuera, pero mi abuelo había dicho de entrada que eso no tenía importancia, como no la tuvo en el caso del zaino, años atrás. Todo eso era historia antigua y a ese caballo mi abuelo lo había vendido por una buena suma y ahora, como de nuevo le estaba faltando plata, los tíos otra vez empezaban a murmurar por lo bajo. Decían que el abuelo Eduardo era un gran inconsciente, que la deuda de nuevo se le estaba escapando de las manos y que muy probablemente el alazán era solo una promesa muy dudosa; no se daban así como así dos caballos como el zaino, decían. Nada más improbable que apareciera otro crack relativamente pronto. A eso mi abuelo contestaba que era como decirle a un pintor que había producido un gran cuadro que por el hecho de crear algo de gran calidad le sería más difícil sacar otro muy bueno. Al contrario, contraatacaba, si sale uno, salen dos o tres o más, uno ya te muestra que eso es posible, esa es la mejor señal; y justamente, que apareciera un caballo —y además no era uno solo, era una buena cantidad a lo largo de los años— demostraba que ahí había material genético para muchos ejemplares; como en el caso del pintor de su ejemplo, insistía. Y cada temporada irían saliendo obras maestras distintas; lo que les pedía era confianza, porque ahora, estaba seguro, iba llegando el momento en que podría ir coronando su obra y los próximos años serían los mejores del haras. El late manner de los grandes pintores producía muchas veces sus mejores cuadros, dijo una vez, mientras tomaba su whiskicito de la noche; ahí aparecía todo lo que uno conocía de la vida entera, así que, ¿por qué no podría ocurrir con los caballos?

Esas razones irritaban mucho a mis tíos, que eran hombres más bien exactos y que no compartían ni poco ni mucho sus comparaciones con algo tan volátil como el arte. Y en cuanto a los caballos de carrera, cada vez menos, a medida que aumentaban las dificultades económicas. Así que él quedaba en eso solo.

Le dije a Augusto:

—Decime, ¿cómo lo ves?

—Bien, Martín, yo creo que este algo puede hacer.

—¿Y vos, Otropapá?

Nadie le decía abuelo. Era una simple costumbre, a los nietos nos quería. Era con los hijos, a los que también quería mucho, que a veces tenía problemas. Tenía todos nuestros cumpleaños bien anotados en una libretita de cuero con sus iniciales en letras doradas, que descubrí años después entre sus pertenencias.

—Yo le pongo unas fichitas —dijo mi abuelo. Moderaba su opinión para no ofender a Augusto—. Hay que cultivar la esperanza, che —insistió—. Para mí, con este capaz que acertamos un pleno.

Él no jugaba. En eso yo decía que era medio budista. A su manera era desapegado. Para él lo importante era un crack; lo que realmente valía era la gloria. Decía que muchas fortunas entran al hipódromo pero que pocas vuelven a salir. Su apuesta fuerte siempre era por los caballos. Se veía más que nada como un criador. Nunca apostaba a sus cracks; era como bajar a una pista inferior donde lo espléndido de producir algo único se transformaba en simple lucro, en emoción barata, creo yo, que pensaba. Porque en realidad, lo que más quería era la calidad suprema, algo que fuera un hecho indiscutible, donde el público no tuviera más remedio que abrir la boca y decir, ah, sí, claro, esto es realmente bueno. Y cuando unos años después leí a Roberto Arlt y vi esa frase sobre la prepotencia del trabajo, cuando yo iba dejando la pintura, porque no me parecía original lo que hacía, fui entendiendo su punto de vista y, más aún, me fue pareciendo natural, porque una cosa es mejor cuando se va imponiendo por sus propios méritos y cuando a la gente le gusta de veras, sin propaganda ni publicidad.

Augusto dijo:

—No se preocupe, don Eduardo. Hay que darle su tiempo, sin quemar etapas.

Todos sus consejos tenían que ver con la paciencia, decía mi abuelo: cuando uno tiene un verdadero crack es el caballo el que está apurado. Él temía que Augusto demorara demasiado las cosas. Y había carreras para ganar, ya se nos venían encima algunos de los primeros grandes premios para los productos de dos años. En poco tiempo, la gente empezaría a hablar de determinados potrillos, y él quería que el alazán estuviera entre ellos, que ya mismo fuera siendo cabeza de su generación. Y en esto tenía sus argumentos, porque decía que con esa sangre el potrillo podía mostrar sus condiciones de entrada; la de él no era una sangre lenta. Al contrario, venía de familias precoces, cuyos productos, si bien eran fondistas, no dejaban de ser rápidos. Le tenía gran confianza a esa sangre que él había armado a través de los años, como si hubiera hecho injertos entre los principales árboles genealógicos del haras y los hubiera cruzado con una planta de otro sitio, para lograr un producto que reuniera todas las condiciones.

De todas maneras, esa mañana no estaba dispuesto a dejar pasar por alto las actitudes de Augusto, que a veces parecía un tronco flotando tranquilo en un remanso, según me dijo una vez.

—Mire, Augusto —propuso, con su autoridad de conocedor—, a este caballo no hay que postergarlo. Los potrillos de esta línea son precoces y lo que necesitan es fogueo. Si no, pueden empezar a aburrirse. Necesitan competir, estos son corredores de raza. Yo estoy seguro de que este potrillo es de esos.

Augusto no estaba dispuesto a ceder tan fácil.

—Don Eduardo, por ahora hay que cuidarlo. Lo que no quiero es que se estropee.

De repente hizo una gambeta hacia el corazón de mi abuelo, a su orgullo de criador empedernido:

—Este es demasiado bueno como para arriesgar.

Pero mi abuelo dijo que ya íbamos a ver. Él lo quería anotar para alguna carrera que lo exigiera un poco, antes de las Polla de Potrillos, alguna linda carrera, precisó, de unos 1500 metros, para probarlo realmente en las pistas y que fuera una buena puerta de entrada hacia lo mejor de la temporada. Naturalmente, hasta que llegara el momento tendría que ir haciendo sus méritos. Antes del clásico debía triunfar en la categoría perdedores y luego en la de ganadores de una carrera.

—Mire, Augusto, ahora varéelo tranquilo; dentro de dos días le vamos a dar una corrida más fuerte y después, si anda, procederemos. Vamos a ver qué sucede —repitió—, ¿no le parece, Antúnez? —apeló. El jockey tensó las piernas y levantó un poco la mano izquierda, no se sentía cómodo con el diálogo, me pareció, quizá porque entendía las razones de ambos. Pero como era un jinete excepcional, gran experto en todo lo que se refiriera a la conducción de los créditos, su opinión era clave. Yo creo que mi abuelo quería tenerlo como aliado. Sabía que era un jockey impetuoso capaz de batallar duramente una carrera y llevar al triunfo a caballos de carácter surtido. Y sabía que se iba a sentir muy bien arriba de un crack, como ya había ocurrido con el zaino. Él tenía una buena opinión de Aureliano Antúnez y más, le tenía mucha fe arriba de un caballo excepcional. No iba a perder una carrera ganada como le había ocurrido al jockey de Botafogo. No, Aureliano era un gran valor y lo había demostrado de sobra. Cuidaba los caballos pero no solo sabía exigirlos, si llegaba el caso, sino permitirles que mostraran todas sus condiciones sin timidez ni apocamientos. En eso era un jockey capaz de darle rienda a un crack y dejar que solito se devorara la cancha; además, era un gran experto en graduar una carrera y juzgar cuándo era indispensable darle rienda o demorarlo.

Miré al alazán, era de buena estatura, aunque tirando a mediano, con una vivacidad en la mirada y el tranco que ya estaba haciendo que los otros vareadores se fijaran en él. En el mundo del turf no había secretos y, si Morning Glory era bueno, pronto todo el mundo de las carreras lo iba a tener en cuenta. Pero por ahora la clave era que debía ganar pronto su primera competencia.

Dos criadores

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