Читать книгу Confesor - José Alberto Callejo - Страница 23
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ОглавлениеLunes 7 de septiembre, 23:01 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Sala de mandos de la Unidad de Artificieros
Madrid
Ybarra era el investigador de la Guardia Civil con más casos resueltos por delitos de sangre. Era intuitivo, frío y calculador. Un sabueso que olía lo que el resto no era capaz de percibir. Tenía un instinto natural para seguir pistas de la nada o leer el lenguaje corporal de cualquier persona. Observando algunos gestos de su interlocutor, intuía su comportamiento a corto plazo, o lo que ocultaban sus palabras entre líneas. Su coeficiente intelectual estaba por encima de la media. Pero sobre todo, su inteligencia emocional estaba fuera de lo normal. Era capaz de empatizar con cualquier persona, incluso con aquel aspecto serio que le otorgaba un halo de respeto.
Fue uno de los guardias civiles que defendió con vehemencia la utilización de confesiones pactadas, o de chivatazos, para atrapar delincuentes o resolver casos en tiempos difíciles. Muchos jueces las desestimaban como pruebas válidas. Especialmente en tiempos en los que los derechos humanos, forzados por la legislación de la Unión Europea, prohibían el uso de la fuerza o de métodos agresivos de confesión, ya fueran físicos o psicológicos. Algunos jueces se opusieron en su momento a aceptar ciertas pruebas en casos en los que Ybarra participó. Aunque él encontró la forma jurídica para poder actuar. Eso sí, siempre apegado a la legislación nacional. Por eso los jueces lo respetaban. A algunos jueces les incomodaba tener casos en los que Ybarra hubiera participado en la investigación. Era el investigador más respetado en el sistema jurídico. Tenía dos grandísimos defectos: era mal tirador, su calificación más alta era de siete, y la informática, que se le daba de pena. Cualquier programa ligeramente complejo, por más intuitivo que fuera, le hacía perder los nervios. Y eso pocas veces le sucedía, por muy duro y violento que fuera el día de trabajo en las calles.
Talavantes introdujo las claves en los cinco ordenadores que había en la sala de mandos, lo que hizo que Ybarra se sintiera aún más incómodo. Le aterraba entorpecer el trabajo de los artificieros con su ineficiencia en informática.
Las cinco pantallas se iluminaron. La pantalla central emitía las imágenes del casco de Beltrán. La primera mostraba la imagen del escáner de la recepción. La segunda pantalla trasmitía la imagen del robot antiexplosivos. En la tercera pantalla se podía observar la cámara del traje antiexplosivos de Beltrán. La cuarta estaba sin señal. Y la quinta mostraba la ventana de inicio del programa de análisis de explosivos. Ybarra abrió los ojos asombrado cuando vio que esa pantalla quedaba frente a él. Talavantes, que ya sabía que Santiago no era muy ducho en la informática, se giró hacia él.
—No te preocupes, si necesitamos utilizarlo cambiaremos las imágenes de posición para que Núñez pueda acceder al programa de explosivos —dijo Talavantes intentando calmarle—. Tú solo tienes que observar la cuarta pantalla, que aparecerá con imágenes en cuanto Beltrán instale una cámara con un gran angular en una esquina de tu oficina. Así podrás indicarle dónde debe de buscar el paquete.
—Gracias —respondió Ybarra aliviado.
Tardó unos quince minutos en prepararlo todo. De pronto, la cuarta pantalla comenzó a emitir imágenes del despacho de Ybarra. Beltrán se colocó en la esquina contraria para que, entre las dos imágenes, tuvieran una imagen lo más tridimensional posible de la oficina. Esta vez Beltrán no llevaba ningún artefacto para manipular explosivos manualmente, solo el mando para manipular el robot antiexplosivos.
—Capitán, todo listo —se escuchó a Beltrán por la radio de la sala de mandos.
—Muy bien. Santiago, ¿dónde está la caja con tu correspondencia?
—En esa estantería que se ve a la derecha de mi escritorio —indicó Ybarra.
—¿A qué altura, capitán? Desde aquí no se ve nada —preguntó Beltrán con seguridad.
—Mira en la parte de abajo, junto a esa caja de cartón. Desde este ángulo no se ve bien, lo tapa la esquina de mi escritorio —indicó el capitán.
Beltrán dirigió el robot hasta el ángulo apropiado. Se veía claramente una caja de cartón, recortada por su parte superior, llena de catálogos promocionales y algunos sobres corporativos.
—¡Ahí está! —exclamó Ybarra
—Ya la veo, capitán —afirmó Beltrán—. Por el peso y el tamaño, seguro que podré manipularla con normalidad.
El robot sujetó la caja con sus tenazas y Beltrán lo dirigió al escáner.
La ventaja de este robot es que lleva adaptado un sistema electrónico de estabilización que compensa los movimientos. Así la mercancía que trasporta se mantiene técnicamente inmóvil.
Todo fue mucho más fácil que por la mañana. A esas horas había poca gente y el cordón de seguridad no causó tanto revuelo.
Metieron al robot en el ascensor de la segunda planta, donde estaba la oficina de Ybarra, hasta la planta baja. Desde allí continuó su recorrido hasta el escáner. Beltrán colocó la caja en el interior del escáner y activó los sistemas de transmisión.
—Capitán, ¿recibe correctamente la señal? —era la imagen de la cámara estándar en colores. En ella solo se veían los sobres dentro de la caja.
—Sí, procede directamente con el filtro para identificar explosivos —ordenó Talavantes.
—Sí, señor.
De pronto, entre todos los sobres, apareció una imagen que identificaba claramente una pequeña pastilla de nitrocelulosa. A primera vista, tenía una cuarta parte de tamaño que la otra.
—Ahí la tienes —dijo Talavantes—. Aplica el resto de los filtros mientras calculamos el peso; no creo que sea peligrosa, ni que tenga un mecanismo de detonación.
—Sí, capitán —obedeció Beltrán.
Este continuó analizando minuciosamente los sobres con cada filtro pero no encontró nada. Como intuyó Talavantes, aquello era solo una forma de llamar la atención.
Cuando comprobaron que todo era seguro, sacó la caja, identificó el paquete y lo abrió. Dentro había solo una pastilla pequeña de nitrocelulosa gelatinizada envuelta en el mismo film que la pastilla de la mañana, y un folio en blanco con un mensaje:
La paz que otorga la verdadera justicia, no es asunto de reyes, ni de jueces, ni abogados. Es cuestión de valores divinos. Dios siempre ha juzgado y castigado el mal, con dureza.
Zayin
P. D.
Pronto recibirán mi primer obsequio de paz…