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Miércoles 9 de septiembre, 9:00 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Madrid

En las calles que rodeaban el cuartel todo parecía normal, como cualquier otro día de la semana. En la entrada principal el constante fluir de personas comenzó a intensificarse en cuanto dieron las nueve y media. Abogados, procuradores, militares, agentes de la Policía Nacional y público en general efectuaban sus trámites con normalidad. Carteros y mensajeros accedían por las diferentes puertas que rodeaban el edificio.

Nadie notó la presencia de la treintena de agentes secretos ubicados en zonas estratégicas. Habían organizado cuatro equipos de la uei, cada uno de ellos coordinado por un jefe y estos a su vez al mando del cabo Martínez, que dirigía el control de las cámaras de la zona. Todos ellos comunicados entre sí a través de micrófonos transparentes difíciles de apreciar a simple vista.

Talavantes le cedió su sitio a Martínez para que tuviera un mejor ángulo de visión de las cinco pantallas. Sin embargo, él solo controlaría las imágenes de las tres pantallas centrales, conectadas al satélite militar. A su derecha, el capitán Talavantes controlaría la última pantalla, que proyectaba doce imágenes diferentes en una cuadricula, una por cada cámara del cruce de la zona oeste. Detrás de ellos estaban de la Bárcena e Ybarra como meros espectadores. Especialmente Ybarra, que prefirió en esta ocasión no tocar ni un botón. No podían permitirse en más mínimo error.

Casi a las diez de la mañana se acercó por la calle derecha un furgón de carga de alquiler. Aparcó en la zona asignada para carga y descarga y de él bajó un hombre de unos cuarenta años vestido con un mono de trabajo y una gorra. Fue hacia la parte trasera, bajó la rampa hidráulica y descargó una caja grande. Subió la rampa hidráulica y cerró las puertas.

—¡Todos los agentes en alerta, que nadie se mueva hasta nueva orden! —se escuchó por radio.

El conductor se dirigió a la entrada principal con mucha parsimonia pues, al parecer, la caja pesaba bastante. Los walkies comenzaron a emitir órdenes. Diez agentes se fueron acercando al sospechoso desde los cuatro flancos. Aparentaban ser simples transeúntes, por lo que el sospechoso no notó nada extraño.

En la sala de mandos las pantallas se movían con rapidez. Los agentes rebobinaban las imágenes intentando seguir hacia atrás la trayectoria de vehículo con el fin de poder encontrar algún cómplice o alguna pista.

—No lo detengan aún. Es mejor que esperemos hasta que esté en la misma puerta, mientras revisamos los vídeos —ordenó Martínez.

Pero el hombre pasó de largo por la puerta principal y se dirigió al acceso de seguridad. Por allí accedían las empresas de servicios con trato oficial. Mostró su identificación al guardia, así como el albarán de entrega. El mensajero llevaba una fotocopiadora nueva para el archivo militar. Tuvieron que abortar la detención del sospechoso y todos los agentes volvieron a sus puestos sin que nadie se diera cuenta.

Durante las seis horas siguientes tuvieron lugar tres amagos más de detención. Con cada uno de ellos, la tensión disminuía considerablemente. Eran muchas las empresas que entregaban mercancía o enviaban técnicos al cuartel. Y por supuesto, muchas de ellas alquilaban ese tipo de furgonetas.

A las tres y media dieron por fracasado el plan. Todos se fueron a comer y descansar. A las seis de la tarde todos debían volver a la sala de conferencias para analizar la situación.

Confesor

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