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Lunes 7 de septiembre, 18:00 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Madrid

El mensajero continuaba detenido en la sala de interrogatorios. Esperaba esposado y vigilado por dos guardias civiles. Su tranquilidad era desesperante. Los primeros agentes que lo interrogaron no habían conseguido sacarle nada de información. Repetía lo mismo una y otra vez: su nombre, su apodo, y que le había pagado un hombre muy educado para que entregara los paquetes. Enseguida se dieron por vencidos. Se notaba que era un simple indigente con un mono de trabajo común. Aquel hombre no sabía nada más. Además, el hedor que desprendía aquel pobre desgraciado era insoportable y vomitivo.

Entonces apareció el agente Fonseca, un psicólogo experto en interrogatorios. Su misión era intentar descubrir algún rasgo sobre la persona que había contratado al indigente a partir de lo que este contara.

La situación se estaba volviendo tensa. Ya era tarde y no tenían ni una sola pista. El revuelo que se había ocasionado con la llegada del embalao no permitía que se olvidara el asunto en poco tiempo.

El agente Fonseca debía obtener cualquier dato que les permitiera elaborar un perfil sobre la personalidad del remitente de los paquetes. O al menos algún rasgo físico que ayudara a la policía.

—Buenas tardes, Pedro —saludó Fonseca con amabilidad y utilizando su nombre de pila para provocar más cercanía.

—Buenas —respondió este con desinterés y por mera educación.

—Soy el agente Guillermo Fonseca y estoy aquí para interrogarle —continuó diciendo—. Mis compañeros me han dicho que usted no tiene nada que ver con los delitos cometidos. Pero usted ha participado por dinero en algo ilegal. Si nos ayuda con lo que sepa saldrá pronto de aquí. De lo contrario, este interrogatorio podría ser muy largo y cansado.

—¿Me van a dar de comer? —preguntó con exigencia el mendigo.

—Si colabora, le prometo que le daremos comida.

—¡Quiero comer ahora! Tengo hambre. Ya se lo dije a sus compañeros; si no como, no hablo —gritó enfadado.

—Solo puedo ofrecerle comida si colabora, y mientras más rápido lo haga, más pronto se la podré dar —respondió Fonseca con calma.

—¿Lo promete? —preguntó suspicaz—. Sus compañeros han sido unos cabrones, no me han dado ni agua.

—Se lo prometo; si usted me ayuda, le daremos de comer. —Entonces pidió que le llevaran agua para ganarse la confianza del detenido.

—Bueno, ¿qué quiere saber?

De pronto, a Fonseca le dio una arcada sin previo aviso. Llevaba unos minutos aguantando el insoportable hedor que desprendía el indigente. Tuvo que salir rápido hacia el baño para vomitar, conteniendo el vómito con la mano. A los pocos minutos volvió con dos pegotes de Vick Vaporub en la nariz y el labio superior. Parecía el bigote de Charles Chaplin pero de gel blancuzco. En cuanto volvió a entrar, el indigente se echó a reír. Fue la única manera que encontró Fonseca de disfrazar el olor. Así pudo continuar el interrogatorio que duró más de una hora.

—Lo siento —dijo el detenido entre avergonzado y divertido.

—No se preocupe, Pedro —dijo Fonseca y cambió de tema—. ¿Por qué no ponemos ambos de nuestra parte para que pueda marcharse pronto a comer algo?

—Vale, ¿qué quiere saber?

Entonces comenzó el interrogatorio. Los únicos datos fiables que Fonseca consiguió fueron prácticamente los que ya tenían: que lo había contratado un hombre de aproximadamente cuarenta años, muy educado, de formas y manera de hablar muy cuidadas, que le inspiraba confianza y tranquilidad. Le pagó trescientos euros por adelantado. Le había indicado claramente cómo hacerlo: debía entregar los paquetes a las nueve y media de la mañana en punto. Y que cuando terminara la entrega, se podía quedar la carretilla. No pudo describir su rostro, pues dijo que llevaba un gorro y gafas.

Fonseca hizo una anotación en su informe: el gorro era blanco y llevaba bordado el número siete, como el famoso jugador del Real Madrid. De entrada, no le dio mucha importancia. Era un gorro muy común entre los aficionados de ese equipo. Fonseca pensó que seguramente lo había hecho para desviar la atención.

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