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Lunes 7 de septiembre, 11:11 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Explanada central

Madrid

Los médicos tardaron al menos diez minutos en estabilizar al sujeto. Tuvieron que administrarle oxígeno y colocarle dos vías con suero glucosado y salino. Cuando estaban sujetando al paciente para subirlo a la ambulancia, se escuchó una voz a sus espaldas:

—¿Este es el hombre que venía dentro de la caja? —dijo Santiago Ybarra con tono autoritario.

—Sí, señor —respondió el jefe del equipo sanitario.

El perfil de Ybarra era poco frecuente entre la Benemérita. Licenciado en criminología por la Universidad de Valencia, con un postgrado universitario en Madrid y un año de intercambio con el departamento de investigadores de Scotland Yard.

Su físico tampoco pasaba desapercibido: un metro noventa y dos centímetros de estatura y ochenta kilos. Vestía siempre con camisa blanca inmaculada, con los puños y el cuello tan almidonados que parecía que las estrenase cada día. Siempre con corbata negra lisa y de seda, con un nudo estilo español de trazo perfecto (tenía siete iguales, una para cada día de la semana). El traje, de casimir inglés y siempre de tonos oscuros, era de color gris grafito. Era su particular forma de ir uniformado. Su cargo de investigador jefe no le hacía olvidar su gusto por los uniformes. Ahora no tenía que llevarlo, pero él se uniformaba a su manera. La disciplina y la rectitud se adivinaban hasta en su forma de andar. A punto de cumplir treinta y ocho años, estaba casado y tenía seis hijos, más otro que venía en camino. Pertenecía a la comunidad del Camino Neocatecumenal, o los kikos[4], fundada por Kiko Argüello.

Participante activo de su comunidad religiosa, Ybarra era un predicador frecuente en los seminarios juveniles. Sus conceptos de lealtad, respeto al prójimo, honestidad y rectitud hacían de él un modelo a seguir.

De tez trigueña, pelo negro liso y abundante, su rostro era alargado, con las facciones angulosas y marcadas en parte gracias a las dos horas diarias de correr y gimnasio. Solía utilizar gafas de pasta negra, de esas entre clásicas y antiguas, que lucen como el último modelo retro.

Santiago Ybarra tenía pocos vicios. Solo fumaba dos puritos habanos al día, de esos que se lían a mano en Cuba; uno después de comer y otro después de cenar. Solo bebía alcohol en ocasiones especiales, casi siempre vino, su pasión. Acostumbraba a tomar una copa tres o cuatro veces por semana.

Un paso por detrás del capitán Ybarra se encontraba su ayudante, el teniente Roberto Negrete; un verdadero personaje. Guardia civil forjado a la vieja usanza, o como él decía, «a base de muchas hostias». Tenía cincuenta y cinco años y treinta y cuatro de servicio, diez de los cuales había servido en la policía local y veinticuatro en la Guardia Civil. Se negaba a retirarse, antes prefería morir en el cumplimiento del deber. Era lo opuesto a Ybarra; tan diferentes como la noche y el día. Mientras Ybarra parecía un gentleman inglés, Negrete era lo más parecido a un gorila, un espalda plateada, incluyendo la prominente y dura barriga que los caracteriza.

Era temido en todo el cuartel, y con razón. Su fuerza era algo fuera de lo normal para una persona de su edad, y sobre todo de su estatura; un metro sesenta y ocho centímetros de músculo comprimido. Para rematar su aspecto, sus colmillos sobresalían ligeramente de la línea circular medía de su encía y eran un poco más alargados, que el resto de los dientes. En una ocasión le soltó una colleja a un chaval imberbe de una tribu urbana de góticos que le preguntó dónde le habían hecho esos colmillos tan «alucinantes».

Sí existe un vínculo genético entre el hombre y el gorila, Negrete era una muestra de ello. Y su inusual fuerza, la confirmación de la teoría. Los gorilas espalda plateada tienen diez veces mas fuerza que el humano promedio.

Había algo que Ybarra y Negrete tenían en común: su rectitud y moral. Eran leales e incorruptibles. Hombres con altos estándares de ética y justicia, de los que quedan pocos hoy en día. Aunque Negrete era más bien de mano dura, casi tanto que se manejaba en la delgada y delicada línea que separa la legalidad de la ilegalidad. Sin embargo, cuando actuaba bajo el velo de la ilegalidad, era porque consideraba que algo era injusto, debido a los vacíos legales o leyes absurdas que regían el país.

Esto no acababa de convencer mucho a Ybarra, que intentaba respetar las leyes a rajatabla. Pero si tenía que poner en una balanza lo bueno y lo malo de Negrete, lo bueno hacía que esta se inclinase a su favor, por mucho.

Así como Ybarra parecía vivir atrapado en los años ochenta, Negrete se había quedado en los sesenta. Usaba un par de americanas de piel negra que alternaba diariamente y que debían ser de buena calidad, ya que llevaba años con ellas. Vestía camisas de colores claros lisos, siempre abiertas hasta un botón antes del pecho, por lo que se podía apreciar lo extremadamente velludo que era. Ese detalle le daba un ligero aire de chulo de aquella época, así como su crucifijo de oro antiguo. Su rostro ancho, anguloso y comprimido estaba enmarcado por un mentón prominente. El cabello abundante y ligeramente rizado le brotaba desde la parte media de la frente, la cual era muy estrecha por la enorme cantidad de pelo que tenía. Utilizaba gomina y se peinaba hacia atrás, lo que le hacía parecer aún más un homínido. Un bigote denso y recortado al estilo Groucho Marx era su rasgo más distintivo. Tenía la nariz deformada y las orejas eran lo más parecido a dos coliflores, consecuencia de su paso por el boxeo amateur, deporte que había practicado durante quince años.

Ybarra levantó ligeramente la mascarilla de oxígeno del embalao, como ya lo habían apodado. El hombre continuaba inconsciente. Lo observó un momento y volvió a colocarle la mascarilla con suavidad. Hizo una seña a su compañero y este también le echó un vistazo. Levantó las cejas como señal de sorpresa pero no dijo nada. Ambos se miraron fijamente y asintieron con la cabeza. No mediaron palabra pues cada uno sabía lo que pensaba el otro.

—¿A qué hospital lo van a trasladar? —preguntó Ybarra al jefe de los médicos

—Al Hospital Central, señor —respondió uno de ellos de forma protocolaria.

Ybarra le hizo un gesto a Negrete con la mirada y este asintió. Se retiró un par de metros para hacer una llamada.

—En cuanto lleguen al hospital, un par de nuestros agentes les estarán esperando —dijo muy serio el capitán al médico—. Tendrán órdenes estrictas de no separase de este hombre en ningún momento. Solo lo harán en caso de que tenga que pasar por un quirófano. Por favor, informe a sus superiores en el hospital, es de suma importancia.

—Entendido, capitán —obedeció el sanitario.

Cerraron las puertas de la ambulancia y con las sirenas puestas lo trasladaron al hospital, escoltados por una patrulla de la Policía Nacional que les iba abriendo camino y otra que los resguardaba por detrás. Ybarra se dirigió hacia Negrete, que ya había terminado de hablar por el móvil.

—¿A quién has enviado? —le preguntó mientras se aproximaba a él.

—Al Ruso y al Negro. Harán guardias de seis horas hasta que salga del hospital. De momento los dos van para allá —aseguró Negrete con confianza.

—Bien, pero manda a otros dos —insistió Ybarra—. No quiero que se despeguen de esa puerta ni para mear. Quiero al menos un hombre en todo momento, y dos en las horas de más visitas.

—Vale, jefe. —Negrete se disponía a hacer una llamada cuando Ybarra lo interrumpió.

—Vamos, Talavantes y los de la científica nos esperan en la sala de conferencias.

—¿En la sala de conferencias? —preguntó con sorpresa Negrete.

—Sí, por lo visto somos tantos que no cabemos en la sala de reuniones.

—¿Y tantos para qué? —cuestionó de nuevo Negrete.

—Ni idea, me parece que habrá jaleo —respondió Ybarra ligeramente molesto—. Este asunto ha provocado mucho escándalo y los de arriba quieren respuestas. Ve llamando a los nuestros, seguro que vamos a necesitar refuerzos. Nos van a meter presión.

Negrete continuó dando instrucciones por teléfono para que enviaran un par de refuerzos al hospital, y dando instrucciones a varios de los agentes que investigaban ese caso.

Los hombres de confianza de Negrete para el trabajo duro, el que suponía un esfuerzo físico fuera de lo habitual, eran el Ruso y el Negro; dos guardias civiles con una excelente preparación física, auténticos atletas. Su aspecto físico les había hecho merecedores de sus apodos. Uno podría ser el prototipo de agente de la kgb. Aunque había nacido en Nerja, se notaban claramente los genes de su abuelo alemán. El otro, no era de raza negra, pero era tan moreno que tenía el aspecto de un agente secreto caribeño, aunque era originario de Barcelona. Igualmente se podía apreciar en él la herencia genética de sus antepasados mulatos.

Ambos formaban una de las mejores parejas de investigadores a cargo del capitán Ybarra.

4 Los Kikos forman una escisión de la Iglesia católica, que fue apoyada por Juan Pablo II. Es una comunidad más estricta, dura y ortodoxa que el Opus Dei.

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