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Lunes 7 de septiembre

El confesionario

En cuanto la botella topó con la polea, el líquido turbio penetró en su nariz. Antonio sintió como si le metieran lava por las fosas nasales. El ardor subía con rapidez hacia la parte trasera de sus ojos y continuaba hasta la zona superior del cerebro abriendo todo a su paso. Sintió que se ahogaba y tensó todo su cuerpo endureciendo cada músculo, desde el cuello hasta los pies; se le marcaban como si fuera un culturista.

En un brusco acto reflejo su espalda se arqueó, pero los tres amarres de cuero que sujetaban su tórax le impedían desplazar su cuerpo hacia delante. Estos estaban tan tensos que dos de ellos se le clavaron entre las costillas produciendo aún más dolor.

Dos minutos más tarde sintió como si ríos de ácido le quemaran la cara. De pronto el líquido comenzó a bajar por el velo del paladar quemándole a su paso la garganta. No entendía qué podía contener aquella maldita sustancia que lo estaba abrasando por dentro. Sus alaridos eran aterradores. En ese momento su vista se nubló por completo, como si estuviera debajo del mar. Tenía los ojos inundados de lágrimas y no eran de llanto.

De repente sintió como si el cura le estuviera rebanando el cuello con un cuchillo de sierra; como no podía ver bien, estaba completamente confundido y no sabía si tenía cerca al cura o no. Lo extraño era que aún podía respirar por la boca, con esfuerzo, pero podía hacerlo. Eso le hizo pensar que no era un cuchillo rebanándole el cuello, sino el ácido que le estaba quemando por dentro. El dolor era terrible.

Segundos después sintió un par de punzadas afiladas que le atravesaban ambos oídos, como si le hundieran dos picahielos, desde el tímpano hacia el centro de su cabeza. Entonces el dolor se volvió insoportable.

Comenzó a rezar a Dios para sus adentros, con tal de que acabara su sufrimiento, consciente de que podía morir en cualquier momento.

En un momento todo se volvió negro.

Confesor

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