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Lunes 7 de septiembre, 10:24 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Madrid

Algunos agentes de Protección Civil, que esperaban para actuar desde hacía media hora, ayudaron a evacuar los edificios aledaños. Todos los ocupantes fueron dirigidos también al parque Santander. El caos reinaba en las calles que rodean el recinto de la Guardia Civil y en varios bloques a la redonda.

A las diez y media en punto se escuchó el helicóptero que transportaba a Talavantes y el resto de su equipo. Bajaron rápidamente y entraron directamente al cuartel de los tedax. Los tres llevaban trajes antiexplosivos ligeros que se habían puesto durante el vuelo.

En una sala improvisada, los otros cuatro artificieros habían montado cinco ordenadores portátiles sincronizados con las frecuencias que les fue indicando el cabo Martínez desde el helicóptero. Se acercaron y se colocaron los micrófonos.

—Beltrán, ¿me escuchas? —preguntó Talavantes a modo de confirmación.

—Veamos —comenzó a decir el capitán—, si la persona que mandó esto hubiera querido, lo habría hecho explotar antes de que llegáramos nosotros. De hecho, la caja pequeña es un aviso de que en la grande seguramente hay un explosivo. Tampoco hay ningún detonador, ni el inhibidor ha detectado señales de detonación a distancia —prosiguió.

—Así es, capitán —respondieron ambos al unísono.

—Creo que todo esto no es más que una advertencia —sentenció de nuevo Talavantes—. Confiad en mí.

—Siempre lo hacemos, señor —respondieron.

—Somos artificieros y nuestro deber es intervenir esas cajas —dijo con energía, consciente de la responsabilidad de sus decisiones—. Álvarez, saca la caja del escáner muy despacio y ábrela. Corta el cartón con cuidado por las aristas superiores. No se ve ningún cable que pase por ahí ni nada que pueda hacerla detonar. Saca la pastilla de nitrocelulosa y llévala al tambor para que la explosionen —ordenó.

—Entendido —respondió Álvarez.

—Beltrán —continuó diciendo el capitán—, en cuanto salga Álvarez inspecciona la caja grande de cerca y dinos qué ves o escuchas. Y por el amor de Dios, no la muevas mucho. Dime si vibra o si oyes algo que nos permita averiguar qué coño hace que se mueva.

—Entendido, señor. —La situación para Beltrán seguía siendo grave. No sabía qué tipo de explosivo iba a manipular y tendría que hacerlo sin ayuda.

Álvarez tecleó en el ordenador del escáner y las puertas se desbloquearon. Al cabo de unos quince interminables segundos sacó el paquete y lo llevó al mostrador de atención al público. Cortó tres de las cuatro aristas superiores y levantó con cuidado la tapa de cartón. Identificó claramente la nitrocelulosa y la sacó. Parecía una pastilla pequeña de jabón de glicerina translúcida envuelta en un plástico de cocina. Dentro tenía un papel a modo de etiqueta. ¿Podría estar el detonador en algo tan fino?, se dijo a sí mismo.

—Álvarez, parece que hay algo escrito en la etiqueta. ¿Qué pone? —se interesó Talavantes.

—No lo sé, no puedo verlo bien con el vaho del casco —respondió Álvarez con fastidio—. Además, el reflejo de la luz de mi lámpara en el plástico no me permite apreciarlas bien. ¿Quiere que me acerque para que lo puedan ver mejor?

—¡No! —dijo Talavantes alarmado—. Podría explotar cerca de tu casco y lesionarte el cuello. Coge tu cámara y haz un par de fotos, pero sin flash. Podría tener un detonador fotosensible.

Álvarez hizo la foto lo más cerca que pudo, no estaba muy seguro de que estuviera bien enfocada. El vaho del casco le impedía ver bien. Cogió las pinzas largas que le había entregado Beltrán y llevó la pastilla al tambor. Salió al patio lentamente sujetando el paquete con firmeza. Depositó la pastilla en el fondo del tambor, instaló una carga explosiva pequeña, la cubrió con un costal de arena especial, para absorber gran parte del impacto de la deflagración; aseguró el tambor con una tapa perforada y se retiró a la zona amarilla. Una vez estuvieron todos resguardados, uno de los artificieros explosionó la carga con un mando a distancia.

La detonación fue ligera. Apenas se notó un rastro de vapor caliente, parecido al que se genera en el asfalto de las carreteras en días muy calurosos. Inmediatamente comenzó a oler a caucho y tierra quemada, mientras caía una lluvia tenue de arenisca blanca alrededor del tambor. Aquel olor penetrante permaneció unos minutos flotando en el ambiente.

Nada más escuchar la explosión, Beltrán, siguiendo las instrucciones de su superior, se acercó a la caja y comenzó a palparla. No detectó nada; ni vibraciones, ni ruidos. Parecía como si la caja estuviera hueca.

—Capitán…

—Dime, Beltrán —respondió Talavantes algo impaciente.

—Por la parte superior parece vacía —aseguró Beltrán.

—¿Y más abajo? —continuó preguntando.

—Sí, aquí siento un poco de presión, pero muy ligera —respondió Beltrán intrigado.

—Continúa un poco más abajo —ordenó el capitán.

—Capitán, aquí siento más presión, como si hubiera una masa pesada en el fondo de la caja.

—Prueba por todo el perímetro —continuó diciendo Talavantes.

Beltrán pasó la mano alrededor de la caja por la parte más pegada al suelo.

—¡Capitán! —dijo de repente sobresaltado.

—¿Qué ocurre, Beltrán?

—Se ha movido, ha reaccionado a la presión —exclamó aún con el susto en el cuerpo—. Apenas lo he notado pero juro que se ha movido.

De repente, algo le hizo pararse en seco y permanecer alerta.

—Señor, he oído algo —aseguró todavía inmóvil—. Dirá que estoy loco capitán, me pareció que era como… el llanto de un gatito.

Talavantes meditó unos segundos. ¿Un gatito maullando? Aquello sonaba a broma perversa.

—Beltrán, acércate al escáner y observa la cinta de embalar de la imagen de la caja y dime si se parecen. Fíjate en cada detalle: color, tamaño…

—Sí, señor —obedeció este.

Buscó la imagen y la analizó con atención comparándola con la caja grande.

—Capitán, las dos cintas son idénticas —afirmó.

Talavantes tuvo una nueva corazonada. Todo comenzaba a cuadrar; aquello era un ardid para que la caja grande llegara a su destinatario final: el capitán Ybarra.

—Muy bien, Beltrán —continuó el capitán—. Ahora haz lo mismo; empieza a cortar por las aristas. Si te topas con lo más mínimo que detenga o frene el filo de la cuchilla, para de inmediato.

—Entendido, capitán —respondió solícito.

Empezó a deslizar el cúter por las aristas sin ningún contratiempo. Cuando llegó a la tercera buscó algún indicio de cables o mecanismo que activara la posible carga explosiva. No había nada que indicara la presencia de un detonador. Entonces miró hacía el fondo de la caja.

—¡Pero qué coño…! —gritó alterado el sargento—. Señor, ¿pueden ver lo que yo veo?

Al escuchar la expresión de Beltrán, Talavantes y Núñez imaginaron lo peor.

—Negativo, con la sombra solo apreciamos un gran bulto embalado —respondió Núñez esta vez.

Beltrán encendió la linterna que llevaba instalada en un lateral del casco. Un potente haz de luz iluminó hacia donde dirigía su mirada.

—¡Dios Santo! —exclamó Talavantes. Salió corriendo hacia la recepción dejando a Núñez y Martínez al mando de los sistemas.

En el fondo de la caja había un hombre casi desnudo, amordazado, atado de pies y manos y con claros síntomas de agotamiento, pero respiraba y parpadeaba, aunque muy lentamente. Estaba colocado en posición fetal, recostado sobre su lado izquierdo y rodeado por completo por metros y metros de cinta americana. Tenía la frente pegada a las rodillas y la nariz metida entre los muslos. Estaba totalmente inmovilizado. De hecho, pese a que el cartón no era muy grueso, estaba tan bien embalado que era imposible que pudiera romperlo. En la parte del muslo derecho que quedaba hacia arriba tenía escrito con letras rojas la palabra culpable. La tipografía era estilo esténcil, la misma que se utiliza en las cajas de madera de las mercancías marítimas.

Todos los agentes dispuestos en ambas zonas de seguridad corrieron a ayudar al sargento Beltrán. Álvarez fue el primero en entrar.

Se quitaron los cascos y los guantes para poder maniobrar con más libertad y retiraron la carretilla con suavidad para no lastimar a aquel pobre desgraciado, que además olía realmente mal, seguramente se había meado no pocas veces. Terminaron de desmontar la caja con el cúter y, con mucho cuidado, continuaron con los metros de cinta que cubrían el cuerpo de aquel hombre.

—¡Salgan todos inmediatamente! —ordenó Talavantes al entrar—. Solo quiero aquí a Beltrán y Álvarez. Cualquiera de estos paquetes podría contener otro explosivo; seguiremos el protocolo de actuación como es debido.

En pocos minutos se vieron rodeados de varios guardias civiles que, junto con los artificieros, les ayudaron a liberar al desdichado. El personal sanitario se colocó al ras del límite de la zona roja de seguridad, como indica el estricto protocolo en esos casos.

Mientras terminaban de liberar el cuerpo, Talavantes se colocó un casco antibombas, cumpliendo igualmente con el protocolo. Le gustaba dar ejemplo, solía decirse a sí mismo, de que «el buen pastor comienza por casa».

Aquel individuo estaba rodeado de más metros de cinta de los que aparentaba a simple vista. Una vez hubieron retirado el último trozo, lo sacaron entre cuatro guardias civiles de la oficina de acceso, para que pudieran actuar el equipo sanitario de la ambulancia

Tendieron al hombre, que se había desmayado por hiperventilación, en el suelo. Lo estiraron con cuidado y lo colocaron en la camilla. Una vez en la ambulancia, comprobaron sus constantes vitales y le tomaron una vía de suero en vena.

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