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Lunes 7 de septiembre, 12:00 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Sala de conferencias

Madrid

La sala comenzó a llenarse. Poco a poco empezaron a llegar agentes de las diferentes divisiones: artificieros, policía científica y el equipo de investigación del capitán Ybarra. Talavantes y los cuatro artificieros que intervinieron en la operación, entre ellos Beltrán y Álvarez, fueron los últimos en entrar.

En la zona donde generalmente se colocan los ponentes se sentaron Talavantes e Ybarra. Junto a ellos, el jefe de la policía científica, el capitán Sergio de la Bárcena. Un hombre con aspecto de profesor universitario, medio calvo, con el pelo liso y peinado con raya al lado. Su rostro ovalado aún reflejaba las huellas de una viruela agresiva padecida en la infancia, tenía buena parte de la cara con la piel picada.

De la Bárcena había sido, veinte años atrás, uno de los pioneros en la formación del grupo de la policía científica. Biólogo de profesión, ingresó en la Guardia Civil gracias a un amigo de su padre que pertenecía al cuerpo. En la facultad obtuvo una de las calificaciones más altas de su promoción y su coeficiente intelectual rondaba la categoría de genio. Pero en inteligencia emocional era deficiente. No era nada empático, más bien arisco y un tanto huraño. Eso le había impedido llegar más lejos de lo que su brillante mente prometía. No obstante, llevaba diez años dirigiendo el laboratorio científico del cuartel general de la Guardia Civil con bastante éxito. Aunque un sonado caso había dejado a su departamento mal parado. Uno de los científicos de su laboratorio confundió los restos óseos de unos roedores con los de unos niños asesinados. Aquel error ralentizó el juicio, que tuvo una gran repercusión mediática. La mala imagen profesional ante sus superiores y ante la opinión pública afectó considerablemente a su carrera, incluso su puesto se tambaleó. Al final, su currículum y la gran cantidad de casos resueltos en los últimos diez años jugaron a su favor. Eso y el hecho de que se demostrara que él no firmó ningún documento correspondiente a dicho caso.

Más de veinte agentes esperaban en la sala. Talavantes, que dirigía la reunión, le cedió la palabra a Ybarra.

—Buenas tardes, señores. —Todos contestaron el saludo—. Imagino que algunos de ustedes no saben muy bien a qué se debe esta reunión. —Varios de los presentes afirmaron con la cabeza—. El objetivo es reunir todas las piezas para intentar identificar al sujeto que nos envió al embalao, o al menos trazar un perfil.

Todos asintieron de forma gutural. La sorpresa y consternación se reflejaba en los rostros de los asistentes. No estaban acostumbrados a trabajar en casos como aquel, tan típicos de países como Estados Unidos o Reino Unido.

—Hemos identificado al individuo de la caja como José Ruiz Navarrete, de cuarenta y un años y residente en Almería. —El capitán Ybarra cogió el informe que tenía sobre la mesa y continuó leyendo—: Acumula una larga lista de delitos de pederastia, desde tráfico de vídeos y fotos en Internet hasta el abuso de un niño y una niña, por lo que fue condenado a diez años de prisión. Hace dieciocho meses, cuando llevaba cumplidos seis años de condena, consiguió la libertad condicional por buena conducta y por no haber cometido delitos de sangre. —El capitán siguió pasando páginas mientras leía—. El verano pasado fue acusado de nuevo del presunto secuestro de dos niñas y un niño de entre nueve y doce años. Dos hermanas y un primo de estas; los niños García, de los cuales aún no hay rastro, sin embargo se encontraron pruebas suficientes en su piso como para procesarle. —En ese momento Ybarra cerró el expediente y lo dejó caer sobre la mesa para continuar hablando—: Él niega todos los hechos. Pudimos detenerle a través de un operativo conjunto entre varias ciudades donde detuvimos también a media docena de pederastas. Entre los archivos intervenidos encontramos fotografías de los niños García. Hace dos semanas se fugó a la salida de una vista en el juzgado. Aprovechó el revuelo que se formó entre la turba que lo quería linchar. Desde ese día no habíamos vuelto a saber nada de él.

Iba a continuar hablando cuando Beltrán levantó la mano.

—Dígame, sargento —atendió Ybarra.

—Supongo que ya han contemplado esa posibilidad pero, ¿han investigado a los familiares de los niños?

—Más de treinta agentes de paisano de la policía nacional han vigilado cada paso de los posibles sospechosos —respondió Ybarra—. Nueve familiares para ser exactos; cuatro consanguíneos y cinco parientes cercanos. Son los que identificamos en los vídeos que nos proporcionó la televisión local.

—Entonces el paquete lo podría haber enviado algún otro familiar en complicidad con alguno de estos —comentó otro de los agentes.

—Negativo, agente —respondió con contundencia Ybarra, que tenía informes muy detallados de los movimientos de cada uno de los familiares y amigos de la familia de los niños García. Además, hemos intervenido los teléfonos de todos los familiares.

—Tiene razón el capitán Ybarra —comentó Núñez dirigiéndose a Talavantes—. El envío del paquete bomba que explotó dentro del primer escáner fue anterior a la fuga de este sujeto. Y el material utilizado para explosionarlo fue el mismo, incluida la cantidad. Por lógica se trata de la misma persona. Algo ha debido pasar entre medias. Quizá en otra comunidad o en otra dependencia…

—Núñez tiene razón —respondió Talavantes atajando la respuesta en el aire—, pero eso lo comentaremos más tarde en una reunión con el resto de artificieros que estuvieron ese día de la explosión. —Su tono de voz se volvió cauteloso, como advirtiendo de forma sutil a Núñez que se callara.

—De acuerdo, capitán —afirmó Núñez con un ligero tono de sumisión, consciente de su error. Había hablado más de la cuenta llevado por la inercia de los acontecimientos en su afán por querer encontrar coincidencias.

A Ybarra aquel gesto no le pasó desapercibido.

En ese momento, un agente del laboratorio que aún llevaba puesta la bata blanca, entró en la sala y le entregó un sobre a de la Bárcena. Todos se mantuvieron expectantes mientras este le echaba una ojeada rápida. Entonces se levantó y se dirigió a los asistentes.

—Ya tenemos la lista del contenido de la caja. A ver qué conclusiones podemos sacar —dijo este, y empezó a leer—: Además de la pastilla de nitrocelulosa, la caja contenía una botella de gaseosa La Casera de litro y medio casi vacía, una caja de ibuprofeno de cuarenta comprimidos, de los cuales faltan dieciocho, una caja de pastillas efervescentes Alka-Seltzer de veinte comprimidos a la que le faltan solo dos, una caja de sobres antigripales de la que faltan seis, siete guindillas extrapicantes dentro de su empaque original. Hay una nota del laboratorio que indica que, considerando el peso que aparece en la etiqueta y el de cada guindilla, al parecer faltan entre cuatro y cinco unidades. —De la Bárcena continuó enumerando los diferentes elementos de la lista—: Una sonda de plástico en forma de Y con una goma de silicona en un extremo, un bote pequeño de vaselina, un cd que están analizando en el laboratorio de sonido y un ticket de compra sin más indicación que unas cantidades que suman un total de nueve euros con cincuenta. —El capitán mostró una fotocopia en color ampliada del ticket—. Y por supuesto no hemos encontrado ni una sola huella ni tampoco nada que pudiera detonar la nitrocelulosa —aseguró Talavantes—. Solo la utilizó para que se accionara la alarma del escáner y que inspeccionáramos el paquete.

Mientras tanto, Ybarra repasaba mentalmente la lista del contenido de la caja. Estaba seguro de que ese ticket era clave, si no, no lo habría incluido. ¿Qué indicarían todas aquellas cantidades? Pensó en la imagen del embalao con la palabra culpable escrita en el muslo. Un explosivo que no podía explotar, el cd, las guindillas, las pastillas efervescentes, la botella de gaseosa, la sonda, la vaselina, el ibuprofeno…

De repente, una idea le vino a la cabeza. Pasó un par de hojas del informe del laboratorio y se detuvo en la foto de la caja de ibuprofeno. Sin decir nada, sacó su móvil y llamó a su secretaria.

—Buenos días, Chari —se dirigió educadamente a la mujer—. ¿Podrías, por favor, subirme la caja de ibuprofeno que hay en el cajón de mi mesa? Gracias. —Inmediatamente colgó el teléfono.

—Sergio, ¿puedes hacer que suban la caja de ibuprofeno de la lista? —preguntó entusiasmado a de la Bárcena.

—¿Qué ocurre, Santiago? —preguntó este mientras hacía un gesto a uno de sus agentes para que fuese a por el medicamento.

—Tengo una corazonada.

Ybarra continuaba repasando mentalmente la lista de la caja. Las guindillas era lo único que no le cuadraba pero debían tener alguna conexión con el resto de los objetos. Entonces recordó una charla que tuvo años atrás con uno de sus agentes sobre torturas en países del tercer mundo. En ese momento irrumpió en la sala Chari, la asistente de Ybarra. Una morena no muy alta, delgada y atractiva que provocó un silencio inmediato. Se dirigió a Ybarra y le entrego los calmantes, que eran de la misma marca que los encontrados en la caja del embalao. Aquel buscó inmediatamente el precio recomendado por el laboratorio. Entonces cogió la fotocopia del ticket.

—¡Lo sabía! Dos euros con cincuenta —afirmó con tranquilidad. Todo empezaba a cuadrar en su cabeza—. Nos ha mandado la cuenta de la confesión. Hacerle confesar sus crímenes le costó nueve euros con cincuenta. Si no me equivoco, las cantidades del ticket corresponden a los precios de cada uno de los productos de la lista. Y me jugaría el cuello a que el cd contiene una grabación de la confesión del pederasta.

—Pero señor —replicó Álvarez—, en la lista hay ocho productos y en el ticket constan nueve cantidades. Algo no cuadra.

—Sí, hay algo que se nos escapa, aunque estoy seguro de mi teoría —dijo mientras se giraba hacia su ayudante—. Negrete, llama a Mendoza y dile que venga inmediatamente.

Negrete salió de la sala mientras sacaba su móvil.

—Perdona, Santiago ¿quién es Mendoza? —preguntó Talavantes intrigado.

—Uno de nuestros agentes especializado en mafias latinoamericanas —respondió—. Se ha formado en la policía judicial mexicana y es experto en «confesiones atípicas».

—Explícate —pidió de la Bárcena levantando la ceja con suspicacia.

—Son confesiones en las que se recurre a torturas que no dejan huella, muy utilizadas por la policía mexicana y muchas otras de países latinoamericanos. Así los jueces no pueden revocar una sentencia por malos tratos o tortura al detenido —explicó Ybarra.

—No quiero ni imaginármelo —respondió de la Bárcena.

—No te haces una idea de lo que son capaces de hacer en la policía mexicana para obtener una confesión —sentenció el capitán.

El agente que había ido al laboratorio a por la caja de ibuprofeno entró en la sala y se la entregó a Ybarra. Este la revisó y sonrió entre dientes: ¡qué listo!

—¿Qué pasa? —preguntó de la Bárcena.

—Que el muy hijo de puta le quitó el código de barras para que no pudiéramos hacer un seguimiento del lote e identificar dónde lo compró. Sin embargo sí que dejó el precio; dos euros con cincuenta. Seguramente habrá hecho lo mismo con las pastillas efervescentes y los antigripales. —De la Bárcena sacó su móvil y llamó al laboratorio. Unos instantes después miró a Ybarra y afirmó con un gesto confirmando su teoría.

Se abrió la puerta y apareció el teniente Melchor Mendoza, que se dirigió directamente a Ybarra.

Mendoza era español pero su físico dejaba al descubierto su ascendencia mexicana. Su abuela materna era una india mestiza descendiente de la tribu de los olmecas. Nacido en Santander, se había formado en química en la Universidad Complutense de Madrid. Posteriormente había cursado un máster en bioquímica por la Universidad de Granada. Terminó su formación en Ciudad de México, gracias a una beca de intercambio entre la Guardia Civil y la Policía Judicial mexicana. Había trabajado en México, Guatemala, Colombia y El Salvador con los grupos más violentos de cada país.

—Buenos días, capitán —saludó a Ybarra. Después se dirigió al resto de los asistentes—: Buenos días a todos.

—Gracias por venir, Melchor —le agradeció Ybarra—. Supongo que Negrete te habrá puesto un poco al tanto de lo sucedido esta mañana.

—Más o menos. Ayer estuve de guardia y llegue hace un par de horas —respondió.

—Te presento al capitán Armando Talavantes, jefe del escuadrón de artificieros de Madrid, y al capitán Sergio de la Bárcena, director del laboratorio de criminalística.

—Permíteme la lista del contenido de la caja, Sergio —solicitó Ybarra a de la Bárcena.

Mientras Mendoza leía, Ybarra comenzó a explicarle:

—Estos son los objetos que encontramos en la caja que llegó esta mañana. Me gustaría que explicases a los compañeros para qué se utilizan —le pidió a al agente Mendoza.

Este echó otro vistazo a la lista.

—¿Esto es todo? ¿No había nada más, capitán? —dijo girando el folio intentando descubrir algún otro elemento que añadir a la lista.

—¿Como qué? —intervino de la Bárcena.

—Un suero salino, de esos que suelen venir en envases con forma de acordeón, como los utilizados para lavativas oculares o nasales —explicó Mendoza.

—Si no viene en la lista, imagino que no —sentenció de la Bárcena.

—Seguro que lo utilizaron, aunque no venga dentro de la caja —respondió Mendoza con absoluta seguridad.

—Ese será el noveno producto de la lista —afirmó Talavantes—. Álvarez, Beltrán, ¿recordáis el objeto en forma de fuelle?

—Sí, señor, era algo parecido a lo que describe el teniente Mendoza —respondió Álvarez.

—Imagino que aún están buscando huellas y se les ha pasado anotarlo en la lista —se disculpó de la Bárcena tratando de exculpar momentáneamente a los agentes del laboratorio.

—Sergio, ¿te importaría verificar si el envase del suero estaba dentro de la caja? —solicitó Ybarra de forma condescendiente.

—Sin problema. —De la Bárcena hizo un gesto al agente que había traído el ibuprofeno y este salió de nuevo hacia el laboratorio.

—Mientras tanto, ¿podrías explicarnos el uso de estos artilugios? —le pidió el capitán a Mendoza.

—Por supuesto, señor. —Mendoza se colocó en la zona de ponentes y empezó a hablar—: Este es el método al que recurre la policía mexicana para obligar a confesar a alguien que, generalmente, es débil física o mentalmente. Se cogen tres chiles habaneros, una de las guindillas más picantes que existen, y se golpean ligeramente intentando no romper la vaina. Así las semillas y las venas internas, que contienen la mayor parte del picante, se separan y se abren liberando la sustancia picante en la carne de la vaina. Después se tuesta a fuego lento para que se deshidrate y se concentre más el picante, que además se potencia con el calor del fuego. Se dejan enfriar y se baten con agua hasta que quedan completamente líquidos. Esta mezcla se añade a la botella de gaseosa, con cuidado para que no libere mucho gas. Es necesario para que la mezcla penetre bien dentro del cuerpo.

Se dirigió a la pizarra blanca que tenía tras de sí y dibujó el perfil de una cabeza humana.

—Se cubre bien la nariz internamente con vaselina —continuó diciendo mientras indicaba en el esquema cómo se aplicaba cada elemento—. Esto tiene una doble función: la primera es que las pastillas efervescentes, que se introducen partidas por la mitad, una en cada fosa nasal, penetren bien. La segunda es evitar que con la mucosa se active la efervescencia en las pastillas. También permite introducir fácilmente la sonda tubular en cada fosa nasal. Después se une el tercer extremo de la sonda con la pieza de silicona a la boca de la botella de gaseosa con el picante batido y se levanta unos treinta centímetros por encima de la cabeza.

¡No me lo puedo creer! —exclamó indignado el capitán Talavantes—. ¿Y así es capaz de confesar un crimen un delincuente? Parece una simple lavativa nasal.

—Mendoza, explícale al capitán lo que pasa en el cuerpo cuando reaccionan esas «sustancias tan inofensivas»— comentó Ybarra con un toque muy irónico.

—Si me lo permite, señor —se excusó Mendoza—, creo que primero es conveniente que les explique cómo reacciona el cuerpo humano a la capsicina, la sustancia que hace que los chiles y las guindillas piquen. Esta sustancia genera en el cerebro la misma respuesta química que cuando el cuerpo se quema con fuego. Por eso uno suda tanto cuando come mucho picante, para refrescar el cuerpo y bajar la temperatura de la supuesta quemadura. Especialmente cuando es muy picante, la señal es similar a la de una quemadura de segundo o tercer grado. Al mismo tiempo, el cerebro también libera endorfinas para que el cuerpo quede un poco anestesiado. Por eso, después de comer mucho picante, el cuerpo recibe esa sensación de placidez que dura entre una y dos horas.

—Visto así, no parece tan agresivo como para hacer confesar un crimen de pederastia y secuestro. —Talavantes mostró su incredulidad.

—Señor, con el debido respeto, no se hacen una idea de lo agresivos que son algunos chiles, especialmente estos que vienen en el paquete —advirtió Mendoza—. Esta especie está entre los cinco más picantes del mundo. Para que se hagan una idea, cada chile contiene la misma cantidad de capsicina que treinta botellas de salsa tabasco. Cuando un picante tan intenso invade zonas del cuerpo tan sensibles y delicadas como las mucosas interiores, que no están acostumbradas a recibir el impacto de una sustancia tan irritante, el mensaje que llega al cerebro es de estar sufriendo quemaduras de al menos segundo grado.

»Los vasos sanguíneos se dilatan para hacer llegar más humedad a la piel y las mucosas que, se supone, se están quemando. Cuando el chorro de agua con gas, mezclado con el picante, pasa por las pastillas efervescentes, provoca una espuma terriblemente irritante que invade todo el sistema respiratorio, desde la garganta hasta la parte más alta de la nariz, inundando incluso los senos nasales y colándose a las glándulas de los lagrimales. Las mucosas faciales se inflaman emitiendo un moco muy líquido en respuesta a la agresión, lo que ocasiona una sensación de ahogo absoluto. Aunque uno continúa respirando por la boca, no lo siente, ya que tienes los sentidos bloqueados y confundidos. Es como si se te cerrase la entrada de aire al cuerpo. El dolor es tan intenso que parece que los ojos se van a salir de sus órbitas, los oídos te arden como si tuvieran quemaduras internas, la cara parece que fuera a estallar. Lo más impresionante es cuando sientes cómo el líquido sale por el velo del paladar hacia la boca. Es como si te rebanaran el cuello de lado a lado, como un corte doloroso con una sierra gruesa y poco afilada. En ese momento sientes como si te clavaran algo punzante en los oídos que te atravesara de un lado a otro. El dolor es insoportable, señor.

»Al final todo acaba en cinco interminables minutos. Entonces viene la segunda oleada de dolor. Para limpiarte te hacen un lavado con el suero salino. Todo te vuelve a arder en una segunda reacción química de las mucosas, pero con menos intensidad. A veces se necesitan dos lavativas para que el sistema respiratorio quede completamente limpio.

En ese punto, Mendoza finalizó su explicación. Los asistentes permanecieron callados intentando asimilar lo que acababan de escuchar. Fue el propio de la Bárcena quien rompió el silencio.

—Lo que no me queda muy claro, agente, es cómo, con esa sensación de ahogo total, el torturado es capaz de confesar. ¿En qué momento lo hace? —pregunto un tanto consternado.

—Es difícil de saber, señor. Uno ni siquiera recuerda haber pronunciado palabra alguna. Lo único que escuchas son tus propios gemidos ahogados. En ocasiones eres incapaz de escuchar tus propios gritos. En esos momentos de dolor y trance no ves más que algunos destellos en una visión completamente borrosa. Entonces sientes varias oleadas de un dolor tremendo. Sin que te des cuenta confiesas lo que te preguntan.

—¿Y durante esos cinco minutos la persona respira? —preguntó de nuevo de la Bárcena.

—En todo momento, señor —aseguró Mendoza—. A veces ahogado, hasta hiperventilado, pero uno no lo percibe. La sensación mientras tragas esa espuma ardiente es de falta el aire. Al mismo tiempo sientes que parte de esa espuma se va a los pulmones —continuó explicando—. Todo ocasionado por un bloqueo sensorial que confunde los sentidos. En realidad todo se traga y va directo al estómago en un acto reflejo de supervivencia.

—Entonces, el torturado podría confesar algo que no ha hecho… —insistió de la Bárcena.

—No, señor —le aclaró Mendoza—, el estado de trance es tal que anula la capacidad de mentir. Uno no es consciente de lo que dice, es el subconsciente el que habla. Este tipo de torturas no se utiliza para hacer confesar algo que uno no ha hecho, sino para obtener información específica. No se trata de afirmar algo, se trata de proporcionar datos.

En ese momento entró en la sala el agente del laboratorio que había ido a confirmar la existencia del envase de fuelle con el mismo dentro de una bolsa del laboratorio. Se lo entregó a Ybarra y este se lo mostró a Mendoza sin mediar palabra.

—¿Huellas? —preguntó de la Bárcena al agente.

—Ninguna, señor.

—¿Ni una sección parcial? ¿Nada que nos pueda servir? —insistió.

—Nada —aseguró el agente del laboratorio—. Ni en el paquete, ni en las cintas de embalar las cajas, ni en las etiquetas, ni en la cinta que envolvía el cuerpo. Ni siquiera un cabello o vello corporal. Solo se encontraron las huellas del mensajero en el exterior de ambas cajas.

—Por cierto, ¿cómo va el interrogatorio? ¿Se sabe algo nuevo? —pregunto Talavantes a Ybarra.

—De momento nada; será lo que imaginábamos, un mensajero anónimo —respondió el capitán resignado.

—¿Anónimo? —cuestionó incrédulo de la Bárcena.

—Sí, así solemos llamarles —aclaró Ybarra—. Indigentes a los que ofrecen dinero, generalmente una cantidad que no pueden permitirse el lujo de rechazar. Les entregan el paquete y un papel con las indicaciones y les pagan por adelantado. Después les amenazan con darles una paliza o matarles si no cumplen con su trabajo. Es un método muy utilizado por todas las mafias en general.

—¿Y qué ha dicho hasta ahora el mensajero?

—Aún continúan interrogándole. Hace una hora que hablé con los agentes que están con él, pero no han conseguido nada que nos pudiera servir.

—De la Bárcena hizo un gesto a su agente para que se sentara y se quedara a escuchar el resto de la exposición. Después le pidió a Mendoza que continuara; el capitán Talavantes lo interrumpió.

—Perdón, teniente, en todo momento hablaba usted en primera persona.

—Sí, señor, he pasado por ese martirio —respondió Mendoza sin inmutarse.

—¿Le torturaron, teniente? —preguntó Talavantes asombrado.

—No, señor. Bueno… —titubeó—, en realidad sí, fue de mutuo acuerdo.

—¿Me está usted diciendo que lo hizo por voluntad propia? —Talavantes no salía de su asombro.

—Sí, señor.

—¡O está usted loco o es un auténtico salvaje! —Inmediatamente se arrepintió de sus palabras al ser consciente de que se dirigía a una persona con sangre mestiza. Talavantes cambió el tono y se dirigió a él de forma casi paternal—: No pretendía ofenderle. Si no es indiscreción, ¿por qué lo hizo?

—Por incrédulo y por chulito —respondió Mendoza con un punto de humor y un toque de ironía—. Fui tan escéptico con ese método de confesión como usted. Cuando ingresé en la policía mexicana les rebatía sus métodos constantemente, pues me parecían poco fiables. Estaba convencido de que cualquiera, con un poco de entrenamiento militar o policial podría aguantar esa práctica —siguió contando Mendoza con una medio sonrisa amarga en la boca—. Ellos me retaron a ponerme a prueba. Mi orgullo y mi amor propio hicieron el resto, así que acepté. Escribí una confesión personal dentro un sobre lacrado y firmado y lo guardé en mi taquilla con un candado. Prepararon una mezcla más ligera de la que suelen utilizar, con solo dos chiles pequeños. El reto era que confesara lo que había escrito dentro del sobre. Cuando terminaron y me recuperé, me contaron todo lo que había dicho durante mi trance. No recuerdo en qué momento confesé pero tenían la respuesta de lo que había dentro del sobre.

—¿Y el ibuprofeno y los antigripales? —preguntó Talavantes, aún consternado con la explicación.

—Dos comprimidos de antibiótico, dos de ibuprofeno y un sobre de antigripal cada seis horas y en tres días, máximo cinco, uno está como si no hubiera pasado nada —aseguró Mendoza—. Ni dolor, ni inflamación, ni irritación de mucosas. Nada de nada.

—¿Y aún se sigue utilizando ese método, teniente?

—En realidad siempre se ha utilizado. Antiguamente lo hacían en la alegalidad —aclaró—, ya que no había un reglamento interno que lo prohibiera explícitamente. Desde la entrada en vigor de la ley de los Derechos Humanos es ilegal, aunque me consta que se sigue aplicando. Evidentemente ellos lo niegan, y lo aplican con mucha menos frecuencia y solo en casos realmente necesarios.

—Agente Mendoza —preguntó uno de los agentes de la policía científica—, por lo que usted cuenta, sí faltan dos pastillas efervescentes y entre cuatro y cinco guindillas, eso significa que le aplicaron un solo «tratamiento», ¿no?

—Seguramente, eso se lo podrá confirmar el mismo sujeto. Eso seguro que lo recordará —dijo casi para sí mismo.

—El sujeto está inconsciente —le informó Talavantes.

—En cuanto se despierte podrá contarlo todo. Una vivencia así queda grabada a sangre y fuego en la memoria. Créame, no lo olvidará nunca.

Otro agente irrumpió en la sala con cara de sorpresa. Por su expresión parecía que tenía información importante. Era el responsable del laboratorio de sonido. Se dirigió a de la Bárcena y le entregó el informe. Este leyó el folio de principio a fin mientras asentía con la cabeza.

—Ybarra, tenías razón —afirmó—. El informe es largo pero se resume todo en el párrafo final. Leo textualmente: «La duración de la grabación es de cuarenta y ocho minutos y treinta y siete segundos. En todo momento se escucha el diálogo entre lo que parece un sacerdote y otra persona. La grabación tiene muchos cortes. Se escuchan amenazas de dolor y sufrimiento por parte del supuesto sacerdote hacia su interlocutor. Posteriormente se escuchan sonidos difíciles de identificar, similares a los de persianas de cerramiento. Segundos después, gritos de dolor ahogados y entrecortados. En el minuto cuarenta y cinco de la grabación, entre gritos de ahogo, llanto y súplica, la voz del que grita confiesa haber cometido los asesinatos los de los niños Ángela, Martín y Dolores García».

—Eso no serviría ante un juez —interrumpió Talavantes—, y menos aun sabiendo cómo se consiguió la confesión.

—No tan de prisa, Armando. El sujeto ha confesado el lugar exacto donde enterró a los niños. Es lo último que se escucha en la grabación —respondió con autoridad de la Bárcena.

—¿Y dónde están enterrados? —preguntó Ybarra.

—En Berja, un pueblo cercano a Almería —le informó de la Bárcena.

Un silencio se apoderó de la sala para dar paso a murmullos que fueron creciendo en segundos. Debían actuar con rapidez. Eran casi las tres de la tarde y hasta el día siguiente no podrían organizar la búsqueda, pues requería mucho personal y recursos. Una cosa que sí podían hacer, era enviar un equipo para que custodiara el terreno y sus alrededores.

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