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Lunes 7 de septiembre, 23:30 horas.

Barrio de La Latina

Madrid

Roberto Negrete llegó agotado a casa. La tensión por la amenaza de bomba, el revuelo del embalao, la interminable reunión de la sala de juntas, la organización de la búsqueda en Almería para el día siguiente y la organización de las guardias en el hospital pudieron más que el ejercicio que realizaba todos los días. Estaba reventado, y eso que no había ido al gimnasio esa mañana. Después de subir las escaleras hasta el quinto piso donde vivía, llegó jadeando.

Al menos podría dormir tranquilo. Le habían notificado que dos patrullas de la Guardia Civil de Almería y una de la Policía Nacional ya estaban apostadas y haciendo guardia en la casa del pederasta en Berja, Almería.

Abrió su viejo frigorífico General Electric, sacó una jarra de agua bien fría y bebió de golpe medio litro. Cerró los ojos y se concentró en sentir el enorme placer de saciar la sed, especialmente cuando hasta la parte interior de los labios y el velo del paladar están secos.

Una vez que la ola refrescante llegó a su estómago, abrió los ojos y se encontró de frente con las fotos de su esposa y su hija, las mismas que había quitado del salón para colgarlas en la cocina. Así podría tener siempre presentes la imagen de su Lola y de su pequeña Cristina. Pasaba poco tiempo en casa, y cuando lo hacía, siempre estaba en la cocina o en su cuarto, donde estaba su mejor amigo, como él solía llamarlo; un sofá reclinable de terciopelo burdeos desde el que veía la televisión o dormía la siesta los fines de semana.

El marco de las fotos era antiguo, a juego con los muebles del salón estilo Luis XV de madera oscura y tapicería verde de la sala. Ahora esos marcos desentonaban en la cocina, de estilo más bien moderno, o al menos lo fue en los ochenta. ¿Pero… a quién le importaba si los marcos hacían juego con la cocina? Ya casi nadie iba a casa de Negrete para criticar si las fotografías estaban donde correspondía. La única visita que recibía, un par de veces al año, era la de su único hijo Pepe, cuando este venía de Valencia a visitarlo por su cumpleaños o en Navidad.

No tomó nada más, no tenía hambre. Se sentó en la cocina con la mirada perdida, tratando de organizar sus pensamientos. Algo dentro de él le hacía sentirse bien, una extraña alegría. Era un sentimiento contradictorio, nada propio de un guardia civil: alguien había tenido los huevos suficientes para secuestrar a un criminal y arrancarle una confesión. Y no cualquier criminal; un pederasta asesino de niños. Seguro que había sido un alivio para los padres, pensó. Si los datos de Almería eran correctos, podrían fundir en prisión a aquel grandísimo hijo de puta. Si la información del agente Mendoza era cierta, solo había costado unos cuantos euros hacerle confesar. Increíble. ¿Cómo abordaría un juez aquel caso? ¿Qué pistas deberían seguir para atrapar al remitente del embalao? De momento no tenían nada. ¿Debían atraparlo o darle una medalla al mérito ciudadano?

Así, mientras seguía mirando las fotografías, su mente fue saltando de un pensamiento a otro, que lo llevaron a reflexiones éticas y morales, sentimientos encontrados de carácter personal. Recuerdos amargos y culpas añejas que aún latían, con mucho dolor, a flor de piel.

Siempre había sido un guardia civil muy polémico, tantas veces condecorado como sancionado. Una «mala bestia», como solían referirse a él sus compañeros y hasta sus propios jefes.

Había episodios de su carrera que aún se contaban con tintes de heroísmo entre los agentes más jóvenes. Era una especie de mito viviente, un fósil policial y todos le guardaban un respeto especial. Quizás la anécdota más conocida y comentada era aquella por la cual lo sancionaron tres meses sin placa y sin sueldo en la época de la famosa movida madrileña.

Harto de los grafiteros que pintaban en su barrio, e impotente al ver cómo les atrapaban y salían impunes para volver a pintar los portales, una noche que vio la pared de su edificio pintada por completo, decidió darles su merecido. Una mañana decidió pintar de blanco la pared de un callejón cercano que ya habían pintado anteriormente. Era un folio en blanco, un muro virgen. Era tan obvia la provocación que pensó que no caerían en la trampa. Pero no fue así. Seis horas más tarde se presentaron cinco individuos con los botes de spray en la mano. Dejó que se regocijaran en su arte durante un rato, sobre todo para tener pruebas de su vandalismo. Salió a detenerlos él solo y, a punta de pistola, consiguió atrapar a tres. Los acorraló en el mismo callejón y se lio a golpes y patadas con ellos. Después esposó a dos de ellos juntos a un tubo para que no se pudieran escapar. Al tercero lo cogió de la mano y lo llevó a un contenedor cercano. Le ordenó abrir la mano, le quitó el bote de pintura que llevaba en la chaqueta y lo golpeó con el canto inferior en la falange del dedo índice, el mismo que presiona el atomizador del bote de pintura. Lo hizo con tanta fuerza que le fracturó la unión de los huesos, así como el ligamento que los une. Los gritos del chico se escucharon en el callejón y las calles contiguas; los vecinos, al ver que era el policía, paraban sus protestas. Después agitó el bote y le roció los ojos dejándole una franja plateada de oreja a oreja. El joven no paró de gritar en todo momento. Lo agarró del pelo por la nuca y lo obligó a arrodillarse. Entonces volvió a rociarle el spray en las fosas nasales. Cuando empezó a ahogarse, el joven tosió compulsivamente y empezó a vomitar. Un acto reflejo para que su organismo expulsara la pintura que le había entrado en el sistema respiratorio.

Hizo lo mismo con los otros dos, que no pararon de pedir auxilio. Uno de ellos se había orinado del pánico. Al segundo también le fracturó el dedo y le metió otro buen chorro de pintura en la boca. Al tercero le dejó el dedo medio aplastado y le aplicó otro chorro de pintura en la boca al tiempo que le gritaba: «¡Os vais a comer la puta pintura, hijos de perra! ¡Y si tenéis cojones, volved por aquí a pintar en las paredes!».

Varios vecinos observaban la escena desde sus ventanas. Sabían que se trataba del policía que vivía en el barrio que estaba dándoles su merecido a los grafiteros que tanto les molestaban. Cuando acabó con los jóvenes, se escucharon algunos aplausos escuetos pero fuertes. Era la forma de aprobar el comportamiento de Negrete.

Dejó a los tres jóvenes en el callejón revolcándose de dolor y vomitando. Eso sí, él mismo llamó a una ambulancia para que fueran atendidos.

No dijo nada sobre el incidente en el cuartel. A los tres días llegó una denuncia de la madre del líder. A su hijo le tuvieron que tratar los ojos y no podría ver durante al menos tres semanas. A los otros dos les tuvieron que hacer un lavado de estómago por la cantidad de pintura tóxica que habían tragado, aparte de que no podrían mover el dedo índice en meses. Cuando se enteró, Negrete se echó a reír. Aquellos cabrones se lo pensarían mucho antes de volver a pintar un puto grafiti.

El juicio tardó mucho en celebrarse. Negrete obtuvo todo el apoyo de sus compañeros y de algunos vecinos que declararon en su favor. Sin embargo el juez dictó sentencia: sin arresto pero con suspensión de tres meses de empleo y sueldo. Eso sí, en su barrio nunca se volvió a ver un solo grafiti.

Cada mes encontraba bajo la puerta de su casa un sobre con dinero, una cantidad similar a la de su sueldo. Los vecinos, junto con algún compañero, hacían una colecta para suplir la falta de su sueldo. Aquellos meses lo pasó bastante mal. No sabía estar sin trabajar. Se refugió en el gimnasio, lo cual le permitió ponerse aún más en forma para seguir luchando con toda la mierda que había suelta por la calle.

Cada vez que encontraba un sobre se llenaba de orgullo. Consideraba que había hecho lo correcto y, de algún modo, aun en silencio, la sociedad aprobaba su comportamiento. Disfrutaba de su pequeño triunfo fuera de la ley escrita. Según él, esta se había vuelto demasiado proteccionista, absurda y estúpida, especialmente con los delincuentes menores. Negrete los veía como termitas: «Una termita no era problema, muchas termitas eran un gran problema».

Cuando volvió a la realidad se vio sentado en el lateral de su cama, ya sin ropa y listo para acostarse. Mientras programaba el despertador para levantarse a las seis de la mañana, se colocó la camiseta de tirantes blanca y los calzoncillos de color azul claro. Le gustaba dormir cómodo, sin arrugas que pudieran molestarlo. Se metió en la cama y ni siquiera encendió la tele. Había que madrugar para coger el avión a Almería. Estaba realmente cansado.

Por la mañana se levantó optimista. Debían encontrar cualquier pista que sirviera para meter entre rejas a ese pederasta hijo de la gran puta. Había dormido bien, sin pesadillas. Los demonios que le atormentaban con sus propios remordimientos no habían aparecido esa noche. Mejor así, el día iba a ser largo.

Confesor

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