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La utopía: elemento transversal de la ciencia ficción (CF)

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Son varios y heterogéneos en sus propuestas los autores que han explorado el concepto de utopía como eje que recorre a la ciencia ficción desde sus primeras fases y, en especial, desde el ascenso de la Modernidad. Al respecto, no existe una manera uniforme de encarar el tema, pero en la mayor parte de quienes han propuesto sucesivas aproximaciones, es factible observar que esta categoría se convierte en un elemento de trascendencia como sustento filosófico del género y de sus metas más ambiciosas en términos estéticos. Ketterer (1971, p. 25), por ejemplo, vincula a la CF con la literatura apocalíptica, es decir, una forma narrativa que se remonta a civilizaciones antiguas preocupadas por su destino en las postrimerías del tiempo, es decir, por una revelación de los acontecimientos venideros (si atendemos al significado preciso del término griego). Para este autor, la ciencia ficción sería “la manifestación más pura de la imaginación apocalíptica”. Sin embargo, el crítico tiene puesta la mira sobre la narrativa norteamericana más que en otras tradiciones, por lo que su enfoque se limita a un recorrido a lo largo de la historia de esa literatura y cómo debió construir su propia mitología a falta de un pasado cultural que pudiera igualarse al de otros pueblos americanos antes de la conquista europea.

Aun así, no deja de ser interesante que la crítica más sólida —con los sesgos impuestos por cada estudioso, ya que se trata de un corpus muy extenso— coincida en que la utopía, como planteamiento de una alteridad ideal —en los términos originales fundados por Tomas Moro en el siglo XVI— se haya convertido en un impulso animador de las obras magistrales del género y en su norte principal, que cada creador, de acuerdo con sus intereses, ideología y época, trasladará al discurso ficcional.

Por su parte, Cano (2006) orienta su perspectiva al estudio de la ciencia ficción hispanoamericana —de hondas y lógicas raíces occidentales—, advierte también que la narrativa de corte utópico, remontable hasta Platón (y referencia capital de Moro), pasó de un largo periodo marcado por lo espacial —ubicación de mundos alternos en zonas apartadas y casi inaccesibles de la Tierra— a una categoría temporal (p. 63). Esto, según Cano, comienza a manifestarse hacia finales del siglo XVIII. De hecho, tal premisa es acertada, puesto que es una época en la cual el colonialismo europeo ha llegado a una fase de alta expansión, tanto en América como en Asia, África —y Oceanía, en menor grado—, lo que ha hecho de las distancias un concepto más relativo o más concebible, o por lo menos, mejor anclado en las realidades que la propia civilización occidental establecía a medida que ocupaba la mayor parte del mundo conocido.

El cambio de paradigma señalado por Cano es una consecuencia de los procesos de mundialización que se iniciaban precisamente cuando Moro publica, en 1516, su visión acerca de una comunidad que no existe en un lugar específico o concreto. A través de esta construcción imaginaria (y analógica, en el sentido propuesto por Suvin), el pensador inglés somete a la Inglaterra y Europa de su tiempo a una revisión exhaustiva de su fracaso como medio de realización de la humanidad y de sus potencialidades. Crea las bases de una República superior y modélica que contrasta, por oposición radical, con el mundo de sus contemporáneos, en el cual él mismo debió lidiar con las miserias de la política.

Los avances de la cartografía, durante la Ilustración del siglo XVIII, convierten al planeta en un algo cada vez más tangible y concreto para el hombre común, superando de este modo supersticiones y creencias erróneas en torno de los continentes y los países alejados, que poco a poco se transforman en realidades que deben ser estudiadas y dominadas por el sistema hegemónico capitalista alimentado desde Inglaterra. Esta, gracias a sus agresivas políticas externas, largamente había reemplazado al Imperio español en el control de las rutas de navegación, en el tráfico de los bienes y en la acumulación de riquezas, sobre la base de la expoliación de las culturas y pueblos víctimas de la colonización. Eso parece haberlo anticipado Moro doscientos años antes, en los albores de la dominación que ejercería su isla sobre el mundo, al imponer sus patrones y estructuras a un orbe que poco a poco se hacía más pequeño. No es casual, entonces, que la sociedad creada por Moro también se ubique en una ínsula de localización indeterminada y sea un reflejo inverso de su propia sociedad. Y solo en el siglo XVII, luego de la Revolución de Cronwell, se produciría el tránsito hacia el parlamentarismo y a una disminución del poder del monarca, que la misma actitud de Moro ante las pretensiones de Enrique VIII también anunciaría con su consecuente ejecución.

Es evidente, por lo tanto, que, a comienzos del siglo XIX, todo estaba dispuesto para que aquel pensamiento utópico nacido de las inquietudes de un humanista inglés de la primera mitad del XVI diera paso a la ampliación de las fronteras. Ya no sería el dominio terrestre el muro infranqueable, sino que esta se extendería hacia el tiempo:

Ciertamente, el desplazamiento espacial conserva su valor como uno de los rasgos de la utopía; sin embargo, el centro de la atención del relato se mueve hacia una reflexión sobre las relaciones que el presente establece con el pasado y el futuro, ofreciendo diferentes vías de desarrollo para las narraciones de CF. El descenso al interior de la tierra o la exploración de regiones ignotas se convirtieron en alternativas para imaginar el pasado terrestre en obras como Viaje al centro de la tierra (1864) de Jules Verne, The Lost World (1912) de Arthur Conan Doyle, y las narraciones del mundo de Pellucidar de Edgar Rice Burroughs (1914). En contraposición al viaje subterráneo, la conquista del espacio exterior se constituyó en el motivo por excelencia para efectuar una indagación en el futuro de los seres humanos. (Cano, 2006, p. 65)

Naturalmente, ya no se trata de los sueños extravagantes de Luciano o Cyrano de Bergerac, sino de una problemática más compleja y anclada definitivamente en el horizonte de la ciencia, convertida en legado del racionalismo y en el sustento brindado a las ficciones por las leyes de la naturaleza; que serán utilizadas no solo para contextualizar las historias, sino para hacerlas verosímiles a partir de un conjunto de postulados irrebatibles y de cumplimiento irrestricto. Tales son las premisas que guiarán las novelas de Verne, De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna, que hacia la segunda mitad del siglo XIX ya no se parecen en nada a los intentos anteriores por situar acciones fuera del planeta. Aunque estas transcurren bajo una serie de referencias contemporáneas y se recurre a tecnología existente en la época del autor, el valor de estos libros y otros, como los de Wells, consiste en otorgarle solidez a los usos posibles de las máquinas en la construcción de una nueva etapa para la humanidad. En ese sentido, y como el mismo Cano (2006) también considera, la teoría de Darwin acerca del origen de las especies y el evolucionismo instaló otra experiencia cognitiva en torno de la realidad.

No obstante, en algún momento, ese optimismo inicial cederá el paso a una concepción sombría y escéptica respecto de la materia, lo que es visible en el último Verne o en casi toda la producción de Wells. Lorca (2010) asocia estos fenómenos a la Revolución Industrial, que también es un factor de gran importancia en la formación de un nuevo tipo de sociedad; y, por ende, de una reconfiguración tanto de los estratos que la integran como del rol del ser humano. Este proceso determinará el progresivo reemplazo de la mano de obra por la producción en serie y la tecnificación. Asimismo, propiciará el abandono del campo; a tal punto que las ciudades se verán transformadas por el ascenso de una nueva clase, la obrera, antagónica de la burguesía propietaria de las fábricas. Lugar donde labora esta masa de asalariados bajo deplorables condiciones y sin ningún tipo de beneficio o seguridad social, conceptos ubicados aún a muchas décadas y que solo se plasmarán en los primeros tramos del siglo XX. Aun así, los artefactos empiezan a cubrir territorios más visibles e introducirse en el género que, a esas alturas, va camino a una adultez condicionada por las circunstancias económicas:

Desde su creciente rol como centro del proceso productivo, la máquina ingresa y se asienta en el imaginario social y el horizonte literario. La CF pronuncia entonces un presagio a través del protagonismo de maravillosas maquinarias: el desarrollo científico y tecnológico le depara al hombre capacidades incrementadas y nuevas aptitudes en su relación con el ambiente, con el universo material y con los organismos vivos, con todos los seres concebibles (…) Todo este conjunto, la primera tentativa de la CF, configura un movimiento centrífugo del imaginario tecnológico: la ciencia y la tecnología tienden el alcance corporal y sensorial hacia el exterior, hacia el entorno del hombre y su más allá. (Lorca, 2006, pp. 31-32)

El argentino enfatiza en la visión del progreso de la especie que los primeros cultores modernos del género desarrollaron con ciertos atisbos de ingenuidad o confianza en la posibilidad de que la especie sea capaz de un crecimiento no solo material, sino ético, de un cambio de conciencia que lo llevara a otro nivel. En resumidas cuentas, las máquinas constituyen instrumentos que, proyectados hacia una etapa posterior de la evolución, representarían un salto cualitativo para los seres humanos; quienes podrían disponer de mucho tiempo libre, luego de satisfacer sus necesidades prácticas, para la reflexión y el cultivo del espíritu, mientras que los artefactos se encargan de las labores más tediosas o peligrosas. Semejante entronización de la tecnología como instrumento del progreso desempeña una función significativa en el planteamiento de Lorca.

La utopía proyectada en un tiempo venidero, más o menos lejano, y en los desplazamientos a otras dimensiones, que en realidad habla del presente —según la analogía de Suvin—, también puede ser altamente escéptica y desconfiada. Amis (1966, p. 104) lo destaca cuando se refiere a autores posteriores, quienes ya no creen que los avances técnicos y científicos garanticen semejante paso en la historia de la humanidad. En su estudio fundador, el inglés sostiene que, por una marcada tendencia de su tiempo, los autores de CF más representativos —como el Bradbury de Fahrenheit 451— describen sociedades embrutecidas por las proezas materiales traducidas en las máquinas; que forman un entorno ambiguo y amenazante, el cual llega a desnaturalizar y deshumanizar a la misma especie. Estamos, en consecuencia, ante una categoría que empezó a incubarse a fines del siglo XIX y los inicios del siglo XX —la Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento determinante en su gestación—: la antiutopía o, como prefieren denominarla varios autores, distopía, a la que también pertenecen obras de la trascendencia de Un mundo feliz, de Huxley; 1984, de Orwell; o La naranja mecánica, de Burgess. En estas novelas, ubicadas en un futuro indeterminado, la libertad se ha visto reducida a grados demenciales. El individuo, que vive bajo el control de estados totalitarios, ha perdido su esencia bajo la férula de sistemas que utilizan artefactos de gran sofisticación para ejercer su dominio brutal sobre todas las esferas de la actividad humana.

Por último, Jameson (2009) concentra su atención en el desarrollo del pensamiento utópico y sus realizaciones. Este crítico norteamericano de filiación marxista se interesa por la CF en tanto considera a la utopía, anclada con firmeza en la tradición iniciada por Moro en el Renacimiento, como una expresión de aquel género preexistente a su propia definición como tal. Así lo sostienen casi todos los autores que hemos comentado al abordar la historicidad de esta narrativa antes de que se propusiera un vocablo definitivo para conceptualizarla. Su estudio de amplio espectro, ya mencionado (Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción), se ha convertido, junto al de Suvin, en una fuente obligatoria para la búsqueda de una poética suficientemente flexible: una caracterización del género que no se aparte de las condiciones de su producción en un marco ideológico o político, y que no obvia la dimensión estética de los textos. Ello queda explicitado a inicios del capítulo quinto, titulado “El gran cisma”:

Si la utopía es de hecho “un subconjunto socioeconómico de la ciencia ficción”, el nuevo e inesperado conflicto terminológico la enfrenta con lo que hoy se identifica genéricamente como “fantasía”, que de hecho tiene un linaje histórico más antiguo que la propia ciencia ficción (…) Sean o no legítimas, las pretensiones científicas de la ciencia ficción prestan al género utópico una gravedad epistemológica que cualquier parentesco con el género fantástico no puede sino debilitar y deshilachar seriamente: las asociaciones con Platón y Marx son credenciales más dignas para el texto utópico que los viajes fantásticos a la luna en Luciano o Cyrano. (Jameson, 2009, p. 79)

El giro de Jameson es relevante. Se aproxima, en gran medida, a los asertos de Suvin, quien dedica un capítulo entero de Metamorfosis de la ciencia ficción a desentrañar la relación entre las corrientes utópicas y el género literario moderno que, según ambos autores, terminó por instalar (o absorber) a la utopía como un dominio al interior de sus búsquedas.

Esta suerte de simbiosis entre las preocupaciones por la edificación de una sociedad igualitaria y de bienestar para el individuo que la integra y una práctica literaria que instrumentaliza tales deseos colisiona, de acuerdo con Jameson, con la ascendente industria de “lo fantástico” (pp. 79-80). Esta puede confundir los campos de acción, e incluso relegar a la ciencia ficción de calidad literaria a un plano secundario, ante la arremetida de productos que tampoco representan lo más prestigioso de la llamada tradición fantástica.

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