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Ciencia ficción peruana: ¿blanda o dura?

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El diálogo de la ciencia ficción peruana con la tradición universal ha sido fructífero y no puede aislarse de las grandes problematizaciones surgidas desde la década de 1960, cuando el género comenzó a interesar a la esfera académica desde la semiótica, los estudios culturales e, incluso, las escuelas de impronta psicoanalítica y marxista. Ya se ha descrito el proceso formativo y la consolidación del género. La pregunta que encabeza el apartado responde a conceptos teóricos atendidos por diversos especialistas. Aclaremos, una vez más, que no son términos peyorativos, sino categorías que permiten colocar a los textos en territorios que se definen por los intereses y el tratamiento de los escritores, a propósito de los temas. O bien, de tendencias a acentuar, con suma atención por los detalles, el sustento científico de las historias.

Verne, desde sus primeras novelas, es uno de los iniciadores de esta corriente basada en el conocimiento exhaustivo y en la información comprobable, de modo que ello garantizara la verosimilitud. Con el tiempo, a esta perspectiva se le llamó, con los matices, respectivos, “ciencia ficción dura” (Pringle, 1995). Su fuente principal era, es obvio, la rigurosa formación de los escritores en algún dominio o campo de la ciencia. Asimov, Hoyle y Clarke (entre otros) formarían posteriormente la columna vertebral de esta orientación, dados sus quehaceres especializados.

Por su parte, Bradbury, un autodidacto, se encuadró en otro tipo de escritura, no tan interesada en las certezas, sino en una suerte de tono especulativo y poético situado más cerca de la reflexión y de las contradicciones humanas. A esa línea se le denominó “ciencia ficción blanda” (Pringle, 1995). Lo mismo puede afirmarse de Vonnegut o Lem. Sin embargo, ello no es obstáculo para hablar también de campos intermedios entre ambas actitudes. Muchos autores de ciencia ficción dura desarrollan también miradas subjetivas e imaginativas en torno del impacto de la ciencia y la tecnología en las sociedades y, por su parte, los creadores afiliados a la CF blanda también poseen un conocimiento amplio de la ciencia, sin el cual los textos no podrían adscribirse de ningún modo al género.

En el Perú, la balanza parece inclinarse hacia esta última por varias de las razones expuestas en el panorama del segundo capítulo. En una sociedad todavía premoderna, débilmente institucionalizada y poco democrática, paupérrima desde el punto de vista industrial y del desarrollo humano, proclive a las posiciones conservadoras o autoritarias, homofóbica, machista —que solo a cuentagotas ha ingresado al manejo de ciertas claves de la modernidad (y de la posmodernidad apenas como un saber y una visión fragmentaria y dispersa)—, la CF no podía desarrollarse igual que en otras latitudes.

En un contexto de contornos incluso semifeudales en cuanto a la tenencia y uso de los medios de producción, con escasa atención por las ciencias formales en los dominios escolares y universitarios, la mayor parte de autores optó por el autodidactismo y el apoyo en lo imaginativo, más que en el conocimiento pormenorizado de las leyes de la física, de la robótica o de la biología. No obstante, al producir sus obras en un contexto signado por desajustes estructurales muy visibles y escandalosos, esa misma realidad precaria también nutrió una heterogeneidad crítica y una visión irónica en un número significativo de autores.

Muchos de los proyectos particulares se sostienen sobre las bases de un universo peruano absurdo, ilógico, que va a contracorriente de aquello que Popper llamó “sociedad abierta”. La modernidad no se ha completado en el país, solo se han adaptado algunos de sus síntomas más cosméticos; ello no garantiza la conquista de una República superior o que se hayan alcanzado los ideales de bienestar y libertad para todos los ciudadanos, sin importar diferencias culturales o sociales. De ahí que al escritor peruano de CF le atañan mucho más los efectos de la tecnología y del pensamiento científico en las colectividades que la exposición pormenorizada de los diversos contenidos u objetos del conocimiento científico.

Autores como Arbaiza, Vera Scamarone y Anglas representarían esa línea dura en ciertos aspectos —dada su formación académica—; aun así, hay un elemento idiosincrático y local en cada uno que impide colocarlos en el mismo territorio de sus pares norteamericanos, ingleses, japoneses o rusos, puesto que en aquellas comunidades la ciencia sí logró transformar la vida de las personas, para bien o para mal. Ello porque en todos los casos devino eje de los proyectos de edificación de identidades nacionales y de institucionalidad, así como del progreso material (no necesariamente mental, pues se trata de sociedades posindustriales que han derivado en el hedonismo y la soledad autodestructiva del sujeto).

En el Perú, la impresión predominante es la de una tradición a la que le ha costado mucho, primero, la visibilidad y, con posterioridad, tomarse en serio a sí misma. Parece que un grueso de autores recaló en el género de un modo “ancilar”, citando al mexicano Alfonso Reyes en El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, o resignados a la condición periférica. En otras palabras, arribaron a ella no porque sintieran una inmediata afinidad o tuvieran un interés envolvente en este género, sino que la consideraron un medio o instrumento para expresar en realidad otros propósitos, como el de la más o menos velada crítica a las carencias mencionadas.

Y esta sería, al fin y al cabo, una de las marcas características que, con el transcurso del tiempo, cristalizó en las ideas de los contemporáneos: que los anhelos utópicos de la modernidad, desde sus inicios en el siglo XVI, están condenados a la imperfección y a lo fallido. Prevalece, por lo tanto, una visión fatalista y escéptica acerca de que los grandes paradigmas de la revolución científica, desde Kepler y Galileo, sean instrumentos eficaces para alcanzar un nuevo nivel de conciencia con respecto a las relaciones entre los humanos y su posición en el mundo.

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