Читать книгу Universos en expansión - José Güich Rodríguez - Страница 8

Preámbulos

Оглавление

Una delimitación teórica de lo que hoy denominamos ciencia ficción o ficción científica requerirá de un inevitable recorrido previo por el tiempo, pues solo de ese modo será factible cumplir con un objetivo primario: precisar los contornos de esta particular modalidad narrativa y despejar las variables de su naturaleza frente, por ejemplo, a la llamada literatura fantástica, problema que en la actualidad carece de una solución concreta, como bien sugiere Lorca (2010). Este argentino brinda una propuesta eficaz en torno del tema de la historicidad de la CF relacionada con el desarrollo tecnológico; a él volveremos en otras partes del presente trabajo.

Para Pringle (1995), la solución es más práctica y está asociada a una visión más integradora de los géneros: “Ciencia ficción es una forma narrativa fantástica que explota las perspectivas imaginativas de la ciencia moderna” (p. 11). No debe descartarse un punto de vista que parece deshacerse del problema fácilmente, puesto que representa la mirada de más de un estudioso con prestigio.

Ferrini (1971) también parece ubicar el género en un casillero semejante: “Toda historia de ciencia ficción contiene, por lo menos, un prodigio que parece no admitir más clave que el símbolo o la alucinación. Después, mediante un singular postulado, fantástico, pero no sobrenatural, improbable e imposible, acaba descifrándolo” (p. 6).

En diversos periodos, la narrativa de varias latitudes se ha interesado por la edificación de ficciones especulativas acerca de otras realidades o de otros mundos, tanto ubicados en la Tierra como en regiones alejadas de ella. El primer escollo es, obviamente, el hecho de que la ciencia, como teoría y praxis —en su fase premoderna—, apenas habría sido capaz de proporcionar elementos de apoyo o inspiración a relatos que, más bien, apuntaban a ejercer los poderes de la imaginación o la fantasía sin freno, cuando el conocimiento de la realidad aún distaba mucho del que, en siglos posteriores, sustentaría el inicio del género propiamente dicho.

En otras, palabras, el discurso y el método científico no se habían convertido aún en un paradigma modelador de las sociedades o de sus aspiraciones a otras posibles formas de organización o de interacción en el seno de las comunidades humanas. Lo que se produce, al parecer en abundancia, son construcciones que, por temática e inclinaciones, han sido destacadas por muchos especialistas como parte del edificio aludido: una especie de proto-ciencia-ficción, cuyos orígenes se remontarían a la Antigüedad. Ello aunque la ciencia, tal como se concibe desde la Era Moderna y la Ilustración, no sirva de impulso a las figuraciones de esta larga y primera fase, puesto que, como tal, no existía sino en estado embrionario.

Investigadores reconocidos por sus grandes aportes, como Suvin (1984), gustan de defender esta postura inclusiva, que suele partir de Luciano de Samosata (siglo I d. C.), autor de la Historia verdadera, libro en el cual se narra un delirante viaje a la Luna. En ese texto quedan planteadas diversas tentativas acerca de cómo podrían ser los habitantes selenitas y cuáles serían sus costumbres; por otro lado, también es cierto que los escritores producen sus historias desde los parámetros sicológicos y culturales impuestos por la época en que vivieron. Luciano no habría logrado escribir de otro modo, pues era un hombre de su tiempo y, como uno de ellos, su visión solo llega a lo que las coordenadas intelectuales le permiten.

En su indispensable Metamorfosis de la ciencia ficción, el croata Suvin perfila una trayectoria hiperbólica iniciada por Luciano, que se extenderá por casi dos mil años de continuidad hasta Tomás Moro, Rabelais, Cyrano de Bergerac (también gestor de un increíble periplo lunar) o Swift, con sus Viajes de Gulliver. Si algo de ciencia aparece en estas ficciones como elemento articulador, está supeditada a los lentísimos avances que había experimentado por oleadas desde su emergencia en Jonia, hacia el siglo V a. C., pero que no transformaría la vida de la humanidad sino hasta muchos siglos después.

El inglés Kingsley Amis (1966) es más enfático al respecto, cuando afirma que las imágenes del autor griego no pasan de “extravagancias acumuladas unas sobre otras”, sin ninguna base objetiva. Las observaciones de Amis son dignas de tomarse en cuenta, puesto que su obra El universo de la ciencia ficción constituye uno de los primeros intentos sistemáticos por despejar los terrenos del género y ubicarlo dentro de las expresiones artísticas contemporáneas, frente a una serie de prejuicios académicos que, por aquel entonces, hace medio siglo, y aún en los años siguientes, colocaban a la CF en una zona marginal o periférica de la literatura universal. Muchas de sus ideas están vigentes y han sido retomadas por otros estudiosos, especialmente en el asunto de la utopía, tema que parece recurrente, tanto en los mejores exponentes de la CF como en la perspectiva asumida por los estudiosos posteriores; tales como Ketterer (1976), Jameson (2009) y el mismo Suvin, quienes destinan varias páginas a lo que parece convertirse en un motivo central.

A Tomas Moro, autor de Utopía —que brindaría su nombre a una serie de narraciones que postulaban una humanidad evolucionada e ideal—, se le recuerda como el consecuente consejero de Enrique VIII que fue enviado al suplicio por oponerse al divorcio del monarca. Y es especialmente evocado por haber inaugurado una tradición narrativa que se ramificaría en varias direcciones, a partir de sus reflexiones acerca de un modelo político ideal entrevisto como posibilidad en el futuro, que no correspondía a un lugar o tiempo particulares. En su momento volveremos a las concepciones de Moro.

En cuanto a Rabelais y a Swift, Suvin (1984) los considera piedras angulares afines a Moro, con el añadido de que tanto Gargantúa y Pantagruel como Viajes de Gulliver parecen ser más bien antiutópicas y satíricas, pues ambas piezas, escritas con una diferencia de doscientos años, se dedican a fustigar a la sociedad francesa y británica, respectivamente, contra las que sus autores esgrimen las armas de la crítica de impronta renacentista, en el caso de Rabelais, y liberal, tratándose de Swift. Ambos, a través de viajes a dimensiones fantásticas, donde la exageración es el norte, sacuden las bases morales sobre las que se habitan sus contemporáneos.

En todo caso, la aspiración al progreso de la humanidad se aprecia con matices implícitos en Rabelais; este se basa en una reivindicación de los mecanismos pedagógicos que hagan del sujeto un ser libre y con discernimiento propio, frente al desgastado método escolástico que había entrado en crisis durante el siglo XVI. En el caso de Swift, el asunto de la superación del hombre queda mucho más velado, pues los tonos son escépticos y sombríos, nada alentadores con respecto a sus congéneres más primarios. Congéneres a quienes satiriza en la isla donde habitan los caballos sabios, hounnhyms, que han esclavizado a humanos degenerados, yahoo, bestias irracionales que desempeñan un rol inverso en un mundo dominado por una especie que ha evolucionado en dirección precisamente contraria a la humana.

En la visión de un buen número de especialistas, este componente ha sido inseparable de la CF hasta la actualidad; aunque, al igual que en el caso de Luciano de Samosata, el término ni siquiera existía. El ya citado Ketterer (1976) alude a una “imaginación apocalíptica” también inherente a este tipo de narraciones, coincidiendo en alguna medida con los conceptos sumamente inclusivos de Savin. Para Ketterer, que no usa los términos en un sentido catastrófico, la clave del enfoque reside en el hecho de que la CF nace de una inquietud prospectiva a propósito de “un final de los tiempos” o, en un registro más contemporáneo, una proyección hacia lo que vendrá (parafraseando una novela de Wells llevada al cine por William Cameron Menzies). A esto retornaremos luego.

No obstante, eso no impide aceptar que también muchas piezas magistrales han abordado el lado destructivo y oscuro de esa posteridad, un efecto exclusivo de las miserias humanas y de su capacidad como especie para fagocitarse a sí misma. Y aunque no toda la literatura de ciencia ficción se inscribe dentro de lo que calza bajo el rótulo de anticipación, ese aspecto visionario es uno de los más frecuentados por los autores capitales y por los menos dotados, o por quienes la cultivan dentro de fórmulas estereotipadas y poco profundas. De ello se infiere fácilmente que, como en todo campo literario, la CF también está sometida a los patrones de producción y consumo que, junto a los textos canónicos, determinan la existencia de obras menores y superficiales.

A pesar de todas las aproximaciones, justificables en diversos grados, no es sino hasta comienzos del siglo XIX cuando el movimiento romántico avanza por Europa, desde Alemania e Inglaterra, que es factible datar el nacimiento de la ciencia ficción en su acepción propiamente dicha. La razón como paradigma había entrado en crisis en el arte y en las sensibilidades. El neoclasicismo, precepto oficial de la Ilustración en terrenos estéticos, ya poco tenía que hacer frente a la agresiva embestida del irracionalismo; que redescubre, en las perspectivas de ilustrados como Rousseau y Goethe, a la naturaleza como fuente de misterio e inspiración. La narración gótica, aquella que transcurre en atmósferas viciadas por lo sobrenatural y en escenarios lúgubres, se genera en el seno de un agotamiento del modelo instalado en el siglo precedente, que había pretendido someter cada resquicio de la actividad humana a las implacables leyes de la razón.

Es una época de grandes contradicciones y anhelos libertarios que ve al hombre como un potencial sustituto de Dios, en tanto este ya sería capaz de manipular las leyes naturales. Sin embargo, dada la fuerte impronta de las pasiones y de la intuición, también existe una preocupación por un orden secreto e invisible que, de ser vulnerado, acarrearía un descontrol de inimaginables resultados. E. T. Hoffmann, uno de los pioneros, hizo eco de aquellos conceptos en una narración considerada hoy canónica, “El hombre de arena”, en la cual introduce la figura de una autómata, Olimpia. Estas inquietudes no habían pasado el marco de una mera curiosidad de feria y de exhibiciones en los salones de las clases dominantes. Con Hoffmann hace su aparición en la literatura uno de los motivos esenciales del género, extendido hasta nuestra época: el ser artificial con aspecto humano, capaz de parecerse a él en todos sus detalles.

No obstante, quien propiciará un giro definitivo hacia la modernidad será una escritora inglesa, consorte del poeta Percy B. Shelley. Como resultado de un desafío, en el cual la leyenda incluye a Lord Byron y a su propio esposo, Mary W. Shelley (1797-1851) publicó en 1818 Frankenstein o el moderno Prometeo. Para la mayoría de expertos, esta novela, ubicada aún dentro de los predios del terror gótico y de la narración fantástica, debe ser considerada una suerte de año cero respecto al surgimiento de la ciencia ficción. Su influencia a lo largo de casi doscientos años ha sido determinante para el proceso que implicaría construir la identidad de un tipo de ficciones, cuyo motor son los avances científicos en tanto fuente de inspiración, con el aditivo de que, según Scholes/Rabkin (1982), al ser humano “le resultaba concebible un futuro diferente, un futuro, concretamente, en el que los nuevos conocimientos, los nuevos hallazgos, las nuevas aventuras y mutaciones, conformarían una vida radicalmente alejada de los esquemas familiares el pasado y del presente” (p. 17). Para estos autores, el periodo en el cual se inscribe la novela de Mary Shelley ya es capaz de abordar los conceptos tanto de lo natural como de lo sobrenatural, dentro de una mutabilidad histórica.

Víctor Frankenstein, médico obsesionado por crear vida en el laboratorio, empleará una fuerza ya aceptada por la comunidad científica de su tiempo: la electricidad. Con ella logrará que una criatura fabricada sobre la base de retazos (diversas partes de cadáveres de ajusticiados) despierte y adquiera conciencia de sí misma, y se rebele posteriormente contra su padre-creador, a quien buscará destruir en una persecución hasta los confines del planeta. La poderosa imagen, inspirada en el mito del titán Prometeo (quien concede el fuego del conocimiento a los mortales y se granjea el castigo de los dioses), inaugura la manipulación de la naturaleza y, además, los riesgos de que el hombre desafíe con su soberbia a aquello que debería conducirse con normalidad.

El gran mérito de la autora es situar las acciones en un contexto reconocible, fidedigno y, también, transgredirlo con la irrupción del monstruo que no nace espontáneamente, por una disfunción genética, sino por la intervención humana, que no contempla la posibilidad de que el experimento pueda salirse del cauce e instalar el terror y la destrucción en el seno de la sociedad donde se produjo tal desviación. A partir de Shelley y durante todo el siglo XIX, esos motivos seguirán amalgamándose, iniciando su alejamiento progresivo de los ingredientes fantásticos y delineando sus propios códigos, cada vez más enraizados en las modificaciones que la ciencia ejerce sobre los actores sociales.

Será el francés Julio Verne (1828-1905) quien encarne con perfiles más definidos o concretos esa irrupción de la ciencia en la vida de las personas comunes y corrientes. Su fértil imaginación y su alianza comercial con el editor Hetzel resultarán fructíferas. A lo largo de casi medio siglo de carrera, se convertirá en un autor de enorme popularidad y fama internacional, especialmente entre los jóvenes, dada la naturaleza de sus historias, que aprovechan al máximo las posibilidades de la geografía, la física, la mecánica, la biología y la astronomía, entre otras disciplinas, de gran expansión en su tiempo. De este ejercicio surgían novelas que, en su momento, no fueron aceptadas por la academia —guiada por criterios bastante prejuiciosos— como verdadera literatura. Sus anticipaciones, basadas en la comprobación meticulosa y en sus investigaciones previas, dotan a sus narraciones de una verosimilitud asombrosa. Sin embargo, en realidad no es inventor absoluto de las novedades tecnológicas que despliega en sus obras: la nave sumergible, por ejemplo, pues ya estaba en fase experimental cuando Verne publicó su emblemática Veinte mil leguas de viaje submarino (1869-1870).

Por otro lado, Suvin (1984) considera que la mayor parte de sus figuraciones no son sino extrapolaciones de la tecnología de su época, con poca consistencia objetiva. No obstante, abrió inmensas rutas en todos los frentes de la imaginación, al introducir además una sensibilidad romántica; primero heroica y en función de hombres rebeldes, oscuros y marginales, como Nemo, que emprenden proyectos de difícil resolución o viven enfrentados permanentemente a un sistema —la serie de los Viajes extraordinarios— y, en un segundo momento, una signada por los temores y la desconfianza acerca de la civilización y de su capacidad para pervertirlo todo. Sus últimos libros constituyen sombrías alegorías del totalitarismo que se avecina en el horizonte de Europa y el mundo. Practicó varias modalidades narrativas: la novela histórica, el relato de aventuras, la novela robinsoniana, pero su legado en los terrenos de la ciencia ficción son innegables. La reivindicación de la que ha sido objeto lo ubica no solo como visionario, sino como uno de los hitos de la literatura en lengua francesa.

El británico Herbert G. Wells (1866-1946) representa la culminación de un proceso complejísimo de reconfiguraciones a propósito de un género todavía innominado cuando este autor publicó sus primeros libros; los que, al igual que los de Verne, están teñidos de una visión personal acerca de los seres humanos y sus formas de organización política y social. Nacido en el seno de la clase obrera, la identificación de Wells con una ideología cuestionadora de un orden establecido se perfila en casi todas sus narraciones más representativas (Lorca, 2010), muchas veces canalizadas a través de la velada sátira. Para Amis (1966), está más interesado en las consecuencias nefastas del progreso científico o tecnológico que en los avances mismos (p. 34). Su longeva existencia le permitió comprobar en el terreno algunas de sus más espeluznantes visiones. Fue testigo de dos conflictos mundiales que, en cierto modo, ya están anunciados en La guerra de los mundos (1898), novela que describe al detalle una violenta invasión extraterrestre. Esta coloca a la humanidad al borde de su aniquilación. De manera similar a Verne —con quien parece haber mantenido una rivalidad (Suvin, 1984), pues el francés le achacaba a su colega británico no manejar nociones científicas sólidas—, Wells apuesta por una contextualización exacta de los acontecimientos relatados en sus obras.

Con él aparece en esta literatura el sujeto-alienígena, enemigo, síntesis de todos los temores del hombre hacia lo desconocido o el otro, el cual siempre será considerado como una amenaza procedente del exterior, pero que en el fondo es una proyección de los humanos, a quienes no se acepta en igualdad de condiciones debido a que encarnan diferencias insalvables desde el punto de vista cultural o de cosmovisión. En un periodo en el que Inglaterra era una potencia colonial, Wells sugiere que el verdadero oponente es el interior, saturado de absurdos prejuicios. Todas sus alegorías quedan marcadas por su escepticismo alrededor del progreso y sus contradicciones. Asimismo, emerge el anhelo de transitar por el tiempo y la colonización del espacio por parte de la humanidad. Puede afirmarse, entonces, que Wells —siguiendo nuevamente a Suvin— constituye una especie de línea divisoria entre la ciencia ficción clásica y la moderna, de la que el inglés es directo responsable, con sus virtudes y defectos.

Universos en expansión

Подняться наверх