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Los primeros tramos
ОглавлениеElaborar un cuadro amplio de la ciencia ficción en el Perú enfrenta algunas dificultades en el origen, pues se cuenta con escasas referencias al respecto. Esto conllevaría, si atendemos solo a los indicios de la superficie, severas dudas acerca de la existencia de una tradición apoyada en escritores y producciones canónicas. De hecho, no fue sino hasta la década pasada, gracias a investigadores como Daniel Salvo, Elton Honores1, Giancarlo Stagnaro o Cristian Elguera, cuando surgirían las primeras tentativas sistemáticas u organizadas de acuerdo con alguna metodología o criterio formalizador.
En el pasado más o menos reciente la inexistencia de estas aproximaciones ha sido una constante, pues el sistema literario, rígido y encorsetado por usos conservadores, apenas tomó en cuenta estas prácticas como parte de una periferia respecto las llamadas corrientes principales, y las consideró más bien como elementos anómalos o extraños al desarrollo de las convenciones culturales en el país. Con esta actitud, a la zaga de las tendencias imperantes hace varias décadas en países como México o Argentina, la academia no hacía nada más que demostrar su miopía y facilismo frente a corrientes estéticas que, a pesar de que habían existido, fueron silenciadas o situadas apenas como una curiosidad poco digna de estudio o atención rigurosa.
Situación similar atravesó la narrativa fantástica, cuya ruta es paralela a la recorrida por la ciencia ficción en cuanto a visibilidad y atención por parte de los sectores más prestigiosos de la llamada institución literaria.
Esta aridez crítica, antes de la década de 1990 o del 2000, no refleja la vitalidad que la ciencia ficción había ostentado desde su acta de nacimiento en el Perú, promediando el siglo XIX, con el hoy sumamente comentado Lima de aquí a cien años, de Julián del Portillo, que apareció por entregas en el diario El Comercio. En la actualidad, ese texto constituye una suerte de piedra angular, cuya singularidad radica en el hecho de que cuando apareció ni Jules Verne ni H. G. Wells habían publicado sus obras, a las cuales se les adjudica ahora el calificativo de piedras angulares del género.
Seguirá siendo tema de debate o confrontación si realmente el libro de Del Portillo pertenece al género o si se trata solo de un accidente o una casualidad. No obstante, ya deberíamos estar lo suficientemente convencidos de que no existe el azar en la literatura, o en cualquier otra expresión de carácter estético. Toda obra de esta naturaleza está determinada por un conjunto de variables sociales e históricas. Estas forman el marco de producción que hace factible el surgimiento de un determinado artefacto cultural.
Si bien es cierto que un texto literario no es un reflejo o calco de la realidad, sino una representación simbólica de ella —lo que le otorga una autonomía de sentido como universo ficcional respecto de lo fáctico—, es innegable que los discursos literarios transfieren inquietudes o preocupaciones propias de un colectivo en una fase de su desarrollo histórico. El autor, dentro de su sensibilidad, formación y mirada personal, no puede evadir esas influencias externas; por lo tanto, escribe dentro de ciertos parámetros. De ahí que Lima de aquí a cien años, novela a la que retornaremos luego, no debe ser considerada solo fruto de una inspiración o un caso aislado, dado que responde a coordenadas o claves que eran patrimonio de su época y fueron interiorizadas por el productor del texto.
Aquí se presenta otra dificultad, en parte esgrimida por opinantes de diversa calidad y que afecta a las historias literarias de la mayoría de países del área: la inexistencia de avances tecnológicos semejantes a los que se produjeron en Europa desde fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX que justificaran la creación de una literatura influida por las grandes transformaciones materiales y sociales propiciadas por los inventos y las innovaciones de todo orden. Estas generaron la llamada Revolución Industrial en el Viejo Continente y contribuyeron a la consolidación del capitalismo, así como de la burguesía emergente que reemplazó a la nobleza en el control de los medios de producción, la banca y la política.
Asimismo, sentaron las bases de una creciente obsesión por el futuro de la humanidad. Tales procesos fueron más lentos y tardíos en nuestro continente y, en mayor medida, respondían a un trasvase desde las metrópolis. ¿Por qué, entonces, se escribe ciencia ficción o por lo menos antecedentes de ella en naciones donde no se habrían completado las condiciones suficientes o las determinaciones externas para ello, si se reduce todo a un mero mecanismo de acción-reacción? Ahí radica justamente el riesgo de cargar todo el peso sobre la órbita de las externalidades, pues se obvia que también subyacen a las orientaciones estéticas las transferencias culturales o ideológicas, como las ocurridas en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los referentes del cambio de paradigmas, como Poe en Estados Unidos, llegan a Hispanoamérica vía las apropiaciones y relecturas efectuadas por la primera generación de escritores modernistas, como Martí y Darío.
También, se produce una visible asimilación de los hitos y conquistas del parnasianismo y el simbolismo, precisamente las dos escuelas poéticas de la Francia del segundo Imperio que habían logrado calzar con la nueva sensibilidad de la creación literaria y artística en general que representaban las obras de E. A. Poe, a quien Baudelaire introdujo mediante traducciones y exultantes declaraciones que lo anunciaban como el profeta de un nuevo tiempo.
Este movimiento, considerado nuestro “Romanticismo” por Octavio Paz (1974), debido a los perfiles singulares que asumió como un intento de escisión respecto de las prácticas dominantes, insertó no pocas inquietudes estéticas e intelectuales ejercidas en aquel momento por los ejes dominantes. En todos los países donde se asentó, el modernismo exploró o cultivó una serie de temas y atmósferas, entre los cuales destacaba no solo el siempre comentado esteticismo sensorial y el exotismo, sino el tratamiento de aspectos más ligados con lo mórbido, lo espectral y el misterio implícito en la naturaleza de las cosas. Esta se ofrece al hombre como objeto de estudio y de explicación de sus leyes, pero también como fuente de preguntas y temores ante aquello que no es del todo gobernable y puede salirse de control cuando se manipulan sus leyes o principios.
El positivismo, por su parte, ya había extendido su influjo en el pensamiento de la época, despertando el interés de muchos creadores acerca de la posibilidad de someter los dominios sociales a un abordaje imaginativo, en el cual el método científico sirviera de plataforma para la especulación, cuando no para la crítica del presente a partir de lo prospectivo y de la utopía, ya aludida en la primera sección de este trabajo.
Son, por lo tanto, varios elementos los que, en la segunda mitad del siglo XIX —trasvasados desde Europa a Hispanoamérica—, se conjugarían para servir de orientación y estímulo a una nueva generación de autores, quienes encuentran en la ciencia un fértil terreno para la elaboración de obras que se distanciaban de los cánones o de las convenciones. A ello hay que añadir un espíritu crepuscular, de final de un tiempo para fundar otro, presente en la mayor parte de los autores más representativos de esta corriente. Dependiendo de cada escritor particular y de la sociedad en que vive, las primeras manifestaciones de lo que hoy llamamos ciencia ficción iniciarán su derrotero. Ello, obviamente, será más concreto o mejor articulado en países donde la modernización y el sentido de progreso o fe en el futuro haya calado mejor como parte de un proyecto de construcción nacional. Esto ocurriría en Argentina y posteriormente en México —aunque las diferencias entre estas construcciones político-nacionales también fueron innegables—.
El primero de estos países se apoyó en las doctrinas de Domingo Faustino Sarmiento, insigne pedagogo, enemigo acérrimo del tirano Juan Manuel de Rosas, quien sometió a la República emergente a un sanguinario control. A la caída del dictador, Sarmiento, escritor, periodista y político, fue elegido presidente. De inmediato emprendería la tarea de llevar a efecto sus idearios, a través de una profunda reforma del sistema educativo e inspirado en los modelos europeos, especialmente el francés2. Por otro lado, también era un convencido de que el país debía avanzar hacia el futuro prescindiendo de los elementos nativos u originarios; es decir, las tribus de indígenas, para quienes el proyecto en cuestión no tenía cabida. Ello moldeó una expansión genocida en la ocupación de extensas áreas ubicadas al sur del territorio, especialmente la región conocida como Patagonia. Fue el gobierno de Roca, en la última década del siglo XIX, el responsable de la Expedición del Desierto, de infausto recuerdo para los indígenas. Sarmiento también fue partidario de repoblar las áreas con inmigrantes procedentes de Europa, en un intento por forjar una visión de país a contracorriente de lo que constituía su realidad étnica y cultural.
En el caso de México, también esta nación había enfrentado severos dilemas desde su génesis en 1810. Al contrario de Argentina, su población indígena había sobrevivido. Esto, de manera similar al Perú, creó las condiciones para un mestizaje que no dejaba de ser tributario de las grandes civilizaciones desarrolladas en su territorio. Su historia posterior a la Independencia está saturada de acontecimientos dramáticos: la guerra con Estados Unidos, que, en su plan expansionista hacia el Océano Pacífico, despojó al país de casi la mitad de su territorio. Luego, las castas dominantes dirigieron su mirada hacia Europa, promoviendo la presencia de un emperador a quien le cederían la corona de México.
Esta involución hacia usos monárquicos supuestamente erradicados determinó una ruptura en el tejido del país. Monárquicos y liberales se enfrentaron en una guerra sin cuartel luego de la elección del indígena zapoteca Benito Juárez como presidente de la República. Con la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México, acompañado de Carlota de Bélgica, hija de Leopoldo, el monarca que exterminó a la población del Congo, se da inicio a unos de los periodos más turbulentos. El desastre de este absurdo intento de perpetuación del imperialismo culminó con la derrota de las tropas francesas de ocupación —enviadas por Napoleón III—, quienes sostuvieron una feroz guerra contra las tropas mexicanas leales a la República3. La población indígena tuvo una participación notable en las acciones de resistencia a los invasores. El fusilamiento de Maximiliano en Querétaro, ordenada por el mismo Juárez, cerró el conflicto y abrió un nuevo capítulo de reformas liberales, entre las cuales figuraba la estricta separación del Estado y la Iglesia, cuyos bienes fueron confiscados. Este primer ciclo de modernización sería continuado por Porfirio Díaz, un caudillo que había luchado contra los franceses. Su gobierno dictatorial de casi treinta años, amparado en sucesivas reelecciones, acentuó las brechas entre una élite política europeizante y las masas de extracción campesina sometida al poder local de terratenientes y latifundistas. Hacia inicios del siglo XX, el sistema entró en crisis y las contradicciones se acentuaron. Sectores intelectuales de origen burgués, caciques locales y militares se alzaron contra Díaz, generando el proceso conocido como la Revolución Mexicana; que sacudió al país por una década, desde 1910. Luego del fin del conflicto, hacia 1920, las tentativas de modernizar al país culminaron con la instauración de un régimen de partido único (el Partido Revolucionario Institucional [PRI]) que gobernó por casi setenta años. Una serie de medidas impulsaron la industrialización. La apertura al mundo fue una de las preocupaciones centrales del Estado, cristalizada en reformas de todo orden, que involucraron políticas editoriales de grandes alcances. Estas permitieron el surgimiento de una industria que puso al día a México en torno de los avances científicos, tanto en las disciplinas formales como en las humanísticas.
Tanto en el caso de la Argentina como en el segundo que proponemos como ejemplo, las condiciones para los primeros atisbos del género ya estaban preanunciadas, incluso desde las últimas décadas del siglo XIX. Cada una de estas naciones se transformó en un paradigma de adscripción de ideales programáticos: ubicarse en la órbita universal, al ritmo del progreso técnico y social que las clases dirigentes habían perseguido a través de varias generaciones. Y el modernismo, el movimiento artístico al que hemos hecho referencia, se constituyó en el magma sobre el cual se dieron las primeras tentativas de utilizar la ciencia como tema en la elaboración de narraciones aún impregnadas del Romanticismo, en ciertas vertientes, y de la literatura gótica.