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De los turbulentos ochenta hasta nuestros días
ОглавлениеEste ciclo, prolongación del inaugurado por El retorno de Aladino (1968), coincide con el inicio de la violencia política desatada por el grupo maoísta Sendero Luminoso en el sur andino (Ayacucho, 1980), que luego se extendería a gran parte del territorio peruano. Durante doce años, el Estado y esta facción escindida del Partido Comunista, liderada por Abimael Guzmán, libraron una guerra con altos costos humanos y materiales. Se calcula, gracias a las cifras de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que en aquel lapso murieron aproximadamente setenta mil personas, entre civiles, policías, soldados y miembros de los alzados en armas, al que luego se sumaría el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).
La ciencia ficción posterior a Adolph y Rivera Saavedra está enmarcada, por lo tanto, en uno de los periodos más sombríos de nuestra historia. La guerra interna se agudiza, además, por la inoperancia de los sucesivos gobiernos que, desde Belaunde Terry hasta Fujimori, intentaron resolver militarmente una situación que necesitaba un delicado y, al mismo tiempo, firme manejo político. A la inutilidad del gobierno acciopopulista (1980-1985), la corrupción galopante del encabezado por García (1985-1990) —con el desastre económico fruto de la demagogia e igual infestación de corruptos—, se plegó, en un tercer momento, el régimen encabezado por Alberto Fujimori, quien, con el apoyo de los apristas, derrotó al novelista Mario Vargas Llosa en las elecciones presidenciales de 1990. Dos años después, en 1992, Fujimori dio un autogolpe, revelando de cuerpo entero la impronta autoritaria de un gobierno que golpearía duramente a la institucionalidad a través de una serie de acciones en contra de los derechos humanos y los poderes del Estado. Gracias a una alianza con empresarios de los medios de comunicación y la cúpula militar dominada a su antojo por su asesor Vladimiro Montesinos, Fujimori avaló crímenes como los de la Cantuta y Barrios Altos, amén de asesinatos selectivos de sindicalistas valiosos; como Pedro Huilca, tenaz opositor de la dictadura.
La nueva ciencia ficción peruana dialoga, en consecuencia, con un mundo sometido a los fantasmas de la desintegración y de la inviabilidad del país, en tanto aspiración a convertirse en una República superior y moderna. Esta, por el contrario, parece haber retrocedido al siglo XIX, es decir, a los tiempos de feroces pugnas entre caudillos luego de la Independencia del dominio español. Un sentimiento apocalíptico, del cual Mañana las ratas (1984) es un ejemplo representativo, resultaba, entonces, inevitable. La utopía, ese concepto tan anclado en la construcción del género desde sus inicios, es aquí refutada por las condiciones objetivas de una sociedad que se autofagocita o autoconsume en un baño de sangre colectivo, sin esperanzas de superar esos obstáculos.
Los periodos formativos y libros de Enrique Prochazka (Lima, 1960) y Carlos Herrera (Arequipa, 1961) se insertan de este modo en una dinámica que cuestiona la hegemonía del realismo en la literatura peruana. En efecto, ambos escritores proponen, junto a Gonzalo Portals (1961) o Carlos Schwalb (1955), vías desterritorializadoras11 en la ficción, que ya no son tributarias de Ribeyro o Vargas Llosa, sino que ensayan el planteamiento de universos narrativos exploratorios de las tendencias no realistas y se alimentan de referencias o claves distintas.
Generacionalmente, se encuentran sometidos todavía a las referencias literarias propias de su formación intelectual y artística. Por otro lado, asumen con soltura y sin pudor referentes de la cultura de masas, a la que han accedido principalmente mediante la televisión; pero no son ajenos, en absoluto, al cine y a las publicaciones gráficas de enorme tiraje. Practicarán, en consecuencia y en sucesivos libros, una CF que tributa tanto a los productos de prestigio como a las manifestaciones más populares. Esto trae un efecto inmediato: la disolución de las fronteras.
Prochazka está considerado como uno de los escritores más importantes del Perú contemporáneo, y no solo en los géneros de orientación fantástica. Cultiva un perfil reservado y es poco asiduo a participar en coloquios, congresos o a conceder entrevistas a los medios. Sus libros, orillados por el siempre cuestionable calificativo de culto, han permitido, desde Un único desierto (1997) hasta Cuarenta sílabas, catorce palabras (2005) —sin obviar la nouvelle Casa (2004)—, solidificar la ciencia ficción local, al reelaborar con profundidad los antiguos tópicos (incluso los tratados por autores menos canónicos), como los viajes en el tiempo y la obsesiva, recurrente preocupación por la creación de máquinas que ocasionen la extinción de la humanidad. Sus canteras académicas de origen, como la filosofía, han derivado no pocas de sus ficciones a una velada disquisición ética y especulativa en torno de la civilización. En Casa son evidentes las referencias a 2001. Odisea del espacio (1968), el filme de Stanley Kubrick que supuso un punto de no retorno en la historia del cine y del género, en particular. Sin duda, Prochazka, luego de Adolph —cuyas resonancias también se explicitan en varias de sus narraciones—, es un eje indiscutible de la nueva ciencia ficción peruana e hispanoamericana.
El caso de Carlos Herrera es similar. Diplomático de profesión, es uno de los narradores destacados de la década de 1980. Su primer libro, Morgana (1988), anunció un giro en las tendencias de la época, todavía visiblemente influidas por el neorrealismo urbano y el neoindigenismo posterior a Arguedas. En un contexto donde las exploraciones afines a Borges y Bioy Casares no habían sido frecuentes —a pesar de los logros de la generación del 50—, ni parecían fomentar un interés en las nuevas promociones, Herrera decide ir precisamente en sentido contrario a lo previsible, o a lo que la institución literaria había determinado como línea central. De ahí que los libros posteriores del escritor arequipeño constituyan siempre apuestas sólidas por instalarse en territorios excéntricos o periféricos, respecto de las tendencias en boga a fines de tan calamitoso periodo, y en una ruta paralela a la recorrida por Prochazka. Sus incursiones en la ciencia ficción, sobre todo en el volumen de cuentos Las musas y los muertos (1997), denotan una mirada refinada y cáustica, producto de lecturas heterogéneas, la formación cosmopolita y una búsqueda expresiva que escape a las fórmulas convencionales del género, sin que esto signifique perder de vista las claves esenciales o las codificaciones que todos los autores han heredado, necesariamente, de una tradición.
En un segundo tramo, es indispensable mencionar a tres autores que, desde diversas estéticas y diálogos con el canon de la CF, configuran la plataforma más sólida en la articulación de un horizonte que ya comienza a mostrar ciertas marcas distintivas e intereses quizás diferenciados de los precedentes inmediatos: José Donayre Hoefken, Daniel Salvo y Alexis Iparraguirre.
José Donayre Hoefken (Lima, 1966) publica, en 1999, una novela compleja y original: La fabulosa máquina del sueño. Constituye su primer libro y se trata de una ficción perturbadora, en la que los territorios de la imaginación y la realidad forman un continuum instrumentalizado por un artefacto imposible, misterioso y perverso que, de algún modo, también escapa al control de sus creadores. Un aspecto relevante del texto es el uso del lenguaje, por momentos experimental y orientado a la expansión constante de sus posibilidades, acorde al universo representado. Abraham (2012) destaca que el libro de Donayre se ubica en un dominio donde se entrecruzan la ciencia ficción y la literatura fantástica.
La obra en sí ya resultaba absolutamente atípica dentro de las tendencias imperantes a fines de la década de 1990. En cierta medida, habita en ella una alegoría poderosa —cifrada y poética, como es toda alegoría— acerca de la descomposición de las identidades como producto de la manipulación y de la violencia que la terrible máquina personifica. JDH ha seguido incursionando en el género posteriormente en libros de cuentos, como Entre dos eclipses (2001), y otra novela, La trama de las moiras (2003). En estas obras los elementos propios de la CF están menos anunciados, pero, aun así, demuestran el conocimiento del autor y la comodidad de la que hace gala para insertarlos en sus ficciones, siempre impregnadas de una oscuridad o un hermetismo deliberado e inquietante.
Daniel Salvo (seudónimo de Julio Viccina, Ica, 1967), como ya se ha comentado a lo largo del presente trabajo, es probablemente el autor de factura más clásica y, al mismo tiempo, el que más ha elaborado textos de ciencia ficción inspirados en la precaria realidad peruana y en la dramática historia del país. Al igual que Adolph y Rivera Saavedra, utiliza el género para plantear parábolas sobre la injusticia social, la intolerancia, el racismo y la inviabilidad de un colectivo con tendencia a la involución y a la anomia. Abogado de profesión, desarrolló en paralelo una profusa labor de investigador y crítico, con la virtud de no hacer distinciones entre las producciones de prestigio y las de alcances más mediáticos. Su generosa labor de difusión sobre autores peruanos, a través de una serie de soportes virtuales, lo colocan en una posición singular: una especie de aduana, de gran central por la que transitan textos y creadores con el único propósito de que estos sean leídos. Creyente fiel del e-book y el Kindle, y escéptico ante los mecanismos de distribución tradicionales, su importante obra solo fue conocida en revistas y antologías hasta que se decidió, en 2014, a publicar una selección de sus relatos en el volumen físico El primer peruano en el espacio, texto que debe sumarse a los grandes hitos de la ciencia ficción peruana, como El retorno de Aladino, Casa, La fabulosa máquina del sueño o El fuego de las multitudes. Salvo, sin lugar a dudas, es quien más ha contribuido a que la ciencia ficción local alcance una suerte de visibilidad que contradice largamente los lugares comunes acerca de su condición periférica o de mera curiosidad.
En tercer término, debe incluirse a Alexis Iparraguirre (Lima, 1974) como cierre de este grupo de autores determinantes. Su libro El inventario de las naves (2005), galardonado con el importante premio de narrativa concedido por la Pontificia Universidad Católica del Perú, fue una verdadera revelación, y no solo de Iparraguirre como autor de talento, capaz de elaborar textos renuentes a ubicarse en un casillero único, con universos ficcionales autosuficientes o autocontenidos, emparentados quizás con los planteamientos de Donayre Hoefken —lo mistérico, lo apocalíptico, las referencias literarias y la impronta metaficcional, aparte de una gran preocupación por el estilo—, pero también distintos en cuanto al sentido de la estructura; es decir, a la construcción de los discursos. En El inventario de las naves Iparraguirre desarrolla una serie de inquietantes relatos —en torno del escape de esta realidad a través de una sustancia sicotrópica— que, al final, desembocan en uno solo, el que lleva el título del libro: clara alusión a un pasaje de la Ilíada, ligado a una posible catástrofe planetaria. El esperado retorno de Iparraguirre ocurrió precisamente en 2016, cuando la Editorial Emecé del Grupo Planeta publicó El fuego de las multitudes, volumen que consta de cuatro narraciones de gran factura literaria. La ciencia ficción, en la perspectiva de Iparraguirre —especialmente en cuentos como “Albedo” y “Demonio atómico”—, vincula el relato del ascenso de la civilización y sus logros con la locura inherente al ser humano: el desequilibrio crónico que lo lleva a ejecutar acciones donde la tecnología no lo redime, pues ha quedado solo como una cáscara despojada de significado: la razón o la fe en el progreso ya dejó de ser la fuerza generadora para una humanidad más bien proclive a caer bajo la férula de los poderes más oscuros y siniestros. Estos dos libros sitúan a su autor dentro del canon, y son una buena muestra de la madurez que está alcanzando el género en el Perú.
Las escritoras peruanas, al contrario de lo que ocurre en otros países, no han incursionado en la ciencia ficción de un modo decidido o como un objetivo central. La autora más destacada y reconocida es Tanya Tinjälä (Callao, 1963), quien radica hace muchos años en Finlandia, donde enseña inglés y francés. Al igual que Salvo, es una verdadera animadora cultural, pues está dedicada a difundir el género en blogs y espacios similares. Tinjälä es autora de la novela La ciudad de los nictálopes (2003), libro destinado, en principio, a un público juvenil que, como en muchos casos similares, logra traspasar esas fronteras, pues su problemática atañe sobre todo a una amarga crítica al mundo construido por adultos. La protagonista vive en una ciudad futurista en la que todas las necesidades son automáticamente resueltas para lograr el bienestar del individuo. Pero esta urbe, una especie de entidad artificial que vela por los sujetos, llega a convertirse en una cárcel, en una atadura que anula la inventiva y la creatividad. De este modo, se propician ansias de libertad entre los habitantes. La novela fue muy exitosa en la órbita del llamado plan lector.
También es interesante citar el caso de Adriana Alarco de Zadra (Lima, 1937), de educación cosmopolita, pues se educó en los Estados Unidos y en Italia, donde reside. Especializada en literatura infantil, ha abordado la ciencia ficción en repetidas ocasiones. Alejandra Paredes Demarini y Yelinna Pulliti Carrasco son dos nombres recurrentes en antologías y en distintos foros, y quienes junto a Tynjälä deben ser consideradas como representantes de una emergente literatura de ciencia ficción femenina, parcela lamentablemente dominada todavía por los varones. Sin embargo, en poco tiempo, esto debería cambiar, como ya ha ocurrido en el género fantástico con la escritora Yeniva Fernández (Lima, 1969), por ahora la única representante destacada en estos dominios entre las nuevas generaciones.
Casos interesantes son los de escritores no identificados con el género como un registro constante, pero que han llegado a él por afinidades electivas o coyunturas particulares en algún momento de sus trayectorias. Son los casos de escritores reconocidos, como Carlos Calderón Fajardo (1946-2015), Luis Freire Sarria (1945), Nilo Espinoza Haro (1950) y Jorge Valenzuela Garcés (1962). Dos de ellos, Freire y Valenzuela, han sido incluidos en la antología.
Otro caso significativo es el de Giancarlo Stagnaro (Lima, 1975), precoz escritor que a comienzos de los noventas, cuando tenía catorce años, publicó Hiperespacios, una novela de anticipación que combina elementos clásicos de la space opera con la cultura de los mass media. Hoy es un respetado crítico, profesor universitario e investigador que radicó muchos años en los Estados Unidos. Se esperan de él más incursiones en este género. Precisamente, su tesis doctoral aborda la problemática de la ciencia ficción peruana, trabajo que se suma con grandes méritos, por la seriedad y el rigor asumidos, al de Elton Honores.
También es oportuno mencionar a Pedro Novoa Castillo (Huacho, 1974), un escritor galardonado en múltiples ocasiones y que se orienta a varios registros, como el realista y el fantástico. Su libro de cuentos, Cacería de espejismos (2013), es uno de los más sólidos conjuntos de narraciones de ciencia ficción que se hayan publicado durante los últimos años, debido a que incluye una mirada que excede las convenciones y los tratamientos típicos o desgastados.
Finalmente, hay una lista larga de escritores, de heterogéneas edades, en proceso de construcción o afirmación de una obra propia, que han aprovechado al máximo los nuevos soportes tecnológicos en comunicación para difundir sus obras y tender redes globales. Varios de ellos apuntan a consolidarse durante los años venideros.
Entre ellos, es pertinente mencionar a Alfredo Dammert, Carlos de la Torre Paredes, Luis Bolaños, Alberto Casado, Luis Arbaiza, Luis T. Moy, Carlos Vera Scamarone, César Anglas, Carlos Saldívar, Hans Rothgiesser, Jorge Casilla, Carlos Scotto, Raúl Quiroz, Francisco Bardales, Alberto Benza, Miguel A. Vallejo, Aland Bisso, Jorge Ureta, Benjamín Román Abram, Antoanette Alza Barco, Jeremy Torres-Montero, Luis Zuñiga, Horacio Vargas, Juan José Cavero, Enrique Kawamura, Jesús Salcedo, Carlos Bancayán, Aurora Seldon, Víctor Coral, Amador Caballero, Fernando Luque, Sandro Bossio, Augusto Murillo, Francisco Bardales, Giulio Guzmán, Jim Rodríguez, Alejandro Neyra, Carlos Echevarría, Andrea Rivera, Manuel Antonio Cuba, Iván Bolaños, José Dellepiane, Antony Llanos Sánchez, Doménico Chiappe, Bianca Miosi, Sebastián Esponda, Giuseppe Albatrino, Fred Guerra Velásquez, José Manuel Balta, Ethel Bazán Vidal, Antonio Castro Cruz, Arturo Delgado Galimberti, Miguel Franco Ulloa, Abram Jara Támara, Zózimo Roberto Morillo, Paul Muro Lozada, Pablo Nicoli Segura, Martín Palma Melena, Iván Paredes Córdova, Andrés Paredes, Jorge Revilla, Isaac Robles, Luis J. Torres, Pablo Salazar Calderón Galliani y Carlos Yushimito. Es evidente que la lista no se agota aquí y debe ser revisada constantemente.
El tiempo dirá quiénes se integran a un canon o bien persisten en la escritura dentro de estos parámetros, siempre sometidos a los vaivenes del cambio y las dinámicas propias de cada periodo.