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4. Esta antología
ОглавлениеRevisemos ahora la muestra resultante. Tomemos como punto de partida la lista que elaboramos para iniciar la consulta: una lista de cerca de trescientos autores, la misma que se vio enriquecida a partir de las primeras respuestas, hasta llegar a cerca de trescientos cincuenta poetas. Esta, en tanto fue presentada en todo momento como referencial, dejaba constancia de que no cubría la totalidad de poetas enmarcados en las coordenadas definidas. Es más, no sería imposible pensar en que por lo menos una cantidad semejante a la de los autores considerados no fue reconocida ni por nosotros ni por los opinantes. A estos autores ni se les dio ni lograron visibilidad en esta consulta. Frente a esto sería posible responder que su desconocimiento por parte de los opinantes convocados es una evidencia de su poca importancia o representatividad en el espectro de la producción poética reciente. Aunque muy probablemente esto sea cierto en la mayoría de los casos imaginables, no deja de ser problemático puesto que nos conduce a varios nudos del campo literario peruano.
Uno primero es la relación entre los espacios centrales y los periféricos. Dos dimensiones constitutivas de todo campo cultural que —como ha anotado José María Pozuelo Yvancos a partir de los planteamientos de Iuri Lotman— funcionan interdependientemente: “no hay centro sin periferia y el dominio de la cultura, su propia constitución interna, precisa de lo externo a ella para definirse” (1998: 225). Al respecto, podemos mencionar, como ejemplo, la polaridad Lima-provincias. El hecho de que los 45 seleccionados para esta antología, casi ninguno de ellos viva actualmente en alguna provincia peruana diferente de Lima39 es un dato innegablemente revelador no solo de cómo se tejen los prestigios en nuestra ciudad letrada, sino quizá también —y de modo más preocupante— de cómo se construyen o no los espacios y condiciones indispensables (léase posibilidades de lecturas, diálogos, intercambios, retroalimentación crítica, etcétera) para el desarrollo de una obra solvente. Aunque es esperable, como señalamos, que estas circunstancias puedan cambiar como efecto de las modalidades comunicativas contemporáneas, que ponen fácilmente al alcance de las nuevas generaciones accesos e intercambios antes poco imaginables, se observa aún un rezago frente a la escena limeña en lo concerniente a los autores mayores de treinta años.
No obstante, aproximadamente una tercera parte de los autores seleccionados no nacieron en Lima, sino que llegaron a formar parte fundamental del campo literario peruano —varios de ellos, al menos— gracias a las modificaciones ocurridas en los años sesenta y fundamentalmente en los setenta, que alteraron radicalmente las estructuras tradicionales (de carácter notoriamente más criollo-cosmopolita y centralista) de nuestra literatura, con lo que se recuperaba un dinamismo de carácter nacional semejante al observado en la agitada escena vanguardista de los años veinte. Las transformaciones producidas en la configuración de la sociedad durante los años setenta y, en particular, las demandas de importantes sectores, entre los productores literarios, por la renovación desde una perspectiva nacional y más democrática del quehacer escritural resultaron muy significativos para este proceso que —es posible afirmar a modo de hipótesis— se vio alterado, durante los años ochenta y buena parte de los noventa, entre otras razones, con el inicio de las acciones armadas de Sendero Luminoso y la respuesta antisubversiva del Estado, que limitaron los intercambios geográficos y con ello la posibilidad de desarrollar polos descentralizados de producción poética dinámica y renovada. Otra razón podría vincularse con la retracción de la presencia del Estado, así como de espacios privados, en el campo de la promoción y difusión de la cultura literaria letrada fuera de Lima; nos referimos, por ejemplo, a la disminución de la actividad editorial estatal en contraste con la que tuvo en la década de 1970 la Casa de la Cultura, que luego se constituyó en Instituto Nacional de Cultura;40 igualmente a la casi absoluta desaparición de librerías que tuvieran una oferta poética amplia para los lectores interesados. Si una importante cantidad de autores no limeños de estos años ochenta y noventa figuran en la muestra, su presencia se relaciona más con los procesos de migración hacia la capital, que con un sólido y sostenido desarrollo poético local con proyección nacional en otras provincias del Perú. Hubo, por supuesto, excepciones, pero en general durante estos años las posibilidades de desarrollo y reconocimiento en la escena poética nacional pasaban por estar o al menos recalar en la capital peruana durante un tiempo. Y estas migraciones, a la vez que modificaron definitivamente el rostro de la ciudad y del país, condujeron a nuevas ampliaciones de los registros de la creación poética que se abrió, así, a múltiples procesos de hibridación que se cuentan entre lo más novedoso del periodo.
Otro aspecto también relacionado con los espacios centrales y periféricos de nuestro campo literario, y que permite seguir indagando acerca de la heterogeneidad conflictiva de nuestro país (Cornejo Polar), se relaciona con el hecho de que nuestra propuesta de una antología consultada de la “poesía peruana” —elaborada a partir de la consideración del soporte de la escritura, como ya explicamos—, fue entendida, aparentemente, como de “poesía peruana escrita en castellano”, como sucede habitualmente en nuestra ciudad letrada en antologías, estudios literarios, cursos universitarios y escolares, reseñas y recuentos periodísticos.41 Esto ocurrió a pesar de que en nuestro listado referencial incluimos nombres como los de Odi González, Dida Aguirre o José Luis Ayala, entre otros más, que corresponden a la producción poética contemporánea escrita en lengua quechua o aimara, ninguno de ellos llegó al número de menciones suficientes para ser considerado dentro de la antología, y salvo González, ninguno fue considerado siquiera cercanamente. El caso de Odi González es particularmente interesante puesto que se trata de un poeta bilingüe quechua-castellano que solo en los últimos tiempos ha incursionado en la escritura (o al menos en la publicación) en quechua de su propia poesía. Podría señalarse que esto está relacionado con que mayoritariamente los opinantes desconocen estas lenguas y que, a pesar de que los libros de los autores incluidos en la lista referencial están publicados en ediciones bilingües, consideraron que su acercamiento no sería a los textos reales sino a la “versión traicionera” o “traidora” que corresponde a toda traducción. Si bien esta posibilidad existe, es más verosímil pensar que esta exclusión tiene que ver con el desconocimiento no solo de esta producción sino, quizás en muchos casos, de la posibilidad y el valor de dicha producción. El glotocentrismo42 del castellano y la centralidad de la escritura en la consideración de la producción literaria peruana no competen, por supuesto, exclusivamente a esta antología y a nuestro modo de establecer quiénes serían los opinantes. Son fracturas que configuran raigalmente nuestra sociedad y que representan sin duda, en este sentido, puntos pendientes no solo en la agenda de la crítica literaria peruana sino, más amplia y urgentemente, en la configuración de nuestra nacionalidad.
Sin embargo, a pesar de la marginación que sufren las lenguas indígenas y culturas subalternas en nuestro campo literario, resultan significativas las transformaciones ocurridas en las últimas décadas que se relacionan no únicamente con el plano de la producción sino también con el de la recepción poéticas y que involucra a un número importante de los autores seleccionados —en tre ellos, algunos de los once que alcanzan el mayor número de menciones—43 poetas en cuyas obras está presente una hibridación lingüística o cultural que comprende no solo lo andino, sino también lo urbano popular, lo mestizo, lo marginal y lo lumpen, como se observa, por ejemplo, en obras como las de Manuel Morales, Jorge Pimentel,44 Juan Ramírez Ruiz, Cesáreo Martínez, Enrique Verástegui, Roger Santiváñez, Domingo de Ramos, Rodrigo Quijano, Roxana Crisólogo o Paul Guillén, además de varios de los poetas mencionados anteriormente. Creemos que, en este sentido, la muestra obtenida a través de nuestra consulta evidencia el lugar cada vez más importante que ocupan los procesos de hibridación y transculturación dentro de nuestro campo literario.
Retomemos ahora el comentario acerca del escaso o nulo conocimiento que muchos opinantes presumiblemente poseen de buena parte de los poetas incluidos en la lista referencial (y, más aún, de los no incluidos). Como señalamos, esto no se explica únicamente por las posibilidades de conocimiento individual o por las preferencias estéticas de los lectores, sino que está muy relacionado con los mecanismos de difusión pública de la producción poética y, en especial, de las posibilidades de “consagración” de un autor como representativo o, incluso, canónico. Con relación a esto, una primera observación posible se relaciona con la poca o nula distancia temporal, en muchos de los casos, entre la producción poética considerada y la consulta realizada. Es conocido y repetido que el tiempo es el mejor y más implacable crítico literario. De ello se desprende que la acción del tiempo permitiría resolver la pregunta planteada sobre los autores más relevantes del periodo 1968-2008 de mejor manera que cualquier consulta. Aceptar esto sin discusiones —a pesar de la posibilidad de objeciones surgidas, a modo de ejemplo, desde la recuperación de autores y voces por antologías como El libro de unos sonidos. 37 poetas del Perú, preparada por Reynaldo Jiménez, o por compilaciones como Los otros (I y II hasta el momento), llevadas a cabo por el equipo conformado por Carlos Carnero, Gonzalo Portals y Rubén Quiroz, o 10 aves raras de la poesía peruana, elaborada por Luis La Hoz—, llevaría a renunciar a cualquier pretensión de sistematizar el panorama de la producción de los poetas en actividad y contribuiría, en ese sentido, a mayores exclusiones, olvidos y desconocimientos. También frente a ello fue que optamos por desarrollar este proyecto a pesar de las mayores dificultades y riesgos y a sabiendas de las limitaciones insalvables.
Otra dimensión de este problema se relaciona con los sistemas de difusión de nuestra producción literaria reciente y, entonces, con la construcción de la imagen de nuestra literatura en actividad a través de los medios de comunicación y de las publicaciones y estudios especializados. Como es sabido, ambos espacios, aunque definitivamente relacionados no son analogables. Como señalan Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, el estudio o el comentario de autores en la crítica especializada contribuye a la permanencia de estos y a su reconocimiento a largo plazo, mientras que la creación de la imagen pública de lo que se entiende por literatura (o poesía, en este caso) contemporánea y viva, depende mucho más directamente de la mención o aparición de estos en los medios de comunicación.45 Entre ambos espacios están las publicaciones que corresponden a las “formaciones literarias”, como apuntan Sarlo y Altamirano a partir de Raymond Williams; es decir, las publicaciones que corresponden a los propios actores de la producción literaria: órganos de grupos literarios o revistas interesadas sobre todo en relievar aquello vinculado con las perspectivas, gustos, ideologías e intereses de sus actores.
El periodo abordado por nuestra antología es sumamente complejo en cuanto a lo señalado y, en esta medida, son muchos los lados desde donde se fuerza o se invita a la construcción de una imagen de nuestra poesía contemporánea. El resultado es un espejo trizado que nos ofrece rostros diferentes, incluso a veces irreconciliables. Queda claro, en dicho momento, quizás como no sucedía desde la acción de las vanguardias estético-ideológicas de los años veinte y treinta que, como señala Pierre Bourdieu (enero de 1989-diciembre de 1990), el campo literario es “[…] un campo de fuerzas que actúan sobre todos los que entran en ese espacio y de maneras diferentes según la posición que ellos ocupan en él […], a la vez que un campo de luchas que procuran transformar ese campo de fuerzas” y que, como el mismo Bordieu anota a continuación, “la lucha cuya escena es la República de las letras constituye el verdadero principio de las tomas de posición artísticas y literarias”.
Como señalamos, en la década de 1970 se produce una serie de modificaciones que dan un rostro distinto a nuestro campo literario. La aparición del movimiento Hora Zero en 1970 con su manifiesto “Palabras urgentes”, en que sometió a un severo juicio a la poesía peruana contemporánea (descalificando a todos los poetas salvo a César Vallejo y Javier Heraud), representó un importante punto de inflexión que —enmarcado en un periodo de transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales que exacerbaron las expectativas de nuevos modos de ubicación, presencia y representación en la sociedad por parte de diversos actores tradicionalmente ubicados en los márgenes— contribuyó a rediseñar las fronteras del campo literario. Este se hizo más inclusivo en cuanto a los autores reconocidos en la escena poética, incorporando, como sugerimos líneas arriba, a muchos que las coordenadas anteriores hubieran dejado probablemente al margen: poetas provenientes de los sectores medios proletarizados o de capas populares emergentes, limeños y no limeños, varios de ellos ajenos, además, a las instituciones tradicionalmente reconocidas como los espacios de formación de los nuevos poetas, como eran la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y la Pontificia Universidad Católica del Perú.
No obstante, no debe suponerse que este proceso produjo (como anunciaban los manifiestos inaugurales de Hora Zero) un corte que modificó raigalmente el discurso y los registros poéticos que se venían desarrollando. Como es conocido, la poesía de los años sesenta consolidó, sobre todo hacia la mitad de la década, una serie de posibilidades discursivas que pueden verse, como apuntó Alberto Escobar en su Antología de la poesía peruana de 1973, como el inicio “de un nuevo ciclo en la evolución de nuestra poesía” (1973: 7). Nos referimos a las correspondientes al registro narrativo-conversacional que, como parte de los procesos de transformación social y de la inquietud renovadora e incluso revolucionaria juvenil, se afirmó en todo el continente.46 La obra de los poetas de la Generación del 70, con su rostro más visible en Hora Zero, no inauguró en ese sentido, una nueva veta discursiva, sino que radicalizó —desde una perspectiva vinculada con las posibilidades de un lenguaje más arriesgadamente coloquial y en contacto más cercano con los pulsos de una urbe en proceso de transformación, de una mirada más atenta a lo nacional y de una ruptura de ciertos marcos de formalidad— caminos que poetas como Antonio Cisneros, Luis Hernández, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos o Mirko Lauer venían desarrollando, aunque sin la beligerancia rupturista y parricida que caracterizó a los más jóvenes.47
Fue en ese proceso que —aunque la opinión de algunos de los miembros del movimiento Hora Zero insistan, incluso en la actualidad, en su ubicación antiinstitucional o al margen de la oficialidad literaria— ellos pasaron a formar la parte central del campo literario, como se demuestra por la atención brindada en los medios de prensa, en primer lugar a sus declaraciones y rápidamente a sus primeras entregas poéticas, y por lo revelador de la inclusión de varios de sus miembros en el volumen Estos 13 (publicado en 1973 por José Miguel Oviedo, uno de los críticos más reconocidos del momento) y, en ese mismo año, en el tomo II de la citada Antología de la poesía peruana de Alberto Escobar, que apareció en la Biblioteca Peruana de Peisa, colección de voluminoso tiraje auspiciada por el gobierno de Velasco. A estos hechos se les puede sumar la evidencia de que la propuesta poética de Hora Zero, que en líneas generales se puede ampliar a varios otros de los integrantes de la llamada Generación del 70 (sin desconocer la realidad de que las obras de todos ellos presentan a la vez importantes elementos que las distinguen entre sí, incluso desde sus primeros momentos) pasaron a configurar lo central del metatexto48 del que bebió la mayor parte de los jóvenes poetas que aparecieron a lo largo de toda esa década, y siguió siendo pieza fundamental en la formación de los poetas de las promociones posteriores.
Durante los años ochenta puede reconocerse aún con claridad la preeminencia del registro conversacional. En esta década, resultado del proceso iniciado, consolidado y radicalizado en las anteriores, se observan tres líneas, como ya se señaló en el apartado dedicado a las antologías.49 Una de ellas se aleja de las agudizaciones del coloquialismo setentero, regresando a una poesía más cuidada, claramente culturalista antes que vitalista y de muy marcada y explícita vocación intertextual. Otra corresponde con la presencia inédita en nuestra tradición de un importante contingente de poetas mujeres que aparecidas simultáneamente en la escena literaria, con obras que, en general dentro del marco conversacional, colocaban acentos particulares vinculados con la reivindicación del sujeto femenino como hablante de los textos, y a la vez portando una mirada que otorgaba protagonismo a lo corporal, erótico o tanático. La tercera es la vía representada fundamentalmente por el movimiento Kloaka, que extrema la apuesta vanguardista y callejera de Hora Zero, pero, al beber intensamente del clima de caos, desestructuración y violencia de esos años, se aleja del exteriorismo más característico de estos para sumergirse en un discurso que incorpora la fractura del mundo que se experimenta; el lenguaje, entonces, se disloca y fragmenta hasta el punto de constituir un registro aún conversacional, pero estallado y hasta colindante con el hermetismo.50
Aunque pueden registrarse diferencias valorativas en la evaluación de estas tres vertientes, que tendía, en general, por esos años, a un aval mayor por parte de la institucionalidad literaria a las dos primeras, se puede afirmar que las tres, a pesar de las discrepancias, descalificaciones y polémicas, pasaron igualmente a configurar inevitablemente el sentido común de las posibilidades de la poesía peruana y a ser reconocidas como voces y caminos infaltables en cualquier panorama medianamente serio de nuestra poesía. Debe señalarse también que en el panorama desarrollado en las líneas anteriores, que ha tratado de presentar someramente la fuerza de lo conversacional en nuestra tradición a partir de los años sesenta, hasta el punto de poder considerar esta línea como hegemónica, no debería perderse de vista que entre los dos momentos reseñados (inicios de los setenta e inicios de los ochenta, respectivamente), varios otros poetas y procesos resultan fundamentales. Nos referimos, por ejemplo, a los ocurridos en 1977: la formación del colectivo La Sagrada Familia, la rearticulación de Hora Zero o las actividades iniciales de la movida arequipeño-limeña Ómnibus/Macho Cabrío. Asimismo, al trabajo individual de poetas como Mario Montalbetti, cuyo primer libro, Perro negro (1978), es un hito importante para entender la mayor pluralidad de desarrollos dentro del registro conversacional a partir de 1980.
Al llegar la década de 1990, los años iniciales presentan semejanzas frente a lo visto en los ochenta; es decir, es posible reconocer aún la hegemonía conversacional en el desarrollo de varias de sus dimensiones: la culturalista, la callejera, la que representa el discurso malditista e incluso, aunque en menor medida, la que corresponde a las coordenadas propuestas por el llamado boom de la poesía escrita por mujeres. Incluso aparecen colectivos como Neón o Noble Katerba, de signos semejantes a los de los ochenta. Este proceso de consolidación y auge de lo conversacional hizo difícil que otras vetas que se desarrollaron paralelamente pudieran ser visibilizadas con la misma nitidez o valoradas sin sesgos que las tacharan frecuentemente de “pasatistas” o cuando menos las relegaran al casillero, de cierto prestigio pero de poco impacto, de lo insular. Entre otros ejemplos que pueden citarse está el de los libros iniciales de José Morales Saravia, hoy reconocidos como textos precursores del neobarroco local; el de Vladimir Herrera, sobre todo de su obra posterior a Mate de cedrón, o los de Alfonso Cisneros Cox, Carlos López Degregori y Magdalena Chocano. Todos ellos debieron esperar a que, entre mediados y finales de los años noventa, al lado de un proceso de mayor dispersión discursiva en los actores más jóvenes de la escena literaria —que va muy de la mano del discurso posmodernista de la caída de los grandes relatos y del desconcierto ante la violencia agudizada en los primeros años de la década y el surgimiento de un nuevo gobierno dictatorial, paradójicamente apoyado mayoritariamente—, se mirara de otro modo no solo la pluralidad de posibilidades recorridas en esos años por ellos mismos, sino también la algo ocultada complejidad de la poesía de las décadas anteriores. Incluso, con estas nuevas revisiones cobra mayor importancia la propia diversidad dentro del registro conversacional, que se percibe entonces incluso más variado y abierto.51 Casi todos estos poetas han sido reconocidos por esta consulta.
El panorama esbozado en las páginas anteriores estuvo atravesado por dos aspectos que volvieron aún más complejas su configuración y su dinámica. Uno es la correspondencia con momentos muy agitados de transformaciones sociales y de luchas políticas e ideológicas, cuando menos durante las décadas de 1970 y 1980. En ese contexto, las batallas por la legitimidad y representatividad poética —el “capital simbólico” de los involucrados— no correspondían únicamente a las conocidas batallas entre viejos consagrados y nuevos poetas en busca de reconocimiento, sino que estas se entremezclaron con agudas discusiones y conflictos vinculados con la procedencia social de los actores en las luchas literarias, su posición ideológica y las consideraciones sobre el papel que debe cumplir o no la poesía en la sociedad. Ejemplos evidentes de esto se pueden observar en prácticamente todos los manifiestos de los grupos mencionados en las páginas precedentes. En los años noventa, y no solo en los poetas que comenzaron a publicar en este periodo, se puede reconocer una disminución de los acentos políticos en las discusiones literarias.
El otro aspecto por mencionar corresponde a la disminución progresiva de espacios dedicados a la poesía en los medios de difusión masiva. Si bien, incluso durante las primeras décadas del periodo abordado por esta muestra, la poesía peruana gozaba de una destacada presencia en los medios de prensa diaria y suplementos o revistas culturales de amplia difusión, al llegar los años noventa, y sobre todo a partir de la consolidación del modelo neoliberal en la economía peruana, la atención dada a la literatura se ha visto considerablemente mermada, a la vez que casi ha desaparecido la que se brindaba a la poesía. Lo que queda, o se limita a notas y recensiones reducidas a su mínima expresión, o se dedica a nombres habitualmente conocidos, sin que se observe un riesgo ni una vocación en los medios de prensa por indagar acerca de lo que ocurre poéticamente en el país y asumir, de ese modo, su responsabilidad en la construcción de una imagen, discutible pero al menos cabal, de la poesía peruana. Hay, por supuesto, excepciones, pero que no alcanzan para significar una contraparte necesaria frente a la dinámica producción poética de nuestro país. Ante tal vacío, son varios los espacios de internet que han aparecido en los últimos años y permiten un cierto nivel de información y discusión, sobre todo blogs, Facebook y diversas publicaciones en la red, pero sin lograr constituir, aún, una escena suficientemente sólida y plural que signifique una clara referencia para aquellos interesados en seguir los derroteros de la poesía peruana.
Estas últimas observaciones nos devuelven al problema que referíamos en páginas anteriores acerca del desconocimiento de muchos opinantes respecto de los nombres de la lista referencial. Por razones obvias, entonces, nombres como el de Chrystian Zegarra —que ha publicado ya tres poemarios de gran interés, uno de ellos ganador de un premio Copé de poesía, pero que no solo vive fuera del Perú sino que tampoco se ha interesado por una difusión más amplia de su obra posterior a su etapa como miembro de Inmanencia, uno de los grupos poéticos de los noventa— no ha sido referido por suficientes autores como para integrar la muestra que ofrecemos. El alejamiento del Perú podría explicar, también, la ausencia de Reynaldo Jiménez, cuyos textos han sido recogidos en las más importantes muestras de poesía neobarroca latinoamericana. Razones vinculadas con la poca circulación en nuestro medio de los libros más recientes de Maurizio Medo, todos escritos en Arequipa, podrían explicar su ausencia en esta muestra, mientras paralelamente viene concitando creciente atención en el ámbito latinoamericano. Está también el caso de Odi González, a quien ya mencionamos, o el de Josemári Recalde, que dejó un solo libro, valioso e innovador en varias de sus propuestas, pero que tal vez por su corta trayectoria pública no llegó a llamar la atención sobre su obra, quizá opacada por su trágica muerte. Tal vez más comprensible resulte el caso de Enriqueta Beleván, que luego de sus Poemas de la bella pájara hornera (1984) no ha publicado otro poemario y se encuentra voluntariamente alejada de los espacios habituales de circulación de poesía. Todos estos autores (al igual que Enrique Sánchez Hernani y Alfonso Cisneros Cox, entre otros) merecerían haber integrado nuestra antología, tanto como varios que sí fueron mencionados de modo suficiente.
Podemos concluir estas páginas reconociendo que el campo literario percibe en la actualidad el fin de un gran ciclo narrativo-conversacional hegemónico. No es que este haya desaparecido o no entregue ya hallazgos consistentes. Ocurre que es solo un sector en el seno de una totalidad de tensiones que evidencian un panorama complejo y en constante ebullición en el que están cobrando importancia registros neoexpresionistas, neovanguardistas o neobarrocos. El hecho de que en esta muestra aparezcan autores como Chirinos Cúneo, Vladimir Herrera, Morales Saravia, Chocano o Rafael Espinosa, que han tenido una presencia casi secreta en los recuentos citados, indica el cambio en la mirada y la valoración de nuestros lectores. Lo mismo se puede decir de la importancia, ya mencionada, de poetas cuyas voces están marcadas por la hibridez cultural. Por otro lado, llama la atención que varios de los poetas que más menciones obtuvieron no sean los más representativos de la poética urbana y del registro narrativo conversacional. Watanabe se diferencia de la mayor parte de sus contemporáneos y propone una obra mucho más reflexiva, parabólica y con una preocupación por la palabra exacta y contenida. Verástegui es mucho más experimental y sintoniza con las rupturas del vanguardismo y la experimentación formal; Ollé, que por edad corresponde al mismo periodo, ensaya una propuesta que cuestiona las convenciones sobre las identidades genéricas textuales y sexuales e inaugura la irrupción de voces femeninas de los ochenta. Igualmente, la aparición, entre otras, de las obras de Montalbetti, Santiváñez, De Ramos, Di Paolo, Chirinos o López Degregori, todos con una escritura que recorre caminos distintos, muestran la pluralidad en la poesía peruana que se produce en este momento. Y con esto no estamos refiriéndonos a un supuesto canon estrecho e inamovible, sino a un espectro más amplio y mutable, y por ello mismo provisional, que refleja, eso sí, un reconocimiento dentro del campo literario peruano. Todo esto demuestra que el consenso relativo alcanzado por nuestra consulta dista mucho de cualquier visión tradicional de la poesía peruana.
Los cuatro autores que firmamos este libro estamos convencidos de la importancia de nuestra propuesta aunque alguna vez pensamos que hubiera sido más cómodo atender los versos de Paladas de Alejandría citados al inicio de este prólogo. Creemos que este volumen se convertirá en una referencia importante para observar el proceso de la poesía peruana contemporánea. El lector tiene la palabra.
Lima, marzo del 2011