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Nuestros pasos eran lentos, las palabras que relataban la matanza de Guanajuato pronto nos rebasaron. El horror de los crímenes silbaba como el viento que arranca las cruces de los panteones y desentierra los esqueletos de los impíos. Mientras avanzábamos, más de tres vallisoletanos se apartaron de sus hembras. Si en esos momentos las tocaban, sólo invocarían a Lucifer. Y, como debe ser, todavía se alejaban más cuando les llegaba la regla. La sangre muerta que les brotaba de su parte era la huella del pecado, la invitación al mal fario que olían los perros que se ponían en brama.

La gente de Valladolid se refugió en los templos y las procesiones se adueñaron de las calles.

Al ritmo de los tambores y del temblor de las llamas de las ceras, los rezos que le pedían un milagro a Jesús y a su Santa Madre se oían en todos lados mientras que los ojos ciegos de los santos eran incapaces de detenerse en los balcones. Estaban fijos en el vacío, en la mudez que se adueñaba de la ciudad en las noches.

Todas las plegarias fueron en vano.

La corte celestial estaba sorda, Satán andaba suelto.


Los rumores empezaron a trotar en el empedrado y se adueñaron de las vecindades de Valladolid: algunos decían que los lanceros habían huido a quién sabe dónde, otros murmuraban que los soldados que llegarían para protegerlos ya colgaban de los árboles, y unos más estaban ciertos de que el fin del mundo estaba a la vuelta de la siguiente esquina o que reptaba entre los cerros cercanos.

El dragón de siete cabezas y la puta de Babilonia avanzaban al frente de los insurrectos. A los aterrados ya sólo les quedaba una carta: encerrarse en sus cuartos y latiguearse hasta que sus pecados quedaran pagados. Lo que pasara después sería el último castigo que recibirían antes de que Dios perdonara sus almas.


En las noches, el ruido de los carruajes y los carromatos interrumpía el sueño de los vallisoletanos. Más de uno se asomó entre los postigos y vio cómo los principales huían de la ciudad. Cargaban lo que podían con tal de salvarlo del saqueo. El recuerdo de los mandamases que fueron capturados por el Torero les carcomía los dentros. Nuestro Señor era el único que sabía lo que ocurrió cuando el cura infame los entregó a la plebe enloquecida. Las imágenes de los hombres con las tripas de fuera, de los que fueron ultimados a patadas y de los que jamás tuvieron la oportunidad de decir su última plegaria no podían salírseles de la sesera que se retorcía para tratar de averiguar lo que nunca se sabría. Fuera cual fuera, el destino de los cautivos era la brújula que apuntaba el rumbo de la huida.

Muy cerca de esos carruajes también se miraba a los sacerdotes más encumbrados, sólo los curas de menor estofa se quedaron en Valladolid para resistir la andanada. Don Manuel Abad apenas y pudo ser visto entre las cortinas del palanquín que cargaban sus negros esclavos, cuyas libreas coloradas se convirtieron en harapos antes de que llegara a su destino. Sabía que la muerte lo acechaba desde que firmó la excomunión de Hidalgo. Sus rezos, por más enjundiosos que fueran, no tenían la fuerza para alejar a los endemoniados que se acercaban a la ciudad.

Delante de la gente, ninguno de los principales aceptó que se le quemaban las habas por largarse lo más lejos que pudiera. Todos dijeron que alguien reclamaba su presencia en otros rumbos, que el virrey y el arzobispo los llamaban a México para conocer sus pareceres sobre la insurrección o que tenían una manda pendiente en San Juan de los Lagos. Esa Virgen era la única que estaba a la mano para pedir un milagro, la de los Remedios estaba muy lejos y apenas la habían adornado con la banda de generala de las tropas realistas.

Pasara lo que pasara, no querían ser recordados como cobardes. Sin embargo, cuando hablaron, nadie creyó en sus palabras, las ojeras y el temblor de sus manos los desnudaron delante de todos. El miedo gobernaba sus patas y el tic tac de los péndulos los acercaba a la fatalidad.


La oscuridad nada tardó en volverse más negra. Los espantos se apoderaron de la ciudad que a cada instante tenía más clara su indefensión. A la hora de la verdad, los cañones y los fusiles se quedarían abandonados sin que nadie se atreviera a tocarlos para enfrentar a la horda del cura herético. Las mujeres y los niños fueron entregados a los conventos con el anhelo de que Dios los protegiera de los salvajes que bebieron sangre en Guanajuato. Con un poco de suerte, la plebe endiablada no profanaría las casas de Dios. A ratos, el milagro de la salvación aún parecía estar cerca.

Las calles se convirtieron en un lugar donde sólo los hombres se miraban, únicamente las pordioseras seguían firmes en las esquinas para pedir limosna. Y, cuando los varones creían que los ojos de sus vecinos apuntaban para otro lado, comenzaron a cavar en sus patios o a quebrar los muros de sus casas. En algún lugar debían esconder lo que tenían para salvarlo de las garras de los gañanes. No se daban cuenta de que las paredes con el enjarrado fresco eran un imán para los hijos del cura.

Cuanto más cerca estábamos, los que tenían amigos y parientes en la sierra también comenzaron a largarse. La ley de que el muerto y el arrimado a los tres días apestan no podía detenerlos. A como diera lugar, tenían que alejarse del mal que se acercaba, y con las pocas monedas que cargaban algo podrían darle a quienes les abrieran la puerta en un caserío a mitad de la nada. Sólo la plata levantaría las aldabas.

La piedad estaba muerta antes de que los encurados entraran a la ciudad. Todos estaban seguros de que los hombres de Calleja no llegarían a tiempo para salvarlos.

Hidalgo

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