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Buster Keaton, una vida en la que cabe la historia del cine

Buster Keaton (1895-1966) nació con el cine y murió al filo de la década renovadora en la que pareció que al séptimo arte no le quedaba otro recurso que reinventarse para seguir agradando a las nuevas generaciones. Sobre si esa renovación logró o no su objetivo habría mucho que decir. Pero hubo quienes, como Keaton, no conocieron otra cosa que lo que, retrospectivamente considerado, no parece sino el ciclo completo de desarrollo de un nuevo arte, desde su nacimiento en 1895 hasta el relativo agotamiento de las fórmulas genéricas y los modos de producción de los grandes estudios a comienzos de los 60.

En ese intervalo, Keaton lo vivió todo. Como tantos “cómicos” del cine, comenzó siendo un artista de vodevil que aprendió a dominar los resortes básicos de la comicidad elemental actuando ante un público. Luego haría lo propio ante una cámara, para acabar percatándose de que ésta no sólo registraba lo que el cómico hacía, sino que ofrecía la posibilidad de ampliar infinitamente el espacio escénico, alterar el tiempo real de los acontecimientos e introducir en los números interpretativos el factor añadido del ilusionismo visual. Keaton pronto demostró tener un instinto nato para intuir esas posibilidades. “Si no hubiera sido actor, habría sido ingeniero”, dijo de él un conocido1. En la vida relativamente modesta que vivió en sus últimos años, recuperado ya del infierno del alcoholismo y la postergación, su refugio favorito era un cobertizo en el que guardaba toda clase de utensilios y máquinas, con los que ideaba automatismos absurdos o recreaba los que utilizó en sus películas, tales como un ferrocarril de juguete que transportaba los distintos platos de una comida desde la cocina hasta la mesa en la que se servía: naturalmente, el trenecillo descarrilaba y los platos acababan volcados en el regazo de una de las invitadas. Era el destino habitual de todas las ideaciones del ingenio de Keaton: se empleaba en ellos el talento necesario para levantar una presa o poner en marcha una fábrica, pero el mecanismo resultante estaba fatalmente abocado a la autodestrucción y al ridículo de quienes fiaban sus ilusiones al correcto funcionamiento del mismo.

El cine de Keaton —es decir, el conjunto de películas que no sólo protagonizó, sino que también produjo, dirigió y montó— abunda en esta clase de efectos. En El navegante (The Navigator, 1924) se sirvió de un barco abocado al desguace para improvisar en él todas las vicisitudes imaginables que pudieran acontecer a una pareja atrapada en una embarcación a la deriva. En El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924) es la pantalla de un cine la que sugiere a un joven proyeccionista la posibilidad de acceder a ella —como harían sesenta años después los protagonistas de La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) de Woody Allen— e interactuar, no sólo con los personajes de la película proyectada, sino también con la cambiante sucesión de paisajes que van apareciendo en la misma: el logro técnico es un prodigio de sincronización, hecho mediante el procedimiento de reservar una parte de la película sin impresionar y filmar luego sobre ella la escena o elemento que se pretendía yuxtaponer a la filmación primera. En El maquinista de la General (The General, 1926), su película más famosa, un arriesgado trance de la Guerra Civil americana es recreado en los términos de comicidad a los que Keaton había dado carta de naturaleza en sus filmes anteriores: ahora será el heroísmo del protagonista lo que desencadene la fatal cadena de destrucción; y para ello, naturalmente, el soñador de grandes designios que siempre fue Keaton hizo volar un tren real a su paso por un puente.

La película no llegó a cubrir gastos y supuso el principio de un largo declive en la carrera de su autor. Una de las razones, se dijo, es que al público no le hizo gracia que en una misma historia se mezclaran lo cómico y lo trágico, y que al lado de una payasada se visualizara la muerte de un combatiente, por ejemplo. Quienes decían estas cosas posiblemente no habían caído previamente en la cuenta de que el cine de Keaton, en general, no jugaba tanto a provocar la comicidad como el asombro; y que la risa, con frecuencia, no era sino la reacción histérica del espectador al constatar una imposibilidad que, de paso, ponía en entredicho las certezas normales con las que una persona cualquiera se desenvuelve en su medio. El propio Keaton estuvo a punto de no sobrevivir a muchas de sus puestas en escena. En Siete ocasiones (Seven Chances, 1925), falló en el intento de saltar de una azotea a otra y se precipitó en el vacío. Milagrosamente, los toldos de las ventanas amortiguaron la caída. Característicamente, Keaton incorporó el accidente al montaje final: de los toldos, el personaje rebotará al dormitorio de un cuartel de bomberos, se dejará caer por la barra deslizante y se incorporará al pescante de una bomba de incendios en plena marcha.

También en la vida real Keaton supo reponerse de las adversidades. Después de un largo bache que lo conduciría a una clínica mental en 1935, empezó una lenta recuperación que fue también una vuelta a sus orígenes. Escribió gags para otros cómicos, volvió a los escenarios y actuó en directo para la televisión, mientras asistía con cierta incredulidad a la revalorización de su obra y a su propia conversión en icono de una época mitificada. Ese valor icónico fue lo que aportó a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, donde encarnó a uno de los fantasmales contertulios que jugaban a las cartas con la periclitada actriz Norma Desmond (Gloria Swanson), antigua estrella del cine mudo. La revalorización supuso también una cierta reinterpretación intelectualizada de su figura, similar a la que conoció en sus años de apogeo, cuando el cine cómico norteamericano devino fetiche de las vanguardias europeas. El dramaturgo Samuel Beckett reconocía la afinidad esencial entre los impávidos personajes de Keaton y sus propias creaciones, y a la hora de elegir protagonista para su guión Film (1965), pensó en él, aunque después de que su editor, Barney Rosset, hubiera intentado ofrecer el papel a Chaplin y a otros actores (Cronin, 541-542). Finalmente, fue el propio Beckett quien propuso el nombre de Keaton, quien se mostró sorprendido de que se le requiriera para un papel en el que la mayor parte del tiempo permanecía de espaldas a la cámara y hurtaba a ésta la famosa inexpresividad de su rostro (544-545). El filme, al parecer, fue un fracaso: obtuvo abucheos en el día de su estreno y apenas fue distribuido (547). No obstante, sirvió para certificar una vieja aspiración de la vanguardia artística: su afán por entroncarse con los espectáculos de entretenimiento masivo que servían de espejo a la modernidad. Era la misma pretensión, recuérdese, que animó la devoción cinéfila de los poetas españoles de la Generación del 27 e inspiró poemas como el conocido “Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca (poema representable)”, de Rafael Alberti, alusivo al corto El rey de los cowboys (Go West!, 1925), que en Francia se había titulado Ma vache et moi (“Mi vaca y yo”) (Gubern 1999, 310).

Como se ve, Keaton completó un ciclo no del todo insólito en la historia de la cultura del siglo XX: de payaso de vodevil a figura reivindicada por los intelectuales. En sus serenos y laboriosos últimos años, en los que se ganó la vida en modestas actuaciones televisivas en las que normalmente recreaba viejos números de su repertorio, no pareció que diera a todo eso demasiada importancia. Él mismo era metáfora viviente de todo un capítulo de esa historia. Lo que venimos llamando “cine clásico norteamericano” murió un poco con él.

1 En la miniserie documental Buster Keaton: A Hard Act to Follow, episodio 3/3 (1987).

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