Читать книгу Cosas que no creeríais - José Manuel Benítez Ariza - Страница 13
ОглавлениеHacia la comedia adulta: Laurel y Hardy
Como sucede incluso en las parejas mejor avenidas, también en el duradero dúo cómico que formaron Stan Laurel (1890-1965) y Oliver Hardy (1892-1957) hay recovecos inasequibles a la mirada ajena. En la biografía que les dedicó Simon Louvish (2003) se repasan detalladamente los orígenes familiares y artísticos de ambos, la asendereada vida sentimental de cada uno de ellos y los pasos que les llevaron a confluir en los estudios de Max Roach e iniciar una larga y fructífera carrera en común; pero nada concluyente se dice respecto a qué fue lo que verdaderamente unió a estos dos hombres singulares. Al parecer, en la vida real no extremaron la intimidad que podía presuponérseles, ni solían hacer vida social juntos. En alguna ocasión, insinúa Louvish, las conversaciones que ambos mantenían mientras jugaban al golf pudieron evitar la ruptura a la que inevitablemente conducían los desacuerdos entre Roach y el exigente Laurel. Poco más sabemos de una relación que sobrevivió a los desastrosos matrimonios de ambos y a toda una carrera en la que no faltaron altibajos y crisis creativas; a no ser que aceptemos lo que parece más evidente: que el permanente estado de gracia en que consistió la unión artística del dúo se cimentaba precisamente en el contraste, no ya sólo entre los tipos físicos y los correspondientes arquetipos morales que cada uno de ellos encarnaba, sino también en sus maneras de encarar el trabajo artístico desde preconcepciones y trayectorias previas radicalmente divergentes.
La principal diferencia, nos dice Louvish (109), estriba en los orígenes artísticos de ambos. Laurel aprendió su trabajo de cara al público, como cómico teatral, mientras que Hardy fue siempre actor cinematográfico y no tuvo experiencia previa en el teatro. “Uno agrada y responde al público, el otro a una sensación intangible de espacio y distancia desde la lente y el proscenio artificial”. Stan aportaba la personalidad más compleja y problemática, la que inspiraba las constantes bromas del dúo sobre la propia identidad y sobre la permanente querencia del adulto inadaptado a replegarse en la infancia. Por contraste, Ollie desarrolló un personaje fatalista y pasivo, enternecedor por su desesperado esfuerzo por conservar la dignidad en las situaciones más ridículas: era la superación, la redención incluso, del gigantón malintencionado que el voluminoso actor había encarnado en sus papeles previos a su encuentro con Laurel. En ambos confluyen tradiciones artísticas anteriores al propio cine, fundidas con los arquetipos que el nuevo arte había contribuido a hacer populares. Laurel, que había llegado a América en el mismo barco que Chaplin cuando ambos trabajaban para la compañía de teatro cómico de Fred Karno, remedó por un tiempo al personaje con el que su compatriota alcanzó el éxito, y cuya impronta es visible en el que el propio Laurel llegaría a configurar.
Con el paso del tiempo, el contraste entre Stan y Ollie no haría sino acentuarse, a la vez que ambos iban intercambiando sutilmente algunos rasgos de sus respectivos caracteres. El personaje chaplinesco de Laurel llegaría a perder su desvalimiento y a desarrollar un cauto instinto de conservación que lo ponía a salvo de los despropósitos dictados por la suficiencia egocéntrica de Ollie, a la vez que éste iba abriendo su personalidad a una insondable ternura bonachona, a menudo en contradicción con sus ínfulas de persona digna y cargada de razón. En el tramo sonoro de su carrera en común, el trabajado contraste en el que se basaba la comicidad del dúo tuvo también un sutil fundamento lingüístico: Laurel exageraba su acento británico, mientras que el sureño Hardy no se cuidaba de disimular el suyo de Atlanta. El contraste entre los modos de hablar —fatalmente perdido o falseado en las “dobles versiones” rodadas para el extranjero y en los doblajes— acentuaba el derivado de las obvias diferencias físicas y los arquetipos morales que cada uno representaba.
Era, por supuesto, una relación de complementarios; lo que, cuando se traduce en una contrastada amistad e incluso intimidad entre hombres aparentemente asexuados —o, mejor dicho, desinteresados de las mujeres—, inevitablemente sugiere alguna clase de entendimiento homosexual. Abundan en las películas de Laurel y Hardy las ocasiones en las que uno de los dos, o ambos, se travisten o remedan los comportamientos del sexo contrario, en lo que no es sino una trasposición a la pantalla de un arraigado recurso del vodevil, cuya explotación transcurría siempre más acá de los límites de lo permisible, a sabiendas de que, si se traspasaban, se herirían ciertas sensibilidades y se provocarían los recelos del censor de turno. Más llamativas resultan las numerosas escenas en las que la pareja comparte cama, en lo que puede entenderse como un ingrediente más de otro arraigado motivo de comicidad: la parodia de las relaciones matrimoniales. Laurel y Hardy utilizaron este recurso por primera vez en el corto Slipping Wives (1927) (Louvish, 209). En Dos veces dos (Twice Two, 1933) cada uno de ellos se desdoblará para hacer el papel de esposa del otro: un travestido Stan interpretará a la mujer de Ollie; mientras que Ollie, vestido de oronda mujer —y sin recatarse de aparecer en combinación, mientras se arregla ante el espejo de su dormitorio—, hará de esposa de Stan. Ambas parejas se citan para cenar en casa del matrimonio Hardy, lo que dará lugar a una agria pelea entre las dos esposas.
Lo verdaderamente perturbador de estas situaciones no es tanto su apelación al travestismo y a la inversión de identidades sexuales, como lo que sugieren acerca de la naturaleza de las relaciones interpersonales, en general, y más específicamente de las de pareja. Así, en Noche de duendes (The Laurel-Hardy Murder Case, 1930), el manido pretexto argumental —la implicación del dúo en el supuesto asesinato de un millonario de quien Stan cree ser heredero— no es sino una excusa para mostrar a la pareja en dos largas y tormentosas escenas de cama: primero, en una litera del tren que los conduce a Chicago, la ciudad en la que vivía el difunto, y luego en casa de éste. La primera de las dos noches se traduce en la angustiosa brega de ambos por subir a la litera y, una vez en ella, lograr desvestirse en un espacio tan reducido: en las películas de Laurel y Hardy no es raro que estas parodias de la intimidad de pareja se resuelvan en situaciones de una comicidad claustrofóbica y con frecuencia angustiosa. La segunda noche, aparentemente más desahogada — encontramos a ambos confortablemente instalados en una cama de matrimonio—, se resolverá también en un sinfín de sobresaltos y carreras, en consonancia con la tétrica atmósfera de la mansión. Finalmente, cuando la situación se vuelve decididamente absurda, con intervención de fantasmas incluida, la pareja despierta en el muelle donde inicialmente habían leído en un periódico la noticia de la muerte del presunto pariente de Stan: todo ha sido una pesadilla. Y el mensaje no puede ser más claro: la felicidad consiste en el regreso a una especie de inocencia asexuada —en la película, la libertad sin ataduras de los vagabundos—, después de haber escapado de la claustrofóbica pesadilla de la intimidad a puerta cerrada entre dos, donde desvestirse mutuamente —otra acción a la que la pareja se aplica en multitud de películas— y rozarse o tocarse equivalen casi a infligirse una mutua tortura.
Frecuentemente, la comicidad de los gags en que consisten las películas de Laurel y Hardy suele derivar a este tipo de situaciones angustiosas, que ponen en cuestión, no ya los fundamentos de las relaciones afectivas, sino el sentido mismo de la existencia. La premiada Haciendo de las suyas (The Music Box, 1932), que obtuvo un Óscar al mejor cortometraje cómico, es un buen ejemplo. Aún hoy hace reír: las torpezas, tropezones y caídas del dúo mientras intentan llevar una pianola a una casa situada en una cuesta al final de una larguísima escalera pertenecen al acervo de la comicidad universal. Pero la impresión que se impone a todas las risas es la de haber asistido a un ímprobo esfuerzo inútil, que tiene más que ver con la tortura de Sísifo que con la representación de una simple payasada.
Incluso en una película tan tardía como Locos del aire (The Flying Deuces, 1940), situada ya en los umbrales de la década en que el dúo perderá mordiente e infantilizará su humor, asistimos a una sorprendente escena en la que el gordo Ollie, que ha sufrido un desengaño amoroso, intentará el suicidio y pretenderá que lo secunde su compañero, quien, para aplazar el ominoso momento, logrará enzarzar al otro en una extraña conversación sobre la reencarnación, en la que Ollie confesará que le gustaría reencarnarse en caballo, mientras el otro cínicamente aduce que, dado el caso, le gustaría volver a ser quien es. Cuando el personaje de Ollie efectivamente pierda la vida en circunstancias muy distintas —en un accidente aéreo, mientras huye del cuartel de la Legión Extranjera al que lo ha conducido su desengaño amoroso—, lo veremos reencarnarse efectivamente… en un caballo con sombrero y pajarita. Previamente, en un intento anterior de fuga, la pareja se había visto atrapada una vez más en una de sus recurrentes situaciones claustrofóbicas: para escapar de la celda en la que han sido encerrados por intento de deserción, utilizan un túnel, en el que provocarán un desprendimiento que los obligará a abrirse paso cavando con sus propias manos. La combinación de los tres elementos —encierro, suicidio, reencarnación— y la simbología a ellos asociada vienen a suponer una nueva versión del recurrente tema de la huida de las servidumbres —incluidas las sexuales— del adulto; sólo que, esta vez, la habitual escapada hacia la inocencia parece abocar a la muerte; una muerte que es también un regreso a la inocencia estólida del animal irracional.
Podríamos multiplicar los ejemplos de este tipo de situaciones en las que la comicidad parece siempre sugerir una realidad más compleja y angustiosa. Con Laurel y Hardy la comedia cinematográfica se hace definitivamente adulta, más allá de las enunciaciones de desvalimiento y deseo insatisfecho en que solían consistir las tramas de Keaton, por ejemplo, o del humanitarismo de Chaplin. La larga y fructífera influencia del dúo se traducirá en un sinfín de ecos, reflejos y remedos. A la luz, por ejemplo, del hallazgo visual que supone colocar un caballo (vivo) sobre un piano en el corto Wrong Again (1929), adquiere una significación distinta la idea de Buñuel y Dalí de hacer lo propio con dos burros muertos y putrefactos en Un perro andaluz (Un chien andalou), rodada el mismo año1—. No es ajeno a su influencia, por supuesto, el éxito de las diversas reediciones de la fórmula del dúo cómico a lo largo de la historia del cine norteamericano: no sólo el burdo remedo en que consistió la trayectoria de los comicastros Abbot y Costello, sino, por ejemplo, la sutil revivificación efectuada por Jerry Lewis y Dean Martin, o la versión más refinada que encontramos en las comedias de “guerra de sexos” de Leo McCarey y Howard Hawks, tales como La pícara puritana (The Awful Truth, 1937) o La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938). No hay que olvidar que, durante un tiempo, los estrenos de las películas de Laurel y Hardy coexistieron con los de las películas más afamadas de estos otros cineastas; y que algunos de los directores más destacados del género, tales como el mencionado McCarey, se habían formado en los estudios de Roach.
A diferencia de lo ocurrido con otros cómicos que habían iniciado sus carreras en el cine mudo, las de Laurel y Hardy no se resintieron con la llegada del sonido; y sólo el éxito de una derivación más evolucionada del género a cargo de otro tipo de actores —piénsese en Cary Grant, Katharine Hepburn o Irene Dunne— los llevó a apelar, por contraste, a otro tipo de comicidad más inocente e infantil: preparaban, insinúa Louvish, el camino hacia su pervivencia en la televisión, que les aseguró la popularidad entre varias generaciones posteriores. Pero eso, como diría cierto personaje de Wilder, es otra historia.
1 “El resultado, en ambos casos, es surrealista; un artificio en el primer ejemplo, un resultado natural de las confusiones de la vida en el segundo” (Louvish, 236).