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Cuando se despertó, por un momento dudó del lugar en el que estaba. Luego, al identificarlo, miró a su izquierda instintivamente buscando a Lucía, pero en su lugar solo encontró el libro cerrado con la nota sin leer marcando la página. Se vio tentado de abrir el sobre blanco, pero se dijo que no conseguiría más que amargarse el domingo.

Recordó entonces a Lula durmiendo en el salón, y con pereza, estirando los músculos en cada movimiento, se levantó de la cama y se dirigió hacia allí.

En el sofá no había nadie. La sábana estaba doblada con pulcritud y la mesa recogida. En un cuadernito abierto por la última página, que normalmente usaba para aspectos tan prosaicos como la lista de la compra, ella le había dejado algo escrito con una letra esmerada que parecía de estudiante de caligrafía.

«Gracias por dejarme dormir en tu sofá. He tenido que irme temprano. Si alguna vez quieres que volvamos a vernos, puedes llamarme. No olvides respirar ni una sola de las veces que te tocan hoy».

Y debajo, un número de teléfono.

¿Si alguna vez quieres que volvamos a vernos? Pues claro, ¿no? ¿Qué había significado ese encuentro si no? Pensó que no hubiera sido muy normal eso de coincidir en una librería, cenar juntos dos veces, que pasara la noche en su sofá y después simplemente desaparecer. Pero posiblemente, se repitió, casi nada era muy normal en ella.

Antes de desayunar se puso ropa cómoda y salió a correr. Si lo dejaba para más tarde, el calor de Madrid posiblemente lo volvería demasiado sofocante. La calle, como solía ocurrir los fines de semana, y especialmente cuando subían las temperaturas, estaba más vacía de lo habitual. Se ató los cordones de sus zapatillas azules, las más baratas que había encontrado en una gran cadena de ropa deportiva, encendió la aplicación del móvil para controlar la distancia y la velocidad, se puso música instrumental a través de los auriculares y arrancó.

Pájaro había sido un niño enclenque que no lograba destacar en ningún deporte. Mientras otros jugaban al fútbol en el equipo del colegio, él nunca encajaba en las alineaciones. Poco antes de empezar en la universidad, el cuerpo le cambió lo suficiente para empezar con algunos, como el squash y la bicicleta. Durante varios años los practicaba con un grupo de amigos todas las semanas, pero al llegar a Madrid se encontró con que no conocía a nadie para jugar al primero ni tenía espacio para guardar la segunda. Así, un día empezó a correr.

Aunque al principio lo encontró excesivamente aburrido, con el tiempo se fue acostumbrando. Le parecía de una gran similitud con las cosas más complejas de la vida. Cuando corres, no tienes más jefe que tú. En cualquier momento, si estás cansado, puedes simplemente parar y seguir andando, solo tu voluntad te impide rendirte. Cuando los kilómetros empezaban a pesarle en las piernas y la respiración le faltaba, le gustaba pensar en eso y descubrir que esa imposición a uno mismo era tan fuerte como una norma, e igual de incontestable. Le recordaba a un verso de un poema que creía que era de Kipling, aunque nunca había tratado de confirmarlo:

If you can force your heart and nerve and sinew

To serve your turn long after they are gone,

And so hold on when there is nothing in you

Except the Will which says to them: «Hold on!».

(Si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones

Para que te sirvan mucho después de que se hayan ido

Y así resistir cuando no hay nada en ti

Excepto la voluntad que dice: «Resistid»).

Otras veces disfrutaba de observar las miradas de la gente que le veían pasar. Nadie se fijaba especialmente. Suponía que tan solo se hacían una idea: hay un chico corriendo, y eso significa tal vez que está cansado. Pero una cosa es pensarlo de otro y otra muy diferente es sentirlo uno mismo. Los demás pueden pensar que saben lo que sientes, pero lo que verdaderamente sientes únicamente lo sabes tú.

De esta forma, para él era una actividad física, pero también, y sobre todo, mental. Aquel día se impuso un ritmo lento al comienzo, para no sobrecargarse. A medida que se veía más suelto, lo iba incrementando. Según avanzaba, confirmaba que había muy poca gente caminando por las aceras de aquel barrio, y fue progresando mientras a su alrededor abrían las cafeterías y los quioscos de prensa.

Cuando empezó a notar el sudor que le caía por la frente también había ido logrando dejar la mente casi en blanco. Entonces entró en ella, primero, Lucía. Él quiso acordarse otra vez de aquellos tótems de la relación (la estación de metro, la vespa blanca, etcétera) pero esta vez no pudo ser. Se impuso en cambio el recuerdo de que ella cada vez llegaba más tarde a casa, la rutina de las preguntas repetidas (¿cómo están tus padres?, ¿qué tal el trabajo?) cuyas respuestas en realidad no le importaban. Se dio cuenta de que la soledad ya la había sentido mucho antes de que un día se llevara sus cosas.

Sin pedir permiso, mientras giraba para volver hacia su casa a un ritmo aún más fuerte, llegó a su cabeza Lula. Se acordó de una forma vertiginosamente rápida de una cascada de imágenes: la sonrisa que al principio tapaba el pelo azul en la librería, la burrata cayendo por los lados de la hamburguesa italiana, la cerveza en la terraza mientras se ponía el sol, el ingeniero buscando al tigre, el número indeterminado de respiraciones que había contemplado mientras ella dormía en el sofá, la tumba sobre los corales en una playa del Pacífico.

Solo entonces, y de golpe, se acordó de lo que había soñado la noche anterior. A primera hora no había sido capaz de ponerlo en pie y ahora en cambio lo veía nítidamente. Siguió corriendo mientras lo rememoraba: estaba en una habitación llena de estanterías que, de algún modo, le hacían sentir prisionero. Los libros almacenados estaban en blanco, o con algunas pocas frases carentes de sentido. Quería salir, pero no hallaba cómo. Al fin, tras un estante, daba con una puerta. Al otro lado había una habitación parecida y la sensación se repetía. Otra puerta le llevaba a otra habitación similar. La inquietud se iba incrementando de habitación en habitación, que por supuesto no acababan nunca.

No pudo evitar recordar la frase: «Es al revés, como sientes miedo, tu cerebro crea un lobo». Se preguntó qué debía haber sentido para que su cerebro hubiese creado un laberinto.

Cuando al fin llegó de nuevo a su edificio, se permitió agacharse y jadear un poco. Estaba agotado. Consultó la aplicación: ocho kilómetros y medio, cuarenta y cinco minutos. No estaba mal tras haberse dormido tarde con alguna cerveza, media botella de vino y una copa de Rives en el cuerpo.

Después de ducharse y desayunar (esta vez las tostadas no se le quemaron), abrió el primero de los libros que había comprado para el fin de semana. Había llegado al domingo sin iniciarlos, y se sentía un poco culpable. Comenzó con el de Michael Innes. Solo paró para comer un pequeño bocadillo de jamón york; era de lo poco que tenía en la nevera. A media tarde ya se había terminado la novela. Le pareció una buena historia: una mezcla inteligente de fragmentos y evocaciones de la obra de Shakespeare estaban bien aprovechados para componer una trama de misterio que transcurría durante una representación de Hamlet, tal como le había adelantado la sinopsis de la contraportada.

Aunque nunca había sido aficionado al teatro, en la adolescencia sí había leído Macbeth, y le había encantado. Se había dicho entonces que valdría la pena saber suficiente inglés para leerlo en versión original, porque muchos de los giros únicamente podía comprenderlos a través de las notas del traductor. Nunca logró ese nivel de inglés.

La afición a la lectura le venía de muy pequeño. Su madre era profesora de química en un instituto y su padre médico de familia, y desde siempre los recordaba a ambos con libros en las manos. Cuando en el colegio les mandaban como tareas para el verano lecturas infantiles en colecciones que se clasificaban por colores, él ya leía los clásicos de Verne, Salgari o Stevenson en ediciones íntegras, pues las adaptadas para niños enseguida le aburrían.

No había olvidado, por ejemplo, el día en que su padre llegó con un regalo por su cumpleaños: Robinson Crusoe, en un tomo de tapas azules oscuras.

—Yo lo leí por primera vez más o menos con tu edad —le dijo—. Ya casi no me acuerdo, cuando te lo termines me lo cuentas.

Y así lo hizo. Se lo acabó y luego pasó una tarde charlando con él sobre lo que le había parecido, sentados en una mecedora de madera que aún se mantenía en aquella casa, mientras su madre iba y venía de la cocina al salón y el olor de un bizcocho en el horno se extendía por las habitaciones. Le había impactado sobre todo aquella escena en que el protagonista pasea por la playa de su isla, una isla completamente deshabitada, y encuentra una huella humana en la arena, un símbolo que de pronto le previene del horror de que haya otras personas y de no saber sus intenciones. También él había sentido aquel horror al pensarlo.

Pájaro, más allá de su nombre, había tenido una infancia y adolescencia muy normal. Nunca fue el más popular del colegio ni tampoco uno de los marginados. No había sido un matón, pero jamás había ayudado a los que recibieron burlas de los compañeros, y alguna vez, por no quedar en evidencia, también había participado sin que le hubiese supuesto ningún remordimiento. Había sido siempre uno más; probó el alcohol más o menos a la vez que los demás, suspendía muy de cuando en cuando las matemáticas, lo besó una chica (una chica de la que había olvidado, curiosamente, todo excepto el número de teléfono, que nunca se atrevió a marcar) a la edad en que eso era lo normal, tuvo su primera experiencia sexual el mismo verano que sus amigos Ignacio y Salvador.

Recordaba aquello de forma feliz. De alguna forma, la mudanza a Madrid desde su Sevilla natal le había robado de golpe todas esas cosas, y su reacción había sido introducirlas en una vitrina donde contemplarlas con un cariño a veces hasta desmedido. Nunca había entendido por qué Lucía hablaba tan poco de su vida anterior, como si no tuviera raíces, como si no echara de menos el pasado.

Para él era como una herida, ciertamente una herida pequeña, ciertamente una herida cicatrizada, pero que al fin y al cabo existía, y su marca siempre iba a existir. Pájaro, lo sabía, en realidad estaba lleno de heridas del pasado.

Pensó que a Lula no le había contado nada de aquello. De hecho, ella tampoco había formulado muchas referencias al respecto, más allá de sus viajes después de acabar la carrera. En realidad, conocía muy poco de aquella chica; no sabía dónde vivía, ni si era de la ciudad o venía de otro sitio, ni cómo era su familia. Sintió que unos amigos no deberían ignorar esos asuntos, pero al mismo tiempo no supo calificar si ellos eran unos amigos o qué eran exactamente. Desde luego no eran lo que normalmente se denomina más que amigos, no había habido ninguna intención sexual, o eso había percibido él, salvo quizá ese momento en que de pronto le pareció que era guapa. Pero solo había sido un momento. Y sin embargo, al mismo tiempo, no pudo evitar preguntarse cómo hubiera sido besarla entonces.

No era infrecuente que, a medida que avanzaba la tarde del domingo, las ocupaciones del trabajo fueran llenando su cabeza como si conquistaran un territorio que, únicamente durante unas cuarenta y ocho horas, había sido libre. Casi sin darse cuenta comenzó a diseñar la hoja de cálculo que debía tener acabada a media mañana para recuperar lo que había dejado atrasado el viernes que había mentido para no ir a la oficina. Se lo debía a Luis, que no había querido indagar más sobre su falsa enfermedad y siempre se había portado con él como un buen jefe y compañero. Pero, por lo demás, sentía que simplemente no quería hacerlo. Entendió que en realidad no le gustaba ser auditor, y de entenderlo a odiarlo solo hubo unos cuantos pensamientos. Pensó que si continuaba así acabaría por odiarse a sí mismo.

Antes de hacer la cena empezó el libro de Montalbano. Tan hecho ya a los personajes, era en cierto modo una forma de reencontrarse con viejos amigos. Las ocurrencias de Catarella no tardaron en arrancarle una carcajada. Se recostó en el sofá y así estuvo tres horas seguidas. Solo al cerrarlo se percató de que en la última página había un papel. Era probablemente algo que Lula había utilizado como marcador y que se le había olvidado allí. Al sacarlo se dio cuenta de que era una fotografía.

Por el aspecto gastado parecía que tenía muchos años. El tono sepia predominaba haciendo que los colores tuvieran un aire melancólico. Al pie del tronco de un árbol grande había cuatro figuras humanas. Parecía una familia: el padre, con un bigote abundante, ponía el brazo izquierdo sobre los hombros de la mujer, abrazándola en un gesto que se veía de cariño. Ella era muy guapa, con una cara aniñada de rasgos finos y esbeltos, y el pelo castaño recogido con una diadema azul de flores. Los dos se reían. La mujer tenía un bebé en los brazos, que tenía cara de sorprendido. Agarrada al pantalón de pana de su padre estaba una niña de no más de cinco o seis años con unos ojos marrones que ya eran muy grandes, y la pequeña cicatriz, entonces más visible, junto al labio. Miraba fijamente a la cámara como con miedo. Por detrás, reconoció la letra ordenadita y esmerada con que le había dejado el teléfono y el agradecimiento. Estaba escrito: «El último día».

No pudo evitar preguntarse qué significaba aquella frase.

Apenas cenó. Pensó que aquel día había ingerido muchas menos calorías de las que había gastado y eso le alegró. Antes de meterse en la cama le escribió un mensaje con el móvil:

«Soy Pájaro. Ya tienes mi número. Creo que te dejaste una fotografía».

Y así terminó el fin de semana en que la fase de demolición se había activado; él no lo sabía aún, pero ya era imparable.

La historia de Pájaro y el niño que no crecía

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