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VICENTE LEÑERO, LOS ALBAÑILES. LECTOR Y ACTOR

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Lo inmediato –abstracto y exterior– en Los albañiles, premio Biblioteca Breve en 1963, son sus similitudes formales con el nouveau roman. Es una novela de forma policial; la naturaleza misma del nouveau roman lo lleva a la técnica de la novela policial, el arquetipo de la novela de investigación, quizás el arquetipo de la actitud exploratoria: La mise en scène de Claude Ollier, Les gommes de A. Robbe-Grillet, Moderato cantabile de Marguerite Duras, Clope au dossier de Robert Pinguet, L’emploi du temps de Michel Butor, Portrait d’un inconnu de Natalie Sarraute. En la mayoría de estas novelas el lector es llevado a una investigación que le permitirá reconstruir una realidad; algunos elementos le son revelados, los más rodeados de misterio. Del mismo modo que en las novelas policiales el lector, identificándose con el detective, con sus tics, con su sistema, trata de recrear la verdad de un “asunto”, “lo que ocurrió realmente”, en el nouveau roman es siempre un “asunto” por su misterio, su oscuridad, su ambigüedad, aunque no sea directamente un asunto policial. La tarea de lector es poner en tensión todos sus recursos intelectuales para el acto de la lectura: la recreación se convierte, en la mayoría de los nouveau romans y en Los albañiles, en la ejecución de un montaje y de una inteligibilidad por aproximaciones diversas, en la resolución de una adivinanza a través de sucesivos momentos de racionalidad y de síntesis.

En Los albañiles hay tres crímenes: uno antiguo, otro cercano y el actual, que desata la investigación: el padre de Jesús, Isidro, el mismo Jesús. La repetición de un crimen –la reivindicación de la repetición en general– es un procedimiento del que se han servido Butor en El empleo del tiempo, Robbe-Grillet en Las gomas y Ollier en La puesta en escena; en los tres casos una muerte legendaria prefigura una muerte actual: Robbe-Grillet acude a la mitología griega y al símbolo de Edipo matando a su padre; en Butor es la muerte de Abel; en Ollier hay un crimen muy antiguo que se perpetúa bajo la forma de un grabado rupestre norafricano. El crimen constituye la forma extrema del enigma que lleva en sí todo nouveau roman.

El personaje central de Los albañiles es el detective, el “hombre de la corbata a rayas”; este personaje, en la mayoría de las novelas citadas y en el mismo Leñero, deriva directamente de la concepción que los “nuevos novelistas” tienen del antihéroe: un detective solo en función de su papel, sin psicología, sin historia, dedicado a ordenar impresiones y a realizar operaciones de pura deducción mecánica. La investigación fracasa finalmente en Los albañiles, del mismo modo que en Butor, Robbe-Grillet y Ollier; los testimonios de los personajes no ofrecen demasiada precisión; la ausencia directa de causalidad, la indeterminación y la ambigüedad del crimen dan la impresión de que se asiste a una representación eterna, a una situación circular, predestinada, mítica. Otras características genéricas de las nuevas novelas como la importancia otorgada a la visión, la precisión geométrica de sus formas y el reiterado uso de símbolos se encuentran igualmente en Los albañiles. Pero todas estas similitudes constituyen ya, para nosotros, características que configuran una nueva convención: del mismo modo que en el siglo XVII se pretendía transcribir, en un acto de homenaje a la realidad (pero que al mismo tiempo la ocultaba al velar la identidad del autor) un manuscrito encontrado; o en el siglo XVIII la novela por cartas o el diario íntimo; un grupo de novelistas franceses acude a mediados del siglo XX a la forma de la novela policial con intenciones de renovación formal, de rebelión contra nociones que consideran no aptas para expresar su versión de la realidad, y sobre todo para cuestionar la novela como tal, para crear un nuevo relato. Sin embargo lo que expresan Butor y Robbe-Grillet, por ejemplo, es tan disímil que la recurrencia a la forma policial, el gusto por el símbolo y el mito, la descripción repetida de objetos o la existencia de anti-personajes solo puede ubicar genéricamente a la obra: se trata de cierto número de novelistas que se revelaron bruscamente hacia 1956; tenían ciertamente puntos comunes, publicaron casi todos en la misma editorial, pero de ningún modo constituyeron una doctrina común.1

Pero las analogías son empobrecedoras y nos ocultan el objeto. Nos interesa notar dos elementos presentes en toda la obra de Leñero, evidentes en Los albañiles: la figuración de un “lector” y un “actor” en el interior de sus novelas: estos dos elementos las constituyen, en bloque, en metáforas del acto de la lectura.

Han matado a Jesús, el sereno de un edificio en construcción. Ante un detective desfila un grupo de hombres sospechosos todos de asesinato; ese “hombre de la corbata a rayas” carece de identidad, es el que escucha la historia de cada uno de los sospechosos, la persona a quien se dirige el discurso; es el que quiere saber qué sucedió, el que quiere tener una conciencia clara de los acontecimientos, el que quiere llegar a la objetividad; pero es también el que no puede identificarse con ningún personaje porque todos son sospechosos, el que está afuera; es, entre los albañiles, el no proletario, el trabajador intelectual. No puede narrar su propia historia pero agrupa y dirige las de los demás; imagina, conjetura, estructura; es el que recibe las confesiones, el sacerdote y el juez.2 Pero sobre todo es el que está por encima de todos en la jerarquía de los personajes: sabe más que cada uno de ellos, sabe lo que omiten, lo que mienten; puede torturarlos, someterlos, culparlos, condenarlos. Es el centro de la novela; a él se dirigen los relatos, ante él se muestran; es el reflector mediante el cual los personajes son introducidos y pasan a primer plano; es también el que los sintetiza, el que posibilita que exista un grupo: es el peligro del grupo, el objeto por el cual se constituye y se defiende; es el perseguidor, la meta común que determina la praxis común.3

Todas las novelas de Leñero se estructuran en base a una relación asimétrica. Por un lado un interlocutor, una persona que gana información a costa de otra, sin que la otra la gane a costa de ella: es el receptor que escucha, organiza, piensa, lee. Por otro lado el actor, el hablante que actúa, vive, siente, comunica, se expresa sobre sí mismo y constituye la ficción. La función del receptor es ordenar, dar forma, interpretar el material dado y recrear imaginariamente los hechos; la función de locutor es simplemente emitir una narración, tratando de dejar de lado toda conciencia y toda racionalización.4 Cada miembro se encarga de expresar un sector de las preocupaciones concretas de Leñero: el receptor sostiene el discurso en tanto su función es estructurante, y ese “lector” (que en La voz adolorida permanece mudo, en relación con el ínfimo énfasis estructurante de la novela) refiere implícitamente, en Los albañiles, las ideas y puntos de vista críticos sobre la novela y la narración. El locutor informa sobre los contenidos psicológicos, familiares y sociológicos, es el que aporta el material de la historia.

En la primera novela de Leñero, La voz adolorida,5 los sujetos de esta relación son un psicópata y el médico psiquiatra; este último está implícito en el monólogo del otro, que se dirige a un “doctor”. Es el oyente, pero está significado a todo lo largo del relato. La novela fue reeditada en 19676 con algunas modificaciones: el médico desaparece como tal y solo habla el personaje, dirigiéndose a un “usted” puro; el título es ahora A fuerza de palabras, como si la voz requiriera al psiquiatra y las palabras al lector. Fuera de algunos cambios de vocabulario y de cierta economía descriptiva no ha habido modificación sustancial: desde su primera redacción están significados el hablante y el oyente –el actor y el lector– que sustentan las novelas de Leñero. En Estudio Q7 se trata de realizar un film de TV: el director asume las funciones de autor; ordena el material que brinda el actor, con su propia vida; el director escénico es el amo; el actor, el esclavo; gracias al director que ordena y dirige la filmación la vida se transforma en ficción; el director es, también, un personaje sin historia y sin nombre; los otros se dirigen a él solo ejecutando sus órdenes. En El garabato8 los dos miembros adquieren un nombre y están directamente aludidos: un novelista y un crítico literario. El crítico tiene una función concreta: debe leer una novela escrita por otro, debe juzgarla pero no la comprende; la abandona antes de terminarla, y su propia vida completa y da sentido a la obra que está leyendo. La relación se transforma: ya no hay un oyente o lector puro frente a un agente o hablante; hay una novela muda ante un lector que se expresa y vive; el problema del escamoteo de la identidad se transfiere al autor, que por sucesivos encuadres se hace triple.

El rasgo común de las novelas de Leñero es, pues, esa bipolaridad narrativa establecida en base a un locutor (que no es necesariamente el narrador)9 y un receptor: las novelas están encuadrando una “relación novelística”: un lector recibe una ficción. La novela resulta así una novela segunda respecto de la novela primera que escucha el detective; nuestra lectura es también una lectura segunda. Leñero cultiva especialmente este tipo de encuadre: en Estudio Q se crea un film de TV en la novela, en El garabato se lee una novela en la novela misma; en el interior de los encuadres surgen otros: relatos, mitos, citas, trozos de literatura ya hecha. Ese sistema de encuadres está indicando una relación de prioridad de un nivel sobre otro, a la vez que una interdependencia mutua: hay todo un sistema de subordinaciones internas (del mismo modo que en el relato de cada personaje hay un tejido esencialmente hipotáctico): relato principal, relato subordinado, que funciona como relato principal respecto de otro que se le subordina. Como veremos, la subordinación y la jerarquización, la rebelión de los subordinados contra el principal es la figura estructural que da cuenta de la totalidad de la novela.

Ese lector ficticio que enfrenta una ficción ficticia es siempre un intelectual; los personajes de la ficción son los otros: alienados, proletarios, actores, perseguidos, culpables; son el objeto ante el cual toma distancias y se despoja de la afectividad. El receptor reconoce los signos del locutor como significantes de otro sistema: es el dotador de significación. Pero la función más importante del detective de Los albañiles es reconocer precisamente que la ficción es ficción. Es el límite entre la irrealidad y lo real; es el que se encarga de señalar la irrupción de la realidad en el mundo imaginario; de negar la ficción en tanto realidad o de reconocerla como ficción. Esto no significa que, en el interior de Los albañiles, el detective “represente” la realidad –nadie representa nada en una novela–; simplemente es el que está fuera de la ficción y fuera del mundo elaborado por la ficción; es el no englobado por la historia. La bipolaridad no es mundo imaginario frente a realidad (o inconsciente frente a conciencia o cuerpo frente a mente, como podría pensarse esquemáticamente) sino, desde el ángulo del narrador, interioridad y exterioridad dentro de la ficción misma. Los dos polos se plantean al principio como escindidos: el detective aparece como la exterioridad absoluta (el “hombre de la corbata a rayas”) y el grupo, cada uno de los personajes del grupo, como la interioridad igualmente absoluta. El sentido de la novela, su movimiento hacia, es la interiorización, por parte del detective, del grupo, y la formalización y síntesis del mismo. En ese movimiento –que es el movimiento mismo de la narración y del narrador– el detective se constituye como un sujeto que revela un objeto a medida que lo interioriza; ese movimiento de interiorización es al mismo tiempo exteriorizado. El resultado es la mostración de la interioridad del detective en su propio grupo (el grupo del dominó frente al grupo de la ruleta, que es el de los albañiles),10 su personalización (se revela su nombre), la conclusión y cierre del grupo y al mismo tiempo de la ficción. Por eso el detective revela la ficción en su conjunto como un significante; crea constantemente un equilibrio que vuelve a romperse luego; paso a paso constituye un crimen –el de cada uno de los personajes– pero paso a paso lo desmiente y lo revela ficticio. La constitución de la totalidad de los crímenes –la síntesis del grupo y la significación– es seguida por el encuentro del detective con Jesús, el personaje que ha sido asesinado ficticiamente por cada personaje; el origen y el destinatario se tocan; la novela concluye.

El lector de Leñero se enfrenta con una ficción. Es la historia de un grupo culpable, de un grupo asesino11 que no tiene una conciencia común sino una inconciencia masiva, un grupo donde los individuos están fundidos, y cuyos dinamismos se constituyen allí mismo, en presencia del detective: es la mostración analítica de un grupo en constitución. A una novela cuyo sujeto es un grupo, corresponde una técnica grupal y polifónica: la biografía lineal, coherente con el héroe novelístico del período individualista no tiene cabida en Los albañiles; son biografías móviles, fundidas narrativa y humanamente: cada uno contribuyó a hacer del otro lo que actualmente es, y el grupo es la praxis común de cada uno de ellos. Ni biografía lineal, ni narración lineal, ni cronología lineal: la novela se presenta como una superficie donde pueden aislarse puntos, líneas, figuras geométricas o irregulares; esta superficie se constituye por bloques, bloques narrativos, temporales, bloques de hombres. Hay una extrema coherencia entre modos narrativos, modos de la cronología y modos humanos en el interior del grupo. La técnica del observador omnisciente, los monólogos interiores, el discurso directo, el indirecto, el puro diálogo, la cronología traspuesta, los retornos hacia atrás y seudo retornos, las escenas “falsas”, las conjeturas visualizadas narrativamente, los falsos recuerdos constituyen un coro que expresa al grupo, a la realidad de la subjetividad de un grupo. Cada personaje de Leñero es una subjetividad en bruto, y la totalización de las subjetividades por parte del detective hace la interioridad del conjunto. Pero más que nunca la literatura es literatura y la ficción, ficción: en la novela no ocurre nada sino el hablar del grupo al detective; todo está llevado al acto de locución, nadie actúa de otro modo; cada uno de los personajes es la persona formal, el discurso; el sentido de cada palabra es el acto mismo de emitirla. El único modo de manifestarse el grupo es la declaración que cada miembro hace en presencia del detective: todos los personajes acusan del crimen a otro miembro del grupo y esa acusación va dibujando las relaciones, lo que integra y desintegra al grupo. Pero el grupo en sí mismo es, ante todo, un grupo jerárquico, en el cual cada miembro depende del situado en un nivel inmediatamente superior:

Ingeniero Zamora (dueño de la empresa constructora, del cual dependen todos los albañiles).

Federico Zamora (hijo del anterior, dependiente de su padre. Dirige la obra).

Álvarez (capataz de la obra, depende del ingeniero Zamora y de su hijo).

Jacinto (obrero, dependiente de Álvarez).

Patotas (obrero, dependiente de Álvarez).

Isidro (peón, depende de Jacinto).

Jesús (sereno, depende de Álvarez y de todos los personajes en su conjunto).

(Fuera de la pirámide, marginal, pero dependiente a la vez de Álvarez y del ingeniero

Zamora, está Sergio García, el plomero).

Isidro acusa a Jacinto, Jacinto a Álvarez, Álvarez a García, Federico Zamora a Jacinto, Patotas a Federico Zamora. Dos líneas –dos motivos diferentes– convergen en Jacinto, cuya historia narrada desde dentro es historia común de muchos campesinos mexicanos; Jacinto es el cuerpo del grupo, se expresa con el yo narrativo, no está demasiado arriba ni demasiado abajo, y acusa a Álvarez, el capataz que lo manda a trabajar, el que le paga, pero también el que lo protege y le construye su casa. Álvarez es el líder del grupo: su narración surge desde dentro –yo– y desde afuera –él– de acuerdo a su situación: con los albañiles pero también contra ellos; se queda con parte de sus jornales. Álvarez acusa a García, el marginal, el que por circunstancias físicas y de su vida personal mantiene con el grupo una relación negativa de no integración; pone en cuestión al grupo con solo marginarse, constituye capítulos aparte, es narrado desde un exterior absoluto, se muestra en el puro diálogo o desde fuera, su temporalidad no está contraída ni alterada, se da por unidades enteras: un día de García, el momento del interrogatorio. García delata a todos los albañiles, aunque no acusa a nadie; no mantiene con nadie en particular ningún tipo de relación, solo miedo, odio, frustración. El hijo del ingeniero Zamora, el Nene, acusa a Jacinto; es el único personaje de una clase social distinta, que se muestra desdoblado en pensar, sentir y decir; considera animales a los albañiles. Pero Isidro también acusa a Jacinto; Isidro está, respecto de Jacinto, en la misma situación que este respecto de Álvarez: está a sus órdenes, es mandado a trabajar, pero también protegido; Isidro tiene el mismo nombre que el hijo muerto de Jacinto. Patotas, el analfabeto, totaliza al grupo proletario contra el explotador, es el único que no reconoce eslabones intermedios, el solidario.

En tanto en el interior de este grupo no pueden existir relaciones de igualdad, importa establecer la lógica de las acciones que llevan a cabo, en la palabra absoluta, los personajes. Hay personajes que mandan a trabajar y que protegen, que tienen dinero y poder; hay otros que son mandados y que no poseen. Isidro y Jacinto acusan a Jacinto y a Álvarez no solo porque los mandan, sino sobre todo porque les han dado protección, consejos, casa. Si el personaje inmediatamente superior en la jerarquía ofrece protección y actúa como dador y como padre bueno, el inferior lo odia y desea eliminarlo: este esquema es exactamente homogéneo en Isidro y Jacinto. Esta primera repetición nos lleva a examinar las relaciones que cada miembro mantiene con su superior, aunque no lo delate; en una palabra, qué figura parental hay en cada uno de los personajes.

Isidro no tiene padre en la novela, simplemente se ha ido; la madre lo manda a dormir afuera por las noches; Isidro vuelve a la obra, donde el sereno (el asesinado) le da consejos y mantiene relaciones sexuales con él. La adhesión de Isidro a Jesús es total: después de nueve meses –los meses de la gestación– de estar con él tiene los mismos gestos, el mismo modo de hablar, el mismo olor. Isidro se identifica con Jesús y le entrega su novia; Jesús la viola. Pero ante Isidro está Jacinto, que le ofrece otro tipo de protección; Isidro lo acusa del crimen de Jesús. Álvarez roba material para construir la casa de Jacinto sin pedirle nada a cambio; Jacinto lo acusa del crimen. Se protege para afirmarse como superior; se niega la protección para negar la autoridad. Sergio García, llamado el cura por los demás albañiles, es un ex seminarista, cuyo “padre” en el seminario, su superior, lo ha separado de la carrera por razones oscuras. El Nene es el hijo por excelencia, el hijo de papá, pero debe afirmar su precaria autoridad ante los albañiles: acusa a Jacinto que lo cuestiona (episodio de las varillas). Álvarez acusa al cura, que no reconoce su liderazgo entre los albañiles. Se trata en todos los casos de dos tipos complementarios de acción que pueden formularse con estas leyes:

1) Si A está, en la escala jerárquica, por encima de B e intenta protegerlo –es decir, reafirmar su autoridad y superioridad–, B no le reconocerá la protección y lo acusará, deseando su eliminación.

2) Si A está, en la escala jerárquica, por debajo de B e intenta cuestionar su autoridad, B lo acusará, deseando su eliminación.12

La narración misma, las secuencias y microsecuencias, son variaciones fugadas sobre el tema de la paternidad y del parricidio: cada hijo narra a su padre y lo mata: Isidro narra a Jesús, Jacinto a Álvarez, el Nene al ingeniero Zamora; el odio y la impotencia ante el superior invade la novela entera: el detective debe abandonar la investigación pues su jefe le pone un plazo perentorio, debe terminarla esa misma noche. Hasta los personajes que no llegan a existir como tales, como el médico al que alude Jesús en su historia del manicomio, tratan de eludir esa estricta legalidad: el médico facilita la huida de Jesús del manicomio, porque allí, por las autoridades, “no puede hacerse nada”.

Y llegamos a Jesús: se lo ha asesinado, se le ha quitado la mujer y el dinero. Jesús es la víctima y el triunfador al mismo tiempo: roba y no es castigado –la impunidad del robo es absoluta en toda la novela–, posee a Isidro y a Celerina. El viejo Jesús es el mal del grupo: homosexual, mentiroso, ladrón, vicioso, enfermo; todos sus atributos remiten a un anti Jesús; es la inversión –inversión sexual–, es el revés –sereno, trabaja de noche–, es el viejo cuya autoridad nadie reconoce, excepto Isidro. Es la desintegración, la exclusión, la negación. Todos los integrantes del grupo tienen motivos para querer su muerte: por rivalidad amorosa, por conflictos de dinero, por venganza, por necesidad de destruir y perseguir. Jesús es el perseguido; pero Jesús se llama Jesús; su muerte está prefigurada desde tiempo atrás, desde el tiempo legendario de la muerte de su padre; sobre el edificio en construcción ha quedado una cruz desde la fiesta del tres de mayo, esa cruz indica su redención: ha pagado una deuda por el grupo entero.

Es allí donde comenzamos a ver el verdadero enigma de Los albañiles: no quién fue el asesino, sino qué mitos y qué símbolos en movimiento; el lector debe realizar la misma operación del detective pero en segundo grado, debe estructurar el mito religioso, la figura ética y psicológica.13 El enigma que plantea Leñero son los múltiples sentidos de sus símbolos, que remiten a un trabajo de interpretación: la ambigüedad del símbolo, la indeterminación de los varios sentidos, la equivocidad de las palabras y la anfibología de los enunciados es lo que el detective sabe que tiene que resolver. No caben lecturas a un solo nivel: el intérprete de Leñero es justamente el que da forma igualmente a todas las posibles lecturas; todas las interpretaciones son igualmente necesarias.

Aquí nos interesaba solo notar las formas y funciones de las dos figuras paradigmáticas que estructuran la novela. Y elegimos Los albañiles para desarrollar este análisis (que podría operarse en cada una de las novelas a partir de La voz adolorida) porque es, entre las obras de Leñero, la de mayor calidad. Desde nuestra perspectiva esto quiere decir: la distancia entre interlocutor y locutor es la mayor, por lo tanto la posibilidad “informacional” del locutor es mayor. Se establece una tensión rota por un equilibrio, roto a su vez por una nueva tensión, entre el yo y los otros, el detective y los albañiles, entre la historia y el discurso. Todos los niveles son igualmente legibles: la novela es a la vez psicológica, sociológica, simbólica, mítica. En Estudio Q el equilibrio comienza a quebrarse: el nivel simbólico y abstracto va ganando terreno, la distancia entre locutor y lector es mucho menor (se trata de un actor y un director escénico) que entre los albañiles y el detective; correlativamente surge la metaliteratura, Leñero comienza a trabajar sobre obras hechas. En El garabato el lector es el personaje y por primera vez está identificado desde el comienzo, y esa concretización absoluta del lector arrastra una desmaterialización igualmente absoluta del locutor: el locutor es ahora una novela. Los niveles de posibles lecturas se han ido desechando uno a uno y la única lectura es la simbólica. El camino que Leñero ha seguido es este: cuanto más concreto el lector, menos concreto el locutor, más desdén por la materialización, más importancia del nivel simbólico, más empobrecimiento. Creemos que Los albañiles es la única novela de Leñero donde están igualmente materializados ambos términos; de allí su calidad y la prioridad en el sistema total de su obra.

Publicado en Jorge Lafforgue (comp.), Nueva novela latinoamericana I, Buenos Aires, Paidós, 1969, ps. 194-208.

1 Causaron perplejidades a la crítica: en 1954 Roland Barthes se refería al “cosismo frío” de Robbe-Grillet e inauguraba el “objetivismo” deshumanizado; en 1964 Lucien Goldmann afirmaba que Robbe-Grillet y Natalie Sarraute “cuentan entre los escritores más radicalmente realistas de la literatura francesa contemporánea”.

2 Sacerdote, detective y juez tienen en Leñero la misma función narrativa; en El garabato el personaje perseguido acude a un sacerdote para confiarle su historia y pedirle protección; el sacerdote lo remite a un detective que se llama Munguía, el mismo nombre que el detective de Los albañiles.

3 Las funciones novelísticas del detective coinciden, referencialmente, con las del lector y en parte con las del autor reales. No nos detendremos en esto; el público al cual se dirige Leñero y al cual señala su función al atribuir una función determinada a su lector ficticio es no un público sino la figuración de un público futuro. Leñero quiere romper definitivamente y al mismo tiempo con el esquema del autor sobreprotector e hiperactivo que excluye la actividad del lector, y con el esquema del lector consumidor, que recibe pasivamente la ficción. El lector de Leñero parece estar a mitad de camino entre el lector pasivo y el crítico literario: ha superado la lectura consumo pero no comunica acabadamente su interpretación; no se expresa del todo; su destino es siempre el silencio, su lectura se realiza en soledad y concluye en soledad.

4 Este sistema es absolutamente comparable a la relación entre paciente y terapeuta en la situación analítica: el analizado transmite información acerca de sí mismo y el terapeuta acerca del analizado; se trata de un diálogo asimétrico en el que un miembro aporta material y el otro trabaja sobre ese mismo material ordenándolo, interpretándolo, pero no emitiendo a su vez material propio. Del mismo modo que en las novelas de Leñero, el analista remite el discurso del analizado a otra lengua, la del inconsciente; en Leñero los discursos de los personajes pueden considerarse significantes (o formas) y leerse sobre otras varias lenguas.

5 La voz adolorida. Universidad Veracruzana, Xalapa (México), 1961.

6 A fuerza de palabras. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1967.

7 Estudio Q. Joaquín Mortiz, México, 1964.

8 El garabato. Joaquín Mortiz, México, 1967.

9 Hablante y oyente son personajes, agentes; se sabe que el narrador es, en este caso, la instancia impersonalizada a partir de la cual se ven y sienten personajes y cosas; el narrador de Los albañiles no está situado en un ángulo fijo de la narración sino que se desplaza continuamente; sigue un movimiento desde el interior del grupo, partiendo de Jesús, hasta el interior del detective.

10 Los juegos son significativos. Mientras que en Jesús, en sus historias y en el sentido mismo de la historia del grupo –en tanto circularidad, tiempo mítico– el juego es la ruleta, el grupo de detectives que no interrogan juega al dominó. La antítesis no es solo circularidad frente a linealidad; es sobre todo ser jugado por el azar y jugar el azar. El dominó, con su mezcla de fichas, es el juego de fondo de la actividad mental del detective; las fichas que mezclan los ociosos compañeros de Munguía son los nombres y las situaciones que mezcla el mismo Munguía; el juego de dominó que se va armando, sus líneas rectas, irreversibles, son las sucesivas construcciones estructurantes del detective. Leñero es ingeniero civil aunque ya no ejerce esa profesión; sus novelas tienen, desde el ángulo del receptor y de su actividad mental, un claro sentido constructivista; las narraciones de los personajes construyen un grupo; los albañiles construyen el edificio, tumba de Jesús, recinto común y obra común.

11 El culpable del crimen de Jesús es el grupo entero. El personaje individual o colectivo de la ficción en el interior de las novelas de Leñero es siempre un sujeto culpable, objetiva o intrapsíquicamente. En A fuerza de palabras, el personaje asesina a su único amigo; en Estudio Q ha deseado a su hermana; en El garabato la culpabilidad se escinde: el crítico literario se siente culpable por su relación con su amante, y el personaje perseguido es el personaje ficticio, sujeto de la novela que el crítico lee. Si la culpabilidad es el tema de la ficción en las novelas de Leñero, el “lector” (detective, director de cine, crítico, médico) asume rasgos persecutorios.

12 Patotas sería el único personaje no incluido en estas dos leyes: acusa a Federico Zamora por puro odio de clase, por vengarse de la explotación. Pero Patotas tiene un rol de sustitución, no es un verdadero personaje, es tan abstracto como su acusación, dentro de los límites de la novela. El detective no quiere escucharlo, lo despide constantemente; Patotas se esfuerza por hablar; en la jerarquía de la novela es el personaje que repite, por única vez, una situación: ocupa el mismo lugar en la pirámide, o muy levemente inferior, que Jacinto. Se contrapone a Jacinto porque tiene muchos hijos y es analfabeto (Jacinto perdió a su único hijo y es letrado), pero esta contraposición es complementaria: arma con Jacinto una misma imagen, es su doble. Su única función novelística es la necesidad, o la exigencia de Leñero, de que algún albañil se dirija directamente contra el explotador. Pero el hecho de que sea Patotas el que lo haga, el personaje sin otra función y rechazado por el detective, el personaje no enmarcado en las leyes que rigen la novela, introduce un hecho falso novelísticamente: se trata de relaciones sociales veladas por el paternalismo. Lo familiar, la imagen del padre que inviste al superior, lo desocializa y desclasiza; a pesar de que toda la novela es una metáfora de las relaciones sociales desiguales, la lucha real es contra el paternalismo por un lado y por el mantenimiento del paternalismo por el otro.

13 Podrían hacerse cuadros sociológicos precisos sobre la situación de los albañiles, de los dueños de empresas constructoras, sobre el funcionamiento de un pequeño grupo; podrían interpretarse psicológicamente las conductas de cada personaje según los datos de su pasado; podría tipologizarse suficientemente cada actitud; puede elaborarse una interpretación teológica sobre el mal y la culpa, sobre Jesús y el chivo emisario, sobre la víctima que paga con su muerte el pecado original. Pero sobre el mito teológico puede elaborarse la lectura psicoanalítica: la muerte del padre de Jesús, que reitera la muerte del mismo Jesús (se conoce la vigencia de la ley del talión: Jesús muere porque debía pagar una deuda de sangre). El grupo de hermanos asesina al padre, le quita mujer y dinero; surgen las luchas por ocupar su lugar, lo cual lleva, por imposibilidad de cada uno de alcanzarlo, o un pacto que prohíbe el fratricidio (se hace puramente mental) e instaura la historia, con la exogamia y el culto al padre muerto. Los albañiles han eliminado al padre y están en la etapa de la lucha inmediatamente posterior. El crimen original se expía por el sacrificio del hijo: el crimen de Jesús será reparado por el de Isidro, su hijo, cuya muerte está prefigurada en la muerte del otro Isidro, hijo de Jacinto. La acumulación en Jesús de los rasgos malos (demoníacos) se explica por disociación de una representación ambivalente y la acentuación de un elemento de esa ambivalencia. Se sabe que el demonio es un ángel caído de la misma naturaleza que la divina; se sabe que los símbolos del mal (a nivel semántico y mítico) son el revés de un simbolismo más vasto, el simbolismo de la salvación: a todo esto alude la figura de Jesús, que además es epiléptico, está poseído por el morbus sacer.

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